martes, 6 de julio de 2010

El Tercer Reich.


Esta mañana, temprano, siete y media o algo así, mientras esperaba a que los chalanes del aire acondicionado hiciesen su esperada y currita aparición concertada, he estado leyendo a Borges, una antología publicada en Cátedra que compré hace una semana a un tipo que, sobre una manta, en el suelo, mostraba libros al lado de radiocassettes en la Gran Plaza. Me pidió un euro por Borges —me pareció un precio justo, razonable— y le ofrecí otro por Gómez de la Serna. El caso es que leyendo la antología, he encontrado un cuento que hacía mucho que no leía. Un clásico de Borges, Pierre Menard, autor del Quijote. El empeño titánico y, a la vez, espontáneo y natural de Pierre Menard por escribir el Quijote, no una segunda parte —o tercera, o cuarta, o quinta—, no una continuación, sino el mismo Quijote, línea por línea, que escribió Cervantes siempre me hace pensar en qué cosa es la literatura. Recuerdo que este año, explicándoles a mis alumnos de 1º de Bachillerato la literatura hasta el Barroco, les decía que el objeto de la literatura nunca cambia —eso que podemos llamar esencia—, lo único que cambia es el tratamiento verbal que los hombres damos a ese objeto. Esto, desde luego, es una simplificación impropia, pero me servía —es de lo que se trataba— para que comprendieran cómo, por ejemplo, la obsesión por el paso del tiempo que habíamos visto en la literatura tradicional —que se nos va la tarde, zagalas, que se nos va— es la misma que aparece en las Coplas de Manrique —cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando—, primas hermanas ambas del soneto de Garcilaso —coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto— o del gongorino —en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada—. A ver ahora cómo salgo del berenjenal en que me he metido.

Así que, por un lado, tenemos a Pierre Menard y a Cervantes y, por el otro, a Manrique, Garcilaso, Góngora... Y a Borges que, anacrónicamente, los une a todos. Para colmo, Víctor llega esta mañana y me dice que en la novela que acaba de terminar de leer, Nocilla experience, de Fernández Mallo, el final es calcado al final de Annie Hall, de Woody Allen, homenaje explícito, así excluimos la posibilidad del plagio. Por último—y aquí es donde quiero llegar—, cuando le digo que anoche terminé El Tercer Reich, de Roberto Bolaño, me contesta que en Nocilla experience, en un apartado final titulado "Aclaraciones y créditos", se nombra a Bolaño. El caso es que un personaje de la novela cuelga fórmulas matemáticas del mismo cordel del que tiende la ropa, y el autor aclara que, después de escribir la novela, un amigo le preguntó que si ese personaje era un homenaje a otro que aparece en la novela 2666, de Roberto Bolaño, en la que un viejo profesor también colgaba un libro de matemáticas del cordel de la ropa para que se aireen las fórmulas. El amigo le dice: "Me imagino que no has leído el libro [2666, de Bolaño] pero es una de esas coincidencias que joden o, como diría Borges, que forman un orden secreto." Por supuesto, Fernández Mallo le contesta: "En efecto, para mi sorpresa, yo no había leído ese libro, cosa que aclaro para constatar que al final todos volvemos, queramos o no, a las tramas ocultas de una literatura que nos sobrepasa". Y ahí tenemos donde yo quería llegar, a Bolaño, a Roberto Bolaño, aunque fijaos qué rodeo he tenido que dar.

Y quería llegar a Bolaño porque en El Tercer Reich, novela póstuma que comienza muy bien y a la que le cuesta terminar, hay páginas que me recuerdan a Kafka, a El Castillo, palabras, situaciones, giros que podrían haber sido escritos por Kafka. Descartado el plagio miserable de Bolaño —es uno de los novelistas más imaginativos y prepotentes que he leído—, solo me queda acudir al mismo argumento que Fernández Mallo: "al final todos volvemos, queramos o no, a las tramas ocultas de una literatura que nos sobrepasa".

Ahí va el primer capítulo de El Tercer Reich. El resto, en Anagrama.

lunes, 7 de junio de 2010

Caperucita y la Pantera Rosa.

Desde luego, a Caperucita Roja hay que respetarla, independientemente de lo rojo que se sea, incluso de si no se es rojo en absoluto. Nos ha producido solaz y esparcimiento narrativos en nuestra niñez; nos ha hecho aprender que, en el caso de tener una hijita pequeña y más o menos mona, nunca jamás hay que mandarla sola a un bosque en el que sospechemos que puede haber un lobo muy cabrón, por mucho que nuestra madre —la abuelita de la niña— se esté muriendo de hambre sola en la cama en mitad del susodicho bosque, que digo yo también que qué coño hace una vieja viviendo sola en el bosque, pero, vamos, eso es ya harina de otro costal; incluso el tal cuento de la Caperucita nos ha permitido engendrar alguna fantasía más o menos espuria según la cual determinada mocita de buen ver y de accesibilidad imposible se nos ponía a tiro con cestita y coletas y nosotros —que, por supuesto, representaríamos el papel del lobo cinco minutos (tirando por lo alto) feroz— nos la encontraríamos y lo demás, querido Horacio, es silencio.

En fin, a lo que iba, que el cuento de Caperucita es guay se mire por donde se mire. Y que te guste no significa que tú seas un revienta bragas ni que varees —en sentido estricto— a tu torda de turno a la primera desavenencia. Nada de eso. Te gusta y punto, y si, desde luego, vas a ser un hijo de puta en tu vida no se lo puedes achacar al cuento, sino a ti mismo y, como mucho, a la revisión de todos los capítulos de la serie V —la de los largartos alienígenas— innúmeras veces, y es que estar expuesto a la maldad sofocante de Diana no hay cristo que lo resista.

