jueves, 29 de diciembre de 2011

La distancia exacta.

El primer recuerdo que tengo de Enrique García es una mirada desconfiada y una pregunta directa, "¿Qué poesía lees tú?". La desconfianza, por supuesto, estaba perfectamente justificada. Yo era un niño que aún no había leído nada o casi nada y no tuve otra ocurrencia que decirle que me gustaban los versitos. Creo que, nervioso, atiné a responder que me gustaba Ángel González, y creo también que hubo un atisbo de decepción en sus ojos.

Enrique es tío de mi amigo Joaquín, un compinche de la mocedad que ahora anda por Osuna matasaneando e intentando biencriar a un diablillo de unos cuantos meses. Dios les dé paciencia y tino al padre, a la madre, al niño e incluso al espíritu santo. Precisamente en la boda de Joaquín, hace unos cuantos años, me volví a encontrar a Enrique. Me tocó hablar en la ceremonia —¡qué cosas no se harán por un amigo!— y, al terminar la cosa, Enrique, que me había reconocido, se me acercó y me dijo, tan lacónico como siempre, que se me notaban las horas de pupitre. Sonreí y mantuvimos una charla agradable y cercana sobre la profesión y sobre otros avatares literarios.

Además de ser tío de un amigo y profesor de literatura, dos cosas la mar de importantes, desde luego, Enrique García es también poeta. De aquellos años guardo en casa Primer Libro de Emblemas (Llibros del Pexe, 1995) y hace un par de meses le robé a Joaquín —aunque él cree que me lo ha prestado— La distancia exacta (Ediciones Trea, 2004). Enrique es hombre de escritura lenta y meditada, rítmica, demorada. Me aventuraría a decir que prefiere el silencio a rubricar con su nombre una letra o un poema de más. Esa característica hace que, cuando escribe, lo escrito porte el peso y la calidad de lo largamente meditado. Y eso es lo que, precisamente, me gusta de su poesía.

dejarse
llevar por los objetos que aparecen y esperar
la dorada luz que los inflame
tan de invierno La ventana
instaura un orden y tras ella miro


amorosamente la niebla nos encubre
la decepción del pájaro


en el límite del ser
invoco nombres



Escritura de sentencias que sancionan más la pérdida que la posesión, la ilusión que la certeza. Poemas breves en su mayoría, algunos difíciles y juguetones, exactos. Tengo la sensación, cuando los leo, que Enrique está cerca, aunque no a mi lado; que va recitando para sí y para nadie más los versos; y que yo, si quiero enterarme, si quiero entenderlos y quedármelos, debo robárselos al aire, y siempre me pierdo algo. Pero también sé que eso que yo robo, que eso que me quedo, es algo valioso y útil, esencial.


el otro día también estuve aquí
Entonces había pájaros


Las Arcadias al menos nos ofrecen
el dolor de la pérdida


un hombre se levanta de la cama
Se calza
pesadas botas de trabajo y atraviesa
el arte



Me dice Joaquín que su tío no se lleva con internet, así que no corro el riesgo de que Enrique, si nos volvemos a cruzar algún día, me vuelva a mirar como aquella vez y me diga, con esa honradez y dureza de la gente del norte, que quién soy yo para hablar de él. No sabría qué responderle, solo darle la razón. Sin embargo, después, cuando Enrique se hubiera alejado y mi silencio ya no pesase siquiera ni lo poco que pesó al nacer, me gustaría agradecerle este libro, La distancia exacta, y me gustaría andar unos pasos con él. Así quizás aprendería algo.


errático de luz el aire crea
breve ilusión de otoño entre las hojas
fatigadas de ser acompañándote


exacta la mirada
transparente de luz que nos acoge
solos tras la lluvia


Hondura amor la muerte si nos deja

jueves, 3 de noviembre de 2011

Hace noche de R.R.

Felices, cuyos cuerpos bajo los árboles
yacen en la húmeda tierra,
que nunca más sufren el sol, ni saben
de los cambios de la luna.

