domingo, 27 de febrero de 2011

Ensuciándose.


Con algunos ocurre como con los sobrinos pequeños. Incondicionalidad. A estas alturas, ya sé que en el arte la tiflosis suele llevar a parafilias difícilmente explicables. Redefinamos, entonces, "incondicionalidad". Hasta que dure, como el amor. O hasta que los discos sean infumables. La zona sucia, de Nacho Vegas, no es, ni de lejos, uno de esos. Diez temas, el estreno de un nuevo sello (Marxophone) y una presentación no tan cuidada como en otras ocasiones. Los dos últimos cortes, prescindibles. Y, a partir de ahí, dispónganse a gastar el botón repeat de su reproductor: este disco no se puede dejar de escuchar.

Una y otra vez. Por la noche asaltan versos, es la semana grande de la crueldad, y en nuestro honor celebran una fiesta. Mientras el microondas calienta la comida precocinada (fideuá de carrefour), cuando no es posible ser feliz y te asustas como un animal. Antes de meterte en la ducha, cuando te griten con rabia que tu amor entero fue una estafa. Después de colgar el teléfono, dile, amor, dile que el que ahora te alivia soy yo. O mientras un flash negativiza el recuerdo, ahora ni el cielo te asiste y no hay nadie desviviéndose por ti.

Es la tercera vez que escribo sobre Nacho Vegas en este blog. La primera fue a propósito de Lucas 15, un disco en el que recogía mucha literatura tradicional asturiana. La segunda, tras la publicación de El manifiesto desastre, su disco anterior. Todo lo que hace este tipo frágil, supuestamente introvertido, esquivo, acaba llegándome antes o después. He leído en entrevistas —tan dadas todas al biografismo— que este disco nace de su ruptura con Christina Rosenvinge. Dicen que en el primer single, "La gran broma final", se pueden rastrear versos en los que la separación es palpable. A mí me importa poco con quien esté o deje de estar este tío. Tampoco me importa si la ruptura está en la génesis de la canción o en su conclusión. Solo me importa esto:



O esto. "Taberneros". De esas lentas que se van inyectando poco a poco. La primera vez, no entiendes nada, parece susurrar. Después, le vas cogiendo alguna palabra. Sin sentido aún. Cuando eres capaz de cogerle toda la letra, te perdiste, porque es entonces cuando la canción te ha cogido a ti. Y eres consciente de que se queda, aunque hable, precisamente, de lejanías, como todas, como siempre.

domingo, 20 de febrero de 2011

¡Ay, Los Ángeles!


"¡Dame algo tuyo, Los Ángeles! Ven a mí tal y como yo voy hacia ti, con los pies en tus calles, ciudad preciosa a la que tanto amo, flor triste enterrada en la arena, ciudad preciosa."

Antes o después tenía que llegar. De Bukowski a John Fante. De La senda del perdedor a Pregúntale al polvo. En realidad, es el camino inverso, cronológicamente hablando. Pero si a partir de Einstein uno puede preguntar qué hora es y recibir como respuesta "3 kilómetros", tampoco nos vamos a llevar las manos a la cabeza por leer primero a uno y luego a otro. Compré hace un par de semanas las dos primeras novelas de la tetralogía de Arturo Bandini, italoamericano afincado en Los Ángeles con aspiraciones de escritor, álter ego de John Fante. La primera, Espera a la primavera, Bandini, aún está por leer. La segunda, Pregúntale al polvo, acaba de morir.

La pensión de Bunker Hill, una habitación en el sexto piso a la que, en realidad, se accede a través de la ventana a la misma altura de la colina, la alimentación exigua —las naranjas pudriéndose debajo de la cama de Arturo— fiada por un frutero japonés, la sensación de soledad mientras pisa el asfalto de Los Ángeles, el alcohol, "El perrito que ríe" —Bandini llegando a la ciudad con una maleta de cartón en la que hay quince ejemplares de la revista donde apareció el relato del perrito—, Hackmuth —el editor ante cuya fotografía reza y llora Arturo—, Vera Rivken —decadencia física necesitada de amor—, el Columbia Buffet y, allí adentro, Camila, princesa maya, amor y oido, ley marcial.