Bueno, pues el bueno de Pérez Reverte ha usado el cuento para ciscarse en los muertos (advertencia para lectores pujiedes: utilizo el lenguaje del propio señor Reverte) de los marmajosos que se la cogen con papel de fumar al hablar del sexismo en el lenguaje y otras zarandajas. Mismamente mi paisana Aído, que es que en Cádiz, como en botica, hay de todo, hasta ministros, ministras y menestras, oiga. Todo lo dicho debe servir para partirse el ojete con el citado artículo cuyo inicio os dejo aquí y os lo enlazo con la web del autor:

HOY ME HE levantado con talante. Como después de haber publicado El pequeño hoplita -un cuento sobre un niño en las Termópilas, que tanto debe a su magnífico ilustrador, Fernando Vicente- le tomé el gusto a la narrativa infantil, he decidido echar un cable. Ayudar a que nuestra ministra de Igualdad y Paridad, Bibiana Aído, rubia joya de la corona, haga realidad su bonito proyecto de conseguir que los cuentos tradicionales para pequeños cabroncetes sean desterrados de escuelas y hogares, y dejen de ser un reducto machista, sexista y antifeminista. O que, expurgados y reconvertidos a lo social y políticamente correcto, contribuyan, ellos también, a la formación de futuras generaciones de ciudadanos y ciudadanas ejemplares y ejemplaras. Como está mandado. (sigue)


Y, claro, si hablamos de Caperucita y de sus virtudes, la Pantera Rosa no se puede quedar atrás. Joder, ¡cuántos buenos ratos me ha hecho pasar la Pantera Rosa! Ya con el título de los capítulos la cosa prometía: "Mundo color rosa" o "El azul es rosa" o "Noches en rosa"... Y la Pantera puteando como Dios manda al tipo ese blanco de la nariz larga que era más soso que un Carrusel sin Paco González, ¡ay! Definitivamente, la Pantera Rosa es un icono de la modernidad y no hay más que hablar. Un poquito cabrona, todo hay que decirlo, porque al tipo de blanco lo ponía en el cien (mi madre dicis) y el muchacho siempre terminaba llorando y a puntito de cortarse las venas, blancas, por supuesto.

Pues Pérez Reverte también tiene otro artículo en el que, a propósito de la cosa no sexista, habla de la Pantera. Y eso, se mire por donde se mire, no puede ser considerado menos que una genialidad. Ahí va, niños:

NO SÉ DE QUÉ diablos protesto, a veces. Soy un gruñón bocazas, porque en realidad vivimos en un país fascinante. Según donde te sitúes, o lo haga el azar, lo mismo puedes echar la mascada por sotavento que rularte de risa o estamparle besos al vecino de barra. Yo mismo, cuando tengo sobredosis de telediario y me asomo a la ventana pidiendo que llueva napalm y nos lleve a todos a tomar por saco, me organizo a veces una terapia que funciona de cine: corro al bar más próximo, pido una caña y una tapa, miro alrededor y tiendo la oreja. Así, muchas veces, lo que veo o lo que oigo, las vidas que hormiguean a mi alrededor, la pareja que habla en voz baja cogida de la mano en la mesa junto a la ventana, el currante que se come el bocata, la señora que entra a pedir un café con leche después de pasar veinte minutos charlando con las otras marujas en la puerta del mercado, la peña considerada de cerca, en resumen, me suben el ánimo. Me reconcilian con la gente y con el escenario. Conmigo mismo, de paso. Como digo siempre, Sodoma y Gomorra, igual que Villacenutrios del Rebollo, están, si uno se fija, llenas de justos que las salvan. También de payasos que las animan. Que le dan vidilla al cotarro. (sigue)


Ahora que lo pienso, Caperucita y el tema del lobo nos han dado, además, otros dos grandes momentos: un poema de Luis Alberto de Cuenca y, a partir de ahí, una canción de La Orquesta Mondragón. Ya que estoy desvariando de lo lindo hoy, pues los voy a poner, qué cojones:

El de Cuenca desfasando en el Cervantes.




El Gurruchaga haciendo lo propio en una actuación en directo. No os perdáis las pintas ochentaras del personal. Ni a la Caperucita que sale, ésta plenamente actual y homologable.




Y, por supuesto, un capitulito de la Pantera.



domingo, 6 de junio de 2010

De picnic.


Sobre Iván Ferreiro no es la primera vez que hablo por aquí. Ya, cuando sacó su disco anterior, Mentiroso mentiroso, comenté qué sí y qué no de lo que me parecía. Ahora, cuando llevo todo el fin de semana —y más— escuchando su último disco, Picnic extraterrestre, todo —lo de aquel post, me refiero— sigue más o menos igual. Ahí va algo del nuevo material, las canciones que, por ahora, más me van llegando. Las hay muy buenas.

"Paraísos perdidos"




"Canción de amor"




Y el primer single, "Fahrenheit 451"

martes, 11 de mayo de 2010

Las armas y las letras.


Cuando uno ya ha avanzado algo en esto de las letras y comienza a tener edad para, además de seguir con fuerza hacia adelante, mirar también hacia atrás para revisar y revisarse, debe saber huir —si es que de algo han servido el estudio y el aprendizaje— de los lugares comunes, del discurso y de la información sin contrastar, pero, sobre todo, debe saber huir de una visión maniquea de la realidad —y, lo que es peor, de la literatura— que facilite la comprensión de la vida a partir de una facil y falsa distinción entre buenos y malos, sobre todo si, en esto —como en casi todo— está presente la política.

Permítaseme este primer párrafo-oración preñadito de subordinadas como explicación del asunto de hoy: Las armas y las letras, libro cuyo título nos trae un fresco aroma cervantino recién reeditado por Destino, en una edición ampliada y revisada por Andrés Trapiello, su autor. Este libro, que tiene el muy significativo subtítulo de Literatura y Guerra Civil (1936-1939) apareció por primera vez en 1993 y, ya entonces, levantó alguna que otra polvareda y provocó más de un sarpullido. Los aventados y escocidos, claro, fueron aquellos que —no precisamente independientemente de su ideología— pretendían acomodar la historia de la literatura al panfleto o la propaganda, y hacer pasar por santos varones —además de por homeros literarios— a los acólitos de un bando y del otro. Era necesario, pues, que Andrés Trapiello, con una prosa vibrante, cómica, cínica a veces, otras comprensiva, pusiese a cada uno en el sitio de sus palabras y, más allá de lo políticamente incorrecto de citar testimonios afrentosos para pretendidos prohombres como Neruda, Alberti, Baroja o Azorín —todos ellos, dicho sea de paso, genios literarios—, nos mostrase a quienes el mucho interés se nos mezcla con la mucha ignorancia por dónde iban los tiros —y las palabras— en el citado trienio.

Voy avanzando en el libro, comprado a fuerza de treinta y ocho machacantes el viernes en la fnac. Un poco más de la mitad ya ha caído y, además de dejar alguna perlita en twitter, me gustaría dejar algunas aportaciones de autores que, por su lucidez, me han llamado la atención. Son todos testimonios de esos tres años. Asombra la capacidad de estos autores para interpretar la cosa española con tanta clarividencia en un momento en el que el país era blanco o negro, incluso rojo y azul. Ahí va eso. En lo sucesivo, cito a Trapiello.