Vierta Eolo la caverna entera sobre
el orbe andrajoso,
apedree Neptuno las planas playas
y los erguidos acantilados.

Todo les es nada, y el mismo z
agal
que, acabada la tarde, pasa
bajo el árbol donde yace quien fue la sombra
imperfecta de un dios,

no sabe que sus pasos van cubriendo
lo que podría ser,
si la vida fuese siempre la vida, la gloria
de una belleza eterna.


La unidad dos del libro de Lengua castellana y Literatura de 1º ESO, editorial Anaya, trata el género del sustantivo. En ella, intento explicarles a mis ternascos que no todos los sustantivos —en realidad, son minoría— tienen dos géneros. Solo aquellos en los que se establece una diferencia de sexo, árbol-fruto o tamaño poseen la dualidad genérica. Dentro de ellos, les explico que hay un grupo llamado "heterónimos" en el que masculino y femenino son dos palabras distintas, con distinto lexema (esto del lexema ya se vio en la unidad uno). Los ejemplos del libro son muy claros: caballo-yegua, toro-vaca. Los niños sonríen satisfechos, seguros de saberlo.

Tuyas, no mías, tejo estas guirnaldas,
que en mi frente renovadas pongo.
Para mí teje las tuyas,
que las mías no veo.
Si no pesa en la vida mejor gozo
que vernos, veámonos, y, viéndonos,
sordos conciliemos
lo sordo insubsistente.
Coronémonos pues unos a otros,
y brindemos unísonos a la suerte
que haya, hasta que llegue
la hora del barquero.


Aunque ya hemos leído algunos poemas de Neruda y de mi inevitable Iribarren —ayer, Javier, un iluminado de doce años, me dio un folio con sus primeros poemas manuscritos al tiempo que me devolvía mi antología de Iribarren—, aún no les he hablado de Pessoa. En realidad, hace tiempo que me enseñaron a no hablar de aquello que no conozco, así que mucho me temo que me abstendré de hablarles del poeta portugués. Sin embargo, mañana, quizás, no podré evitar decirles que una vez hubo un poeta que se multiplicaba en otros: Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro. Les hará ilusión, seguro, y pedirán que les lleve un poema de ese hombre tan raro.

¡Tan pronto pasa todo cuanto pasa!
¡Tan joven muere ante los dioses cuanto muere!
¡Todo es tan poco!
Nada se sabe. Todo se imagina.
Circúndate de rosas, ama, bebe
y calla. Lo demás es nada.


Para el lunes, como ya hemos terminado de leer Campos de fresas, les he dicho que busquen la letra en inglés y en español de "Strawberry Fields Ferever", de The Beatles, y que la copien en el cuaderno. Les contaré la triste historia de Lennon, les mentiré algo —como siempre— y les contaré por qué mi sobrino Jorge se llama así.

No solo vino; sino con él el olvido, vierto
en la copa: seré ledo porque la dicha
es ignara. ¿Quién, recordando
o previendo, sonreirá?

De los brutos, no la vida, sino el alma,
consigamos, pensando; recogidos
en el impalpable destino
que no espera ni recuerda.

Con mano mortal elevo a la inmortal boca
en frágil copa el pasajero vino,
turbios los ojos hechos
para dejar de ver.


Hace noche de Ricardo Reis. Llueve. Y existe la conciencia en el ambiente de que todo —lo bueno y lo malo— pasará.

No solo quien nos odia o nos envidia
nos limita y oprime; quien nos ama
no menos nos limita.
Que los dioses me concedan que, libre
de afectos, tenga la fría libertad
de las cumbres desnudas.
Quien quiere poco, tiene todo; quien nada quiere
es libre; quien no tiene y no desea,
hombre, es igual a los Dioses.

lunes, 24 de octubre de 2011

Sé buena, dime cosas incorrectas.