"Le miré los pies. Se dio cuenta de que pasaba algo y advertí su distanciamiento. Me dominó entonces una sensación de bondad, de frescura, de remozamiento, como si me cubriera una piel nueva. Le hablé con mucha calma.
—Las sandalias que calzas, ¿es necesario que las lleves, Camila? ¿Tienes que subrayar hasta ese extremo que siempre has sido y serás una sudaca asquerosa y grasienta?
Me miró horrorizada, con la boca abierta. Unió las manos, se las llevó a los labios y entró corriendo en el bar. Alcancé a oír sus quejidos: oh, oh, oh.
Enderecé la espalda y me alejé contoneándome, silbando de satisfacción. En el arroyo de la calle, junto al bordillo, vi una colilla de buen tamaño. No tuve empacho en cogerla, la encendí con un pie metido aún en el arroyo, aspiré el humo y lo expulsé hacia las estrellas.
Yo era americano y me sentía orgullosísimo de ello, hasta los caireles. La gran ciudad en que estaba, el asfalto poderoso que me sostenía y los edificios soberbios que me cobijaban eran la expresión de mi América. De entre la arena y los cactos los americanos habíamos sabido levantar un imperio. La raza de Camila había tenido su oportunidad. Y la había desaprovechado. Los americanos lo habíamos conseguido. Gracias, Dios mío, por la patria que me has dado. Gracias, Dios mío, por haberme hecho nacer en América."

Creo que los manuales de literatura llaman a estas historias novelas de aprendizaje, y es habitual hablar de la vida como camino, de los orígenes humildes del protagonista, de la progresiva pérdida de la inocencia que implica el aprendizaje hasta lograr el éxito social y rollos de ese tipo estilo Lazarillo de Tormes. En Pregúntale al polvo, claro, hay eso. Pero esa etiqueta no puede mostrar —son las carencias de toda reducción— la punzada de dolor ni el aliento sucio, la soledad de Arturo ni su ilusión fugaz y, por ello, muy verdadera, su inocencia de niño y el daño que es capaz de causar, la interrupción de la causalidad-finalidad en la vida, en las novelas, porque siempre, al fondo o en primer plano, hay muerte, siempre muerte.

"Me escruté, noté que los dedos interiores me palpaban y rebuscaban, pero sin alcanzar del todo lo que me molestaba en los penetrales. De pronto me sobrevino como una tormenta eléctrica, como la muerte y la destrucción. Me levanté del taburete y me alejé del mostrador lleno de miedo y anduve a buen paso por el camino de tablas, cruzándome con personas que se me antojaron extrañas y fantasmagóricas: el mundo me parecía una fábula mítica, un plano transparente, y todos los seres que lo habitaban estaban en él solamente unos instantes; todos nosotros, Bandini, Hackmuth, Camila, Vera, todos nosotros estábamos en él solamente unos instantes, transcurridos los cuales aparecíamos en otro lugar; y no estábamos vivos de manera definitiva, nos acercábamos a la vida, pero no acabábamos de poseerla. Nos vamos a morir. Todos nos íbamos a morir. Hasta tú, Arturo, hasta tú tienes que morir."

Y, mientras llega, todo lo demás. En dosis grandes. Contradictoriamente. Una de las causas, como decía Wolfe, puede ser el aburrimiento. Pero no la única.

"El asco, el terror y la humillación se me retorcieron en las tripas y no me moví. Me pegué a ella, pegué la frialdad de mi boca a la calidez de la suya, forcejeó conmigo para escapar y quedé abrazado a ella, con la cara hundida en su hombro, con vergüenza de que me la viese. Mientras se revolvía me di cuenta de que su desprecio se transformaba en odio, y fue entonces cuando la deseé, la abracé, le supliqué, mi deseo crecía con cada manifestación violenta de su cólera, me sentí contento, tres hurras por Arturo, me dije, placer y violencia, la violencia del placer, la sensación deleitosa del instante, la autosatisfacción extasiante, el júbilo de saber que podía poseerla si quería. Pero no quería, ya había disfrutado de mi dosis de amor. El poder y la gloria de Arturo Bandini me habían deslumbrado. La solté, le quité la mano de la boca y salté de la cama."

domingo, 13 de febrero de 2011

Maldito a los 20.