MANUEL CHAVES NOGALES, que adquirió gran renombre en su época por su inolvidable biografía del torero Juan Belmonte y un apasionante reportaje sobre la Revolución Rusa contada por un cantaor flamenco, dirigió, al estallar la guerra, el periódico prorrepublicano de Madrid Ahora.

«YO ERA ESO que los sociólogos llaman un "pequeño burgués liberal" —nos dirá—, ciudadano de una república democrática y parlamentaria [...]. Ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportaban una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero en fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria».

Estas son las palabras con las que Chaves empezaba el prólogo de A sangre y fuego. Por gusto lo reproduciría aquí entero. Creo que no se encotrarán escritas sobre la misma guerra palabras más juiciosas, actuales y vivas que las suyas.

«CUANDO ESTALLÓ la guerra —nos relata Chaves—, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un Consejo Obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el "camarada director" y puedo decir que durante los meses de la guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espítiru revolucionario, ni por mi condición de "pequeño burgués liberal" de la que no renegué jamás.

»Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios, y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban todo...».

Y también de 1937, como el de Chaves, es el otro libro excepcional de este período, La Revolución vista por una republicana, de una autora no menos admirable. Hablamos de Clara Campoamor, la clarividente, noble y tenaz Clara Campoamor, la misteriosa mujer que partió al exilio en 1936 y que moriría en el exilio en 1972, olvidada de todos.

CLARA CAMPOAMOR era, y lo fue durante todos los años del exilio y hasta fecha muy reciente, en que se la ha reivindicado un poco a hurto por su labor parlamentaria, una de esas personas que lo perdieron todo en la guerra, hasta el prestigio de los perdedores, solo porque era una política liberal y porque su visión de las cosas no se avino a las versiones oficiales de unos y otros.

«MADRID ofrecía un aspecto asombroso: burgueses saludando puño en alto y gritando a todas horas el saludo comunista para no convertirse en sospechosos; hombres en mono y alpargatas copiando de esta guisa el uniforme adoptado por los milicianos; mujeres sin sombrero; vestidos usados, raspados, toda una invasión de fealdad y miseria moral, más que material, de gente que pedía humildemente permiso para vivir. [...] Desde los primeros días de lucha, un indecible terror reinaba en Madrid. La opinión pública tuvo al principio la tentación de atribuir a los anarquistas las violencias sufridas por los civiles, y en particular en Madrid. La historia dirá algún día si fueron justos quienes los consideraron responsables de esos hechos. En todo caso debieran de ser todos los gubernamentales, sin distinción, quienes asumieran su responsabilidad.»


domingo, 25 de abril de 2010

Wolfe en domingo y playa.


Son las siete y pico de la tarde. El gentucerío playero me va dejando ya la playa sola. ¿Dónde cojones estaba toda esta gente cuando aquí hacía un frío del copón bendito y la lluvia y el viento sur se me colaban por debajo de la puerta? Una pareja de novios —a los que espero que Dios les tenga en cuenta esto para una futura condenación eterna— se hacen fotos juntos en poses cariñosas y, por separado, en posturitas que pretenden ser insinuantes, sobre todo las de ella que, a lo que se ve, aventaja en mucho al jambo en el antiguo y noble arte del zorreo. Pobrecillo, este desgraciado no tiene ni puta idea de dónde se mete. Las pondrán en facebook o en tuenti o en el messenger o donde mierda ponga la gente las fotos del zorreo, que yo de eso —bendita sea mi fealdad— poco entiendo. Otras parejas —incluso de viejos y de feos, que ya es lo último— se pasean por el paseo marítimo cogiditos de la mano y risueños. Otros desgraciados, se creerán que esta ficción del sol y del buen tiempo va a evitar el derrumbe de sus vidas. El año que viene, si nada lo remedia, los veré pasar con la misma impostura o, en el mejor de los casos, paseando con un acompañante distinto la misma mentira que pesean con el de ahora. Pues que Dios también les dé porculo, suponiendo que Dios no solo se dedique a dármelo a mí, que ya sería la polla consagrada, con perdón.

Bueno, el caso es que, como me he sacado la sillita a la terraza para que me dé el aire —que si no después mi omá dice que estoy muy paliducho y que tengo cara de enfermo—, he cogido un libro de Roger Wolfe, Días sin pan, para ahutentar el vómito al que me impulsa la contemplación. Pues nada, ahí van algunos poemas cogidos al azar. Espero que haya suerte y que el libro se abra por los que más resentimiento transmitan. Es lo que pega. Otro diita prometo colgar poemas más optimistas, incluso amorosos, para los que aún estéis con eso.


"Todo, nada."

Cuando todo son
malas noticias
o simplemente —y peor—
todo es una gigantesca
ausencia de noticias
hace falta algo
para sacar fuerzas
de donde no las hy
y seguir con la comedia.
El teléfono es Dios
que se ha callado.
El buzón se ha transformado
en papelera.
La gente
a la que alguna vez
hemos querido
es un recuerdo
que se pudo haber soñado.

Cualquier cosa puede servir
y nada sirve:
la muerte de alguien
que nos roce muy de cerca.
Una amenaza de desahucio
por impago de alquiler.
El diagnóstico de alguna
enfermedad, si no fatal
entretenida al menos.
Un ataque
de migraña.
Un tumulto histérico
en la calle.
Una vieja
comiéndose un plátano
en un banco,
bajo la lluvia.
Lo que sea
menos este asco incoloro
en que se pudre el corazón.
Bombeando
por pura incapacidad
para otra cosa.


"Odio"

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con el locutor deportivo
de la radio del vecino
esos domingos por la tarde.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con el macaco de uniforme
que sentencia —arma
al cinto— que el semáforo
no estaba en ámbar, sino en rojo.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con el cívico paleto
vestido de payaso
que te dice
que no se permiten perros
en el parque.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con la gente que choca contigo
por la calle
cuando vas cargado
con las bolsas de la compra
o un bidón de queroseno
para una estufa
que en cualquier caso
no funciona.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con los automovilistas
cuando pisas un paso de peatones
y aceleran.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con el neandertal en cuyas manos
alguien ha puesto
ese taladro de percusión.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
cuando le dejas un libro a alguien
y te lo devuelve en edición fascicular.

El odio es una edición crítica
de Góngora.

El odio son las campanas
de la iglesia
en mañanas de resaca.

El odio es la familia.