Tan cierto como que hay Dios, tan cierto como que el odio es un neanderthal con un martillo de percusión, tan cierto como que el siroco (al igual que el cartero) siempre llama dos (y muchas más) veces. "Sé buena —dice Luis Alberto de Cuenca—, dime cosas incorrectas. Un ejemplo: que Occidente no te parece un monstruo de barbarie dedicado a la sórdida tarea de cargarse el planeta". Mejor lo pongo entero. Pulsa el play y lee.





"Political Incorrectness"


Sé buena, dime cosas incorrectas
desde el punto de vista político. Un ejemplo:
que eres rubia. Otro ejemplo: que Occidente
no te parece un monstruo de barbarie
dedicado a la sórdida tarea
de cargarse el planeta. Otro: que el multi-
culturalismo es un nuevo fascismo,
sólo que más hortera, o que disfrutas
pegando a un pedagogo o a un psicólogo,
o que el Mediterráneo te horroriza.
Dime cosas que lleven a la hoguera
directamente, dime atrocidades
que cuestionen verdades absolutas
como: "No creo en la igualdad". O dime
cosas terribles como que me quieres
a pesar de que no soy de tu sexo,
que me quieres del todo, con locura,
para siempre, como querían antes
las hembras de la Tierra.




La cosa, como se ve, va de música y poesía. Lo que le faltaba a Luis Alberto de Cuenca. No tenía bastante con la letrilla aquella que le escribió al Gurruchaga sobre la Caperucita y el Lobo. Ahora se alía con Loquillo en un disco titulado como la antología publicada en Renacimiento, Su nombre era el de todas las mujeres. No es mala cosa, desde luego, sobre todo cuando uno tiene que soportar a alumnos inframentales que creen que leidigagá es la quintaesencia de la música y la puta modernidad (o posmodernidad), o cuando hay profesores cuya máxima aspiración es que el viernes de dolores [sic] sea uno de los días que el consejo escolar municipal [resic] incluya en la mochila de los feriados.



No sé si han visto el vídeo de la sodomización a Gadafi, pero a estas alturas de carnaval es una imagen muy certera de lo que a uno se le ocurre día sí día también con la mayoría de las cosas que me rodean. Yo no tengo rifles a mano —una lástima, a veces—, y mi madre siempre me dijo que no cogiera los palos del suelo, que era de mala educación. Así que, como máximo, tengo que imaginarme metiéndole el libro —o el disco— por la boca al primer capullo que se me cruza por la mañana.






"La malcasada"



Me dices que Juan Luis no te comprende,
que sólo piensa en sus computadoras
y que no te hace caso por las noches.
Me dices que tus hijos no te sirven,
que sólo dan problemas, que se aburren
de todo y que estás harta de aguantarlos.
Me dices que tus padres están viejos,
que se han vuelto tacaños y egoístas
y ya no eres su reina como antes.
Me dices que has cumprido los cuarenta
y que no es fácil empezar de nuevo,
que los únicos hombres con que tratas
son colegas de Juan en IBM
y no te gustan los ejecutivos.
Y yo, ¿qué es lo que pinto en esta historia?
¿Qué quieres que haga yo? ¿Que mate a alguien?
¿Que dé un golpe de estado libertario?
Te quise como un loco. No lo niego.
Pero eso fue hace mucho, cuando el mundo
era una reluciente madrugada
que no quisiste compartir conmigo.
La nostalgia es un burdo pasatiempo.
Vuelve a ser la que fuiste. Ve a un gimnasio,
píntate más, alisa tus arrugas
y ponte ropa sexy, no seas tonta,
que a lo mejor Juan Luis vuelve a mimarte,
y tus hijos se van a un campamento,
y tus padres se mueren.




En fin, lo de siempre —pero más—, que nunca se acaba. Se puede estar sin escribir, sin salir, sin gastar. Con las constantes vitales por debajo del umbral de lo aconsejable, con poco alcohol en las venas y con muchas agujeros en el banco. Se pueden fregar los platos justo después de comer, se puede limpiar la casa los sábados por la mañana y quitar el polvo un par de veces por semana. Incluso se debería echar un buen par de polvos, no digo yo que dos veces por semana, pero sí de vez en cuando, con alguna torda desaconsejable. La cosa sigue siendo igual. El curso de los acontecimientos no necesita de nuestra presencia. En la mayoría de las ocasiones, nos sobrepasa.