Los estragos de una noche hablando de poesía son claros y están bien descritos en los manuales: a la mañana siguiente, quieres seguir hablando de poesía. Pero ya hay luz —amenaza lluvia, según nos han venido diciendo los hombres del tiempo toda la semana—, no todos los gatos son pardos ya, El perro andaluz está cerrado a estas horas y ninguna colgada se va sentar a tu lado para confirmarte que, en efecto, está colgada. Además, hace frío en el salón, tengo que volver esta tarde al exilio y, como diría Max, estoy masticando ortigas desde que me desperté. ¿Cuál es la alternativa? Vaya por delante que no hay cuerpo hirviente en el que sumergirse ni tan siquiera compañía a la que contar la última calvatruenada de ayer. Así que, en efecto, lo has acertado: más poesía.

A Félix Francisco Casanova lo conocí en un programa de Radio 3 el año pasado, mientras conducía. Lo vendieron bien, desde luego. Reconozco que es muy fácil venderlo bien. Hablaban de sus poemas, de su precocidad en la cosa, de una novela con título inquietante, El don de Vorace, y, por supuesto, insistían continuamente en que murió con veinte años, en llamarlo "el Rimbaud canario", "el verdadero maldito de la literatura española" y cosas de esa guisa. Él, desde luego, poca culpa tiene de eso. Uno vive lo que puede o lo que le dejan, hace lo que se le ocurre mientras tanto y, después, tienes suerte si el usufructo de tus despojos cae en buenas manos, incluso en buenas bocas.

El viernes, además de comprar dos libros de John Fante, también cogí una antología de Casanova publicada en la editorial Demipage, Cuarenta contra el agua. Pruebas irrefutables de que la editorial quiere, como mínimo, recuperar lo invertido y de que a este poeta es fácil venderlo bien son las citas que trufan la contraportada del libro. Las hay de todos los colores y de todos los nombres. No me resisto a mostrar una de Juan Cruz —Víctor cuenta un chiste muy gracioso a propósito de dos aviones que se cruzan y Juan Cruz, pero yo no tengo gracia para contar chistes—: «¿Una promesa? Mucho más que eso: era el aire posado de una literatura insólita que llevaba hasta en los ojos.» En otra Molina Foix lo relaciona con Nick Drake y se va comprendiendo ya que no se trata, precisamente, de gente milikesca, sino de personas tristes y depresivas, que es como tienen que ser los poetas. Como dice la wikipedia, "según la versión oficial, su muerte se debió a un escape de gas mientras se bañana en su domicilio".

¿Y los poemas? Pues poemas muy buenos de un autor atormentado de veinte años. Es importante tener en cuenta estas dos características. La tormenta es de manual y los veinte años, también. Es de suponer que lo segundo se le habría curado con el tiempo. Lamentablemente, no lo tuvo.

En definitiva, incluso para los malditos —en esta nómina caben todas las calidades— es difícil abstraerse del peso de lo poético. ¿Quién lo hará?


Si nos destrozamos en una pesadilla
que no tenga ni pies ni cabeza
y con el corazón dando tumbos sobre las piedras
me obligas a llorar por ti,
a recoger las vísceras que dejas por el camino,
es entonces cuando me echo a dormir
a tomarte en algún sueño,
pero surge otra pesadilla
que tiene pies y cabeza,
algo así como la vida,
y es ahí donde acabas
de destrozarme.


A veces, cuando la noche me aprisiona
suelo sentarme frente a una cabina telefónica
y contemplo las bocas que hablan
para lejanos oídos.
Y cuando el hielo de la soledad
me ha desvenado, los barrenderos moros
canturrean tristemente
y las estrellas ocupan su lugar,
yo acaricio el teléfono
y le susurro sin usar monedas.