El odio es un cajero
que se niega a darte más billetes
por imposibilidad transitoria
de comunicación con la central.

El odio es una abogada
de oficio
aliándose con el representante
de la ley
a las ocho de la mañana
en una comisaría
mientras sufres un ataque
de hipotermia.

El odio es una úlcera
en un atasco.

El odio son las palomitas
en el cine.

El odio es un cenicero
atestado de cáscaras de pipa.

El odio es un teléfono.

El odio es preguntar por un teléfono
y que te digan que no hay.

El odio es una visita
no solicitada.

El odio es un flautista
aficionado.

El odio
en estado puro
es retroactivo
personal
e intransferible.

El odio es que un estúpido
no entienda
tu incomprensión,
tu estupidez.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con este poema
si tu pluma
valiera
su pistola.


"La avería"

Dar amor, lo sé,
pero no funciona.

Mostrar piedad, lo sé,
pero no funciona.

Eliminar el yo, lo sé,
pero no funciona.

Acabar con el deseo,
lo sé,
pero no funciona.

Poner
la otra mejilla,
lo sé,
pero no funciona.

Vivir el hoy (y no el mañana
ni el ayer), lo sé,
pero no funciona.

¿Qué hacer entonces?
No lo sé
Y no funciona.




domingo, 11 de abril de 2010

Popocatépetl.


Estábamos Jorge y yo en la fnac de Madrid, delante de la estantería de poesía extranjera. Jorge cogía al azar libros desconocidos por él, y yo me sorprendía al comprobar que la mano del niño, pese a los seis años y a la arbitrariedad, ya elegía algunos grandes nombres. Atrapó a Verlaine —aquel libro de la editorial Nórdica— y le enseñé algunos dibujos y le leí algunas palabras; seleccionó a Wordsworth y le dije que hay un poema suyo, "Intimations of Inmortality", que contiene un buen puñado de los versos más lujosos y más brillantemente mentirosos que jamás he leído:

"Pues aunque el resplandor que en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas,
aunque nada pueda hacer volver la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos, pues encontraremos
fuerza en el recuerdo,
en aquella primera simpatía
que habiendo sido una vez, habrá de ser por siempre,
en los consoladores pensamientos que brotaron
del humano sufrimiento
y en la fe que mira a través de la muerte,
y en los años, que traen consigo las ideas filosóficas."


Finalmente, Jorge cogió un librito fino, con sobrecubierta, de los Marginales de Tusquets —ay, esas tendencias que matan—, del que yo había leído una reseña unos días antes. Se trataba de El trueno más allá del Popocatépetl, un poemario de Malcolm Lowry recientemente traducido por Juan Luis Panero que, dicho sea de paso, traduce como quiere, inventando versos y palabras, y lo hace bien.

Ya puestos, compré también Bajo el volcán, una novela también de Lowry, de relaciones a tres y alcohólicos destruidos y destructivos a la que, a propósito, aún no le he hincado el diente más por miedo que por abulia lectora. No hay problema, vendrán tiempos de mayores soledades y sirocos —porque todo puede siempre ser mayor y peor— en los que esta novela consiga destruirme como Dios manda (en el Antiguo Testamento, por supuesto). A propósito, es la segunda novela, junto a Los detectives salvajes, de Bolaño, en la que el mezcal está presente. Ya arde mi gaznate esperando a ese suicida líquido.

Aquí van algunos poemas de Lowry, quien, a propósito, confundió, en México, merced al alcohol vida y obra viviendo una historia destructiva con su primera esposa. Ya sabéis, cosas que pasan.

"Por el placer de morir"

Duros son los tormentos del infierno
y las llamas de su terrible fuego,
sin embargo, los zopilotes volando contra el viento
son más hermosos que las gaviotas
planeando con la primera luz del sol,
o los abanicos moviéndose monótonos
en los asilos, tejiendo su destino de sueños,
una esperanza que jamás volará tan alto
como vuela el horror de vivir.
Si la muerte puede volar, sólo por el placer de volar,
¿qué no hará la vida por el placer de morir?


"Amanecer"

Sobrio cabalgo hacia el nuevo y salvado amanecer
firme la rienda en mi mano
—nuevas las herraduras, todo nuevo—
en la teatral y sonriente llanura.

Sin cincha ni freno, libre como el cielo
cabalga mi corcel en el día
y al cielo le canto mi canción:
Ah, cómo han pasado los años, qué perdidos parecen
y qué remotas mis viejas hazañas.

Pero, ¿de dónde han salido esos cactus,
esos perros salvajes, los espectros que me rodean?
Debo regresar hacia la tierra del atardecer
galopando, galopando, galopando
sobre ese implacable caballo enloquecido
cuyos ojos no tienen párpados
y cuyo nombre es Remordimiento.


"Oración por los borrachos"

Señor, da de beber a todos estos que ahora se levantan,
destrozados, farfullando palabras desde el centro del infierno,
mientras espían a través de las ventanas
la espantosa realidad del día que comienza.


"El miedo como única compañía"

Cómo empezó todo esto y por qué estoy aquí
en el rincón de este bar con su agrietada pintura marrón
—mezcal, coñac, cerveza—,
dos sucias escupideras y el miedo como única compañía:
miedo de la luz, de la primavera, de la enfermedad,
de los pájaros y de los autobuses con lejanos destinos,
de los estudiantes que van a la carreras
y de las muchachas saltando con el viento en sus caras.
Solo, sin más compañía que el miedo,
miedo de la fuente y sus flores:
todas las flores que el sol ilumina
son mis enemigas, todas
en estas horas muertas. ¿En estas horas muertas?


domingo, 21 de marzo de 2010

Ser Chandler.


"El aire estaba tan frío como las cenizas del amor" , P. Marlowe.


Hay días Chandler. Momentos, en esos días, verdaderamente Chandler. En ellos, te gustaría tener a mano un whisky y un Colt 45; una rubia despampanante, con los labios húmedos y la cabeza en tu regazo, y ser tan Chandler como para poder despreciarla; te gustaría que todos los piesplanos corruptos del lugar jugasen al cricket con tu mandíbula, y soportarlo, y sobrevivir, y ser tan hombre que consiguieras vengarte después con una bala en el estómago y una frase ingeniosa. Te gustaría tener un despacho con la antesala abierta —por si algún cliente llega de madrugada— y con un par de telarañas conocidas en el rincón; ser tan Chandler que los malos se sentasen a hablar contigo a pesar de que supieran que, antes o después, uno de los dos acabaría apuntando al otro; tan Chandler que todos tus valores cupiesen en el ancho de tu sombrero y, a pesar de ello o, quizás, precisamente por eso, tener ya más dignidad que todos los que te rodean. Te gustaría perder, pero no perder como pierdes ahora, sin recompensa, lustre o bondad, sino perder con una derrota muy cercana a la victoria callada, a la victoria segura de que algún día, en alguna época, alguien reconociera que, en el fondo, no habías sido del todo un perdedor. Hay días Chandler. Momentos, en esos días, verdaderamente Chandler. Y te puedo asegurar que cuando un tío se sienta a escribir un post o, incluso, cuando otro se dispone a leerlo, no nos encontramos, ni de lejos, ante uno de ellos. Chandler está en la calle, no en los ceros y unos de la cosa wifi, no en las referencias intertextuales ni en las conversaciones imaginarias en las que tus respuestas siempre son las adecuadas. Más vale que lo vayas admitiendo.

Dashiell Hammett y Raymond Chandler, ¿no? La novela negra y esas cosas. Detectives derrotados, apartados del brillo del triunfo, del sonido armónico que hacen las copas de cocktail vacías sobre las mesas llenas. Detectives que trabajan por veinte dólares al día, gastos incluidos, y que siguen trabajando aunque les hayan dibujado los senderos de las Rocosas en la cara. Y, sin embargo, ser Chandler, ser Philip Marlowe, tener sus agallas para enfrentarse a los malos, para ahogar el dolor en whisky a las diez de la mañana, para desayunarte con dos huevos duros y con una llamada del sargento Randall diciéndote que han encontrado el cadáver de Moose Malloy y que va ahora mismo para allá.

Sí, ya sé que la vida no es Adiós muñeca ni El sueño eterno. Pero los libros, merced a la mentira de la ficción —la única mentira, junto con el amor, que vale más que la verdad—, te ofrecen doscientas ochenta páginas para que te lo creas. Y tú, que has dejado escapar todos los trenes que esperaron demasiado tiempo en el andén a que subieras y que se marcharon cansados de ti, juegas a héroe y piensas que este no lo vas a peder, y abres el libro, y eres, por fin, Marlowe, y tienes que ponerte manos a la obra.

"ME TUMBÉ boca arriba en la cama de un hotel del puerto y esperé a que se hiciera de noche. Estaba en una habitación con un somier muy duro y un colchón sólo ligeramente más grueso que la manta de algodón que lo cubría. Debajo de mí había un muelle roto que se me clavaba en el lado izquierdo de la espalda. Pero seguí tumbado, permitiendo que me aguijoneara.

El reflejo de una luz roja de neón brillaba en el techo. Cuando tiñese de encarnado toda la habitación sería noche cerrada y habría llegado el momento de salir. En el exterior, los coches tocaban el claxon en una calle estrecha llamada «Vía rápida». Debajo de mi ventana se oía un ruido de pasos sobre la acera. Murmullos y exclamaciones iban y venían por el aire. A través de las contraventanas oxidadas se filtraba olor a grasa para freír que se había vuelto a utilizar muchas veces. Lejos, una de esas voces que se hace oír a gran distancia gritaba: «No se queden sin comer, amigos. Estupendos perritos calientes. No pasen hambre, amigos».

Empezó a anochecer. Me puse a pensar y mis ideas se movieron con algo semejante a un perezoso sigilo, como si las vigilaran ojos amargados y sádicos. Pensé en ojos muertos contemplando un cielo sin luna, con sangre negra en las comisuras de la boca que tenían debajo. Pensé en desagradabes ancianas golpeadas contra las esquinas de sus sucias camas hasta perder la vida. Pensé en un hombre de cabellos rubios que tenía miedo y no sabía bien de qué, que tenía la sensibilidad suficiente para saber que algo iba mal, pero que era demasiado vanidoso o demasiado torpe para imaginar qué era lo que iba mal. Pensé en hermosas mujeres con mucho dinero que eran accesibles. Pensé en simpáticas muchachas, esbeltas y curiosas, que vivían solas y que también eran accesibles, aunque de una manera distinta. Pensé en policías, tipos duros a los que se podía comprar, pero que no eran ni mucho menos malos del todo, como sucedía con Hemingway. En policías gordos y prósperos con una voz perfecta para la Cámara de Comercio, como el jefe Wax. En policías esbeltos, implacables e inteligentes como Randall, a quienes, pese a su agudeza y a su certera puntería, no les era posible hacer un buen trabajo de manera limpia. Pensé en gentes amargadas y maniáticas como Nulty que había renunciado a hacer cualquier cosa. Pensé en indios y en videntes y en médicos que vendían drogas."

Raymond Chandler, Adiós muñeca



sábado, 6 de marzo de 2010

Mujeres.

Mujeres, mi última de Bukowski, más concurrida que ninguna. Y, también, más desamparada.

“Me gustan los hombres desesperados, hombres con los dientes rotos y los destinos rotos. También me gustan las mujeres viles, las perras borrachas, con las medias caídas y arrugadas y las caras pringosas de maquillaje barato. Me gustan más los pervertidos que los santos. Me encuentro bien entre marginados porque soy un marginado. No me gustan las leyes, ni morales, religiones o reglas. No me gusta ser modelado por la sociedad."


"Ese es el problema con la bebida, pensé, mientras me servía un trago. Si ocurre algo malo, bebes para olvidarlo; si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; si no pasa nada, bebes para que pase algo."


"Cogí mi botella y me fui al dormitorio. Me quité los calzones y me eché en la cama. Nadie estaba en armonía. Le gente solo abraza a ciegas lo que se le pusiese delente: comunismo, comida natural, zen, surfing, ballet, hipnotismo, terapia de grupo, orgías, paseos en bicibleta, hierbas, catolicismo, adelgazamiento, viajes, psicodelia, vegetarianismo, la India, pintar, escribir, esculpir, componer, conducir, yoga, copular, apostar, beber, andar por ahí, yogur, helado, Beethoven, Bach, Buda, Cristo, jugo de zanahorias, suicidio, trajes hechos a mano, viajes en jet, Nueva York, y de repente todo ello se evaporaba y se perdía. La gente tenía que encontrar cosas que hacer mientras esperaba la muerte. Supongo que estaba bien poder elegir."

domingo, 21 de febrero de 2010

Dos en medio de nada (II).