Suelo quedar dormido
mirando la luz de una vela,
en mis sueños la llama incendia la noche
que cae como el telón al final de una tragedia,
el fuego sigue creciendo como un niño interminable,
en el sótano perecen los fantasmas olvidados
y en las calles sin salida
mis amigos se agolpan temblorosos.
Esa música crujiente
que avanza como un ejército de muertos,
el viento inflamable que destroza las estaciones
como la coz de un caballo en libertad,
así de fuerte es mi venganza,
así me ahorco con la soga del campanario
para que os persiga la música de metal
que mata.
Y nunca más haréis el amor
ni oleréis ese manjar que es el agua.
Pero cuando el tren del sueño
se detiene, es imposible describir
la tristeza que retorna a mis ojos,
testigos ridículos de ese trozo
de cera que se está consumiendo.

viernes, 4 de febrero de 2011

Pixelados.


La amistad —o algunos de sus sucedáneos— tiene estas cosas. La palabra "nocilla" es demasiado golosa, literariamente hablando, como para no quedarse con ella en el oído. Así que me sonaba el título. Víctor leyó Nocilla Experience. El otro día, Juanlu, con sus virus a cuestas, me habló de otros libros de Agustín Fernández Mallo y me dio a elegir entre dos. El que me quedé —no sé si era regalo a tiempo parcial o indefinido— se titula Carne de píxel. Ahora es fácil decir que la metáfora, eso del mundo "pixelado", es buena, evidente. Pero, claro, se te tiene que ocurrir. Y se le ocurrió a él primero.

En un par de pizarras, en el salón, Juan tiene el esbozo de su concepción de objeto poético. Probablemente me equivoque en los términos. Me habló de procesos de creación. Yo le enseñé mi libreta de Hamlet. Discutimos sobre el origen, el motiv, según dice, de nuevo, el todopoderoso libro de Literatura Universal de los nenes. Cómo se origina el poema. Una pavesa inicial, pensé. El poema, como el fuego, está en esencia ahí. Su éxito depende de que prenda. Para ello, imagino, serán necesarias las condiciones óptimas de humedad, presión, ángulo y otros términos. Su idea, mostrarlo todo. La ciencia, me dijo. La ciencia, le dije. Recordé que en los apuntes dice que los parnasianos también hacen eso. Recurrir al objetivismo científico para alejarse del sentimentalismo romántico. Al que todos tendemos. Esa es una verdad irrefutable.

Carne de pixel. Poesía de la que no se enseña. Víctor lo decía también en un post hace unos días. Valen Machado, Juan Ramón, Cernuda, todos esos. Son los clásicos, qué decir. Pero hay más. A lo mejor funcionan.

lo más difícil de narrar siempre es el presente. Su instantaneidad no admite proyecciones, fantasías, desenfoques. Yo no sé si todo aquello existió porque no sé si existe. No sé si son ciertas tus manos [aunque sí sé que verosímiles] bajo la lluvia, y tus ojos como Polaroids [irrepetibles y mostrando más de lo previsto]. Llorabas. Llovía. Quién deja a quién si todos andamos diferidos de nosotros mismos, dejando atrás lo que entendemos para no entender lo insoportable: que cada cual es uno y además no numerable, que vendrán otras, que vendrán otros, que asusta pensar hasta qué punto todos somos inter cambiables. Sé que no podré olvidar cuanto vi en tus ojos: el aire ionizado sobre nuestras cabezas, tus manos apretadas [no sé exactamente qué visión pretendían re futar]. Puede que fuera yo quien lloraba, puede que fuera en mí donde llovía. Puede que aún me estés besando, o que aquel martes [por decir un día] jamás haya existido.


cincunvalamos la ciudad. Aunque ya era mayo, hacía frío, llovía. Que el mundo es un lugar horrible, escribió Sábato en El Túnel, es una verdad que no necesita demostración. Entonces, me digo, por qué persistimos en demostrarlo. Lo llamaré pixelado nº4.


recordar un hecho real dentro de un sueño equivale a dotarlo aún más de la realidad: dos límites lo acotan: anochece y amanece. El abrazo mientras dormías para llevar tú mi mano hacia tu pecho con tibia [no sé cómo expresarlo] ensoñación no soporta tal exceso de realidad y en mitad de la noche me despierto.