La carretera, novela de Cormac McCarthy, es uno de esos libros que estoy muy orgulloso de haber descubierto. La primera vez que tuve noticias de él fue en uno de los chats semanales de Carlos Boyero, entonces todavía en El Mundo. Hablaba de la relación entre un padre y su hijo en un mundo postapocalíptico. Alguien le preguntaba si no creía que se podría hacer una buena adaptación de cine manga de ese libro y Boyero, pasando de la pregunta, glosó las virtdes de la novela. Eso fue enero de 2008 y —perdón por la autorreferencia— constituyó el tercer post de este blog. Desde entonces, la he recomendado y la he regalado mucho: Agustín la leyó en el hospital mientras su padre estaba enfermo, Juan la leyó en inglés, Alicia la leía las noches de Zamora mientras hacía guardia para que nuestros niños no se preñasen demasiado, Víctor en su-mi casa de La Antilla con unas entradas de Alberto guardadas en el libro (¿o era al revés?), Leo la eligió como regalo tras el trabajo veraniego en la librería de su tío, Eugenia se emocionó con los vale del niño, a Gotzon se lo regalé el pasado verano porque le parecía literatura de aeropuertos y siempre había tenido reticencias... Yo lo leí en casa, hace ya dos años, mirad si ha pasado el tiempo. Lo compré para la biblioteca del instituto, de ahí lo leyó también Encarna y, espero, alguna gente más. Y, como siempre sucede, me quedé sin mi ejemplar porque —y no es la primera vez que lo digo aquí— lo más digno que se puede hacer con un libro, además de leerlo, es robarlo.

Llevar La carretera al cine es difícil. Es una novela en la que no pasa demasiado, sólo un padre y su hijo que se dirigen al sur, al mar, y que intentan mantener el fuego. No, no es poca cosa, desde luego, pero ya sabéis qué quiero decir. Carmen me mandó un mensaje hace un par de sábados de madrugada y me dijo que la fotografía le había encantado, a Rocío también le gustó, Alberto y Víctor fueron a verla juntos —como niños buenos— y venían satisfechos. A mí me tocó el turno ayer. El viernes les había hablado a mis alumnos de primero a sobre el libro y sobre la peli a propósito de una foto de Vigo Mortensen que aparece en nuestro libro. A Laura no le resultaba muy guapo —"hombre, aquí no sale muy bien", dijo—, a María y a mí, en cambio, nos encantaba, Natalia dijo que creía que pasaban la película en los cines de Lepe, Alberto usó su inglés macarrónico para llamarla derroad, y Stefan concluyó afirmando "el invierno nuclear".

En fin, nombres, vivencias y tiempo en torno a un libro, a una película. Una de las mejores formas de comunicarse. Y de mantener el fuego, claro.




Si no podéis ir al cine, pinchad aquí.

viernes, 12 de febrero de 2010

Crepúsculo en Polonia.

Esta luz crepuscular del mediodía y estos cinco grados de sutura. Viernes nonato que concluye antes de nacer, o viernes neonato redivivo tras la muerte imperiosa. Pies fríos que se calientan con versos de papel. En el labio de arriba, todo el sistema consonántico. En el de abajo, el lento recorrido por los grados de la apertura hecha vocal. La lengua, conjugando uniones imposibles. Porque las vocales y las consonantes hay veces que no se avienen al ayuntamiento. Y sales torpe del encuentro, débil, sintiéndote inútil como la larga espera del hombre del campo ante la Ley. Y comprendes —como comprendió él antes de morir— que tu Ley de hoy es el silencio, ese silencio de viento atlántico, que trae nubarrones y limpieza desde Isla Cristina. Comprendes que tus huellas de hoy no se quedarán marcadas en la arena. Que la lluvia no va a respetar las propiedades físicas, y, otra vez, un líquido volverá a traspasarte a ti, tan sólido. Comprendes, por fin, que la única salida es comer la sombra de un adjetivo sobre el papel, la débil luz que emana del sustantivo medio sepultado por el peso de la página, el tibio movimiento de un verbo que, un día, creyó poder volar. Y así, amigo mío, sólo así quizás vuelvas a creer en la ilusión de poder conjurar el tiempo y la distancia, y pensar que ni tú eres tú ni tu casa es ya tu casa.

Lo leí en El País el extinto año dosmilnueve. Szymborska publicaba un nuevo libro. Aquí, su título. Un par de poemas acompañaban la noticia. La remití a algunas personas, para comentarla más adelante. Recordé la antología verde —¿era verde?— de Hiperión. No sé por qué, pero también recordé a Zagajewski, aquella edición de Pre-textos. Poesía, toda, crepuscular. Hice votos —yo, Sancho Panza estudiante de bachillerato— de comprar las dos, porque me he quedado, como me ha ocurrido con tantas cosas, sin ellas. Aquí fue fácil: las novedades de la fnac en materia poética alcanzan a un par de ejemplares. Yo me llevé el mío. La edición de Zagajewski, tan difícil de encontrar ya, me la regaló una lluvia oportuna en la casa del libro. La antología de Szymborska, en una preciosa edición de Lumen, la de las tapas marrones, me vino de oriente. También recordé a Ángel González, Otoño y otras luces o Nada grave (lo que queda —tan poco ya— sería suficiente, si durase).

Hoy, mientras mis alumnos trataban de hacerme ver —o de engañarme, qué más da— que sí habían leído El jugador, seleccionaba poemas de Szymborska para este post. Cinco poemas. Cosas del mundo, de este mundo. Gente. El tiempo. Clavos ardiendo. Clavos que dejaron de arder. Un cuadro, una música. El tiempo, otra vez. Los que fuimos, los que somos. La nada que seremos. Los otros, los distintos... tan iguales. No sé, son sólo cinco poemas, y esto está durando demasiado.


Adolescente

¿Yo, adolescente?
Si de repente, aquí, ahora, se plantara ante mí,
¿tendría que saludarla como a una persona próxima,
a pesar de que es para mí extraña y lejana?

¿Soltar una lágrima, besarla en la frente
por el mero hecho
de que tenemos la misma fecha de nacimiento?

Hay tantas diferencias entre nosotros
que probablemene sólo los huesos son los mismos,
la bóveda del cráneo, las cuencas de los ojos.

Porque ya sus ojos son como un poco más grandes,
sus pestañas más largas, su estatua mayor
y todo el cuerpo recubierto de una piel
ceñida y tersa, sin defectos.

Nos unen, es cierto, familiares y conocidos
pero casi todos están vivos en su mundo,
y en el mío prácticamente nadie
de ese círculo común.

Somos tan diferentes,
pensamos y decimos cosas tan distintas.
Ella sabe poco,
pero con una obstinación digna de mejores causas.
Yo sé mucho más,
pero, a cambio, sin ninguna seguridad.

Me muestra unos poemas
escritos con una letra cuidada, clara,
que no tengo ya desde hace tiempo.

Leo y leo esos poemas.
A lo mejor este de aquí,
si lo acortáramos,
y lo corrigiéramos en un par de lugares.
El resto no augura nada bueno.

La conversación no fluye.
En su pobre reloj
el tiempo es barato e impreciso.
En el mío mucho más caro y exacto.

Al despedirnos nada, una especia de sonrisa
y ninguna emoción.

Sólo cuando desaparece
y olvida con las prisas la bufanda.

Una bufanda de pura lana virgen,
a rayas de colores,
hecha a ganchillo
por nuestra madre para ella.

Todavía la conservo.


Terroristas

Se pasan los días pensando
cómo matar por matar,
y a cuántos matar para matar muchos.
Fuera de eso comen con apetito,
rezan, se lavan los pies, dan de comer a los pájaros,
hablan por teléfono rascándose el sobaco,
se detienen la sangre cuando se cortan el dedo,
si son mujeres compran compresas,
sombra de ojos, flores para los floreros,
todos bromean un poco cuando están de humor,
beben zumo de naranja sacado de la nevera,
por la noche miran la luna y las estrellas,
se ponen los auriculares con música tranquila
y duermen apaciblemente hasta el amanecer
-a menos de que eso en lo que piensan tengan que hacerlo de noche.


No lectura

A las obras de Proust
no les añaden en la librería un mando a distancia,
no podemos cambiar
a un partido de fútbol
o a un concurso donde ganar un volvo.

Vivimos más,
pero menos precisos
y con frases cortas.

Viajamos más rápido, más a menudo, más lejos,
aunque en lugar de recuerdos volvemos con fotos.
Aquí yo con un tío.
Aquel creo que es mi ex.
Aquí todos en pelotas,
así que seguramente es una playa.

Siete tomos: piedad.
¿No se podría resumir, abreviar,
o mejor mostras en imágnees todo eso?
Una vez pasaron una serie que se titulaba La muñeca
pero mi cuñada dice que era de otro que también empezaba por P.

Además, seamos sinceros, quién es ése.
Al parecer escribió en la cama un montón de años.
Página tras página,
a una velocidad limitada.
Y nosotros con la quinta puesta
y —toquemos madera— saludables.


Ella Fitzgerld en el cielo

Le rezaba a Dios,
le rezaba ardientemente,
para que hiciera de ella
una feliz chiquilla blanca.
Y si ya es tarde para esos cambios,
pues al menos, Mi Señor, mira cuánto peso
y quita de aquí como poco la mitad.
Pero el misericordioso Dios dijo No.
Simplemente puso la mano en su corazón,
le miró la garganta, le acarició la cabeza.
Y cuando todo haya pasado —añadió—,
me llenarás de júbilo viniendo a mí,
mi alegría negra, mi tonel cantarín.



Vermeer

Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
la leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo
el fin del mundo.



viernes, 29 de enero de 2010

Larga vida a Salinger.

A veces suceden estas casualidades. Cuando en agosto releía El guardián entre el centeno por esas tierras francesas de Dios, pensaba que, si este año impartía clases en 1º de Bachillerato, les propondría —es un decir— a mis alumnos que leyeran este libro. Creía que les podría gustar, que Holden Caulfield era un personaje interesante con el que, en algún aspecto, podrían sentirse identificados. Después de que leyeran el libro, hubo opiniones para todos los gustos. Me quedo, sin embargo, con unos cuantos comentarios de algunos alumnos que me confesaron que, en efecto, les había encantado el libro.

Y ayer —por eso hablaba de casualidades al principio—, murió J. D. Salinger. Un tipo extraño, desde luego. Hoy la prensa ha amanecido con obituarios, análisis más o menos sesudos, referencias sacadas de la wikipedia sobre Salinger... Está bien, no pasa nada. En El Mundo, dicen:

NO CONCEDÍA entrevistas. Vivía recluido en su casa, guardiana y defensora de su idolatrada intimidad, y sólo quería escribir. La figura de J. D. Salinger se apagó con un áurea de misterio muy grande, que el autor de 'El guardián entre el centeno' se encargó de construir prácticamente toda su vida.

En El País también hablan sobre Salinger:

J. D. SALINGER no era un escritor sino una religión. Es lo mejor y lo peor que puede decirse del autor de El guardián entre el centeno, un libro que desde su aparición en 1951 convirtió a legiones de lectores en posesivos devotos de un misterio, el de sus personajes y el suyo mismo. ¿Quién era Jerome David Salinger? ¿Quién era ese tipo convertido en profeta de ese doloroso tránsito llamado adolescencia? En la investigación que Ian Hamilton emprendió en 1983 y que se convirtió en una cruzada del escritor para evitar airear cualquier dato sobre su vida, el biógrafo convirtió el célebre y elocuente silencio de Salinger en respuesta.

Rosa me manda un mensaje y me dice que en El ojo crítico, un programa de RNE, ayer hablaron sobre Salinger. Lo escucho mientras escribo esto (minuto 11:50).

Ha muerto J.D. Salinger, autor de "El guardián entre el centeno" (El Ojo Crítico)


Incluso en El Mundo publican el primer capítulo de El guardián entre el centeno. Y eso es lo más interesante de Salinger. Leer, leerlo. La novela entera, por ejemplo. O sus relatos. Mañana, si puedo, me los compro.

Larga vida a Salinger.


sábado, 23 de enero de 2010

Ezequiel 25:17.

"EL CAMINO del hombre recto está por todos lados rodeado por la injusticia de los egoístas y la tiranía de los hombres malos. Bendito sea aquel Pastor que, en nombre de la caridad y de la buena voluntad, saque a los débiles del Valle de la Oscuridad. Porque él es el verdadero guardián de su hermano y el descubridor de los niños perdidos. ¡Y os aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquellos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanos! ¡Y tú sabrás que mi nombre es Yahvé cuando caiga mi venganza sobre ti!" Ezequiel 25:17.




Entonces ya comenzaba yo a comportarme como un inadaptado, yendo solo al cine y peleado con el mundo que conocía. Ignoraba por aquellos años, pese a que creyera saberlo todo —ay, la cándida estupidez de los que un día fuimos niños—, las cicatrices que eso dejaba, deja. Creía que algún año más cercano que distante iba a ser el mío y, a partir de ese momento, las cosas cambiarían. Para mejor, claro. Hoy, igualmente estúpido pero con la inocencia arrojada entre bilis y asco de mí mismo, me limito a purgar fantasmas irónicamente con versos que recogen desengaño y nada: "Eso —te dices—, tú sigue así, esperando que te llegue tu momento. Que ya verás cuando te des cuenta."

Pero no es esto de lo que os quiero hablar hoy. La cosa va de cine. De cine y narración. Este viernes, mientras conducía de Lepe a Arcos para llevar el coche al taller y pagar con buena cara —encima da uno las gracias—doscientos euros por un par de ruedas, pensaba en mis queridos alumnos de primero de Bachillerato y en lo que habíamos visto en clase los últimos días: tipologías textuales, texto narrativo et alii. Pansaba en el tiempo narrativo, en la linealidad, en el flash-back (recordad, niños, el capítulo del miedo a volar de Marge Simpson), en el flash-forward (ídem para un capítulo cualquiera de CSI), y en cómo mostrarles claramente que en la narrativa moderna los juegos temporales son muy normales, y que, además, esos juegos tienen como objetivo en muchos casos mostrar la fragmentación de la vida actual y el desquiciamiento del personal. Por si esto fuera poco, pensaba en uno de los constituyentes básicos del texto narrativo, el personaje, y en que es también moneda de cambio habitual de la narrativa moderna crear personajes múltiples, colectivos, o crear textos en los que aparezca un gran número de personajes cuyas historias o vivencias se mezclen, se confundan. Por si hay algún purista por ahí, que de todo hay en la viña del Señor, soy consciente de que estos juegos se han hecho de toda la vida de Dios, pero cuando hablo de narrativa moderna me refiero a nuevas formas de afrontar el hecho narrativo, estén los textos escritos en el siglo XVII (el Quijote, ni más ni menos) o en el siglo XXI.

En fin, que todo esto pensaba yo —sí, tenéis toda la razón, ¡vaya vida miserable debe llevar este tipo para pensar un viernes recién salido del trabajo en estas cosas!... os remito al segundo párrafo— cuando se me ocurrió Pulp Fiction, película imprescindible de Quentin Tarantino, como muestra perfecta para comprender, más allá de mis explicaciones insuficientes, la maravilla del arte de contar. Saltos en el tiempo, diálogos vibrantes, personajes cuyas vidas se cruzan, se mezclan, se separan, acción, tiros, sangre, palabrotas, una banda sonora para llevarse al fin del mundo... Joder, tíos, ¿qué coño hacéis leyendo esto en lugar de pinchar más abajo y comenzar a ver la peli?


Así pues, queridos míos, quien se sienta preparado puede reclinar su asiento, desabrocharse el cinturón, abrir bien los ojos y alucinar con esta peli. Pinchad aquí, hombres y mujeres de Dios, para verla... y no se lo contéis a nadie.



Nota a pie de página: hay un capítulo de Los Simpsons en el que se parodia una escena de Pulp Fiction. Mirad, mirad..., ¿lo recordáis?


sábado, 16 de enero de 2010

Sangre para olvidar.

En la última escena, cuando ya el Novio y Leonardo se han dado lo suyo a navajazo limpio, la Novia llega con las dos manos ensangrentadas —tampoco hay que ser el mejor hermeneuta del mundo para darse cuenta de que la sangre de cada mano pertenenece a cada uno de sus dos hombres—, pero muy ensangrentadas tipo peli gore, y se arrodilla allí delante de la Madre y le suelta algunas de las mejores líneas de la obra (ah, a propósito, estoy hablando de Bodas de sangre, de Lorca, nuevo montaje en el que han colaborado el CAT —Centro Andaluz de Teatro— y el CDN —Centro Drámatico Nacional— y que se puede ver hasta el día 31 de enero en el Teatro Central, en Sevilla):

¡PORQUE yo me fui con el otro, me fui! (Con angustia) Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!; yo no quería, ¡óyelo bien!. Yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos!




Pero, claro, para entonces ya la obra estaba perdida. Perdida por muchas causas: por la dicción de los actores, que oscilaba entre la pronunciación de las eses implosivas o su aspiración, entre la aspiración de la velar fricativa sorda (vulgo jota) y su aspiración, perdida porque los actores —y esto es marca de la casa del CAT, ya les vale— telegrafían los movimientos tipo sheriff del Oeste (las manos semiabiertas a la altura de las caderas) y sobreactúan cada palabra para dotarla de una supuesta intensidad sin tener en cuenta que el efecto conseguido es justamente el contrario... A esto hay que añadir dos borrachos (sic) sentados en la fila de delante y toda una caterva de alumnos de 2º de Bachillerato oligofrénicos más preocupados en meter bulla que en prestar atención. Por si alguien no se ha coscado hasta ahora, no, no me gustó nada el montaje (nota: ¿cuándo vamos a superar las escenografías basadas en paredes móviles? Joder, desde una Celestina que vi siendo mocito se lleva utilizando eso... ¡hay que innovar!). Claro, que siempre será mejor ver esto que absorber los despapuchos de Juanito el Golosina (resic) en uno de los cubos de basura de la tiví.

Otra cosa es el texto de Bodas de sangre. Ahí ya la cosa cambia. Es Lorca, para bien y para mal. Con sus lunas y sus simbolismos no sé si simples o demasiado manidos ya, pero también con su apelación a lo más profundo —primitivo también— de nosotros mismos: la esencia de la tragedia. Me siguen poniendo un nudo en la garganta estas palabras de la Madre a propósito de los hijos, de cuánto cuesta criarlos y de cuánto duele que mueran:

PADRE: Lo que yo quisiera es que esto [que su hija y el Novio tengan descendencia] fuera cosa de un día. Que en seguida tuvieran dos o tres hombres.

Madre: Pero no es así. Se tarda mucho. Por eso es tan terrible ver la sangre de una derramada por el suelo. Una fuente que corre un minuto y a nosotros nos ha costado años. Cuando yo llegué a ver a mi hijo, estaba tumbado en mitad de la calle. Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por ella.


Hay una versión cinematográfica de Bodas de sangre dirigida por Carlos Saura y protagonizada por Antonio Canales y Cristina Hoyos. Os dejo el tráiler, a ver qué os parece.




Y lo mejor de todo, sin duda. El texto completo de Bodas de sangre.