"El imbécil"


Era una criatura detestable
en el plano moral, un ser abyecto,
una abominación lovecraftiana.
No era tampoco guapa, ni atractiva,
ni graciosa, ni joven, ni simpática.
Era un montón perverso de basura.
Pues fuiste tan imbécil que por ella
dejaste a la que amabas y vendiste
tu alma en los bazares de la noche.

domingo, 21 de agosto de 2011

Bebiendo la luz (II).


Como los dos sufrimos insomnios y sirocos en verano; como a los dos no nos basta con las anacreónticas de Meléndez Valdés ni con toda la poesía del XVIII; como se nos caen de las manos frascos de cristal o vasos de whisky que nos dañan el cuerpo y lo que no es el cuerpo; como solemos comportarnos como payasos cuando nos miramos en los espejos; como sucede todo eso, mi querido Pablo, acéptame estos poemas de Sánchez Rosillo que tú me enseñaste sobre el tiempo y sus estragos, sobre la dicha que termina y la lejanía que nos alcanza. Sirvan los dos o tres que copio más abajo para que sepas que hoy es sábado, que hace calor en Sevilla, que el vecino del quinto vuelve a toser y que, mientras escribo, el hielo se derrite en el vaso.


All passion spent

Cuánto trabajo cuesta, cuando la dicha acaba,
Admitir que acabó y aceptar dignamente
Esa nada terrible que sigue a la hermosura.
Ha cesado el encanto y ya no somos dueños
De aquella llamarada: tanta luz, maravilla
De lo que siendo efímero semeja eternidad.
Ahora vuelven los días a ser hábito triste,
Tiempo destartalado en el que va cumpliéndose
Nuestro destino de hombres. “No puede ser
-decimos- verdad esta indigencia en que nos ha dejado,
De repente, la vida; un mal sueño nos tiene”.
Y removemos, tercos, la escoria de la luz.
Pero nada encontramos. Y respiramos muerte.


Nunca

Ya nunca oiré la voz
de alguien joven diciendo para mí, también joven,
las palabras aquellas que escuché algunas veces
mientras duró la juventud, acaso
las únicas palabras que merazcan oírse:
«Amor mío, amor mío». Labios trémulos
las pronunciban. Sé que es imposible
que ese tiempo regrese y que yo vuelva a oírlas
con estremecimiento como entonces.
Lo sé, lo sé muy bien. Y qué terrible
resulta esta verdad tan sin remedio,
esta miseria absurda y para siempre.


Lejos

Cómo se desdibujan con los años
los detalles precisos de la felicidad:
el verdadero tono de tu voz, los matices
de tu pelo y tu piel bajo la luz dorada
de aquel febrero insólito, el acento
con el que pronunciabas las palabras
mágicas y suales del amor, tu manera
de reír, de mirarme. El recuerdo aproxima
el agua a nuestros labios, pero el tiempo
no nos deja beber. Tantean los ojos
en la noche cerrada y la memoria es sueño
que solo vagamente me devuelve tu imagen.



Además, como sé que son de tu agrado los ejercicios de literatura comparada, permite a este torpe muchacho, que tan poco sabe ya ordenar lo que archiva en la memoria, acercarte tres miradas de Rosillo, Szymborska y Borges a sus yos respectivos, mucho más jóvenes.


"Retrato del poeta adolescente", de Sánchez Rosillo.

Cuánto tiempo ha pasado, cuántas cosas
que has vivido olvidaste. Pero aún puedes,
si miras hacia atrás, ver a lo lejos
a aquel muchacho apenas parecido
al hombre que ahora eres.
En la tarde
de un antiguo verano está sentado
debajo de la acacia que hace poco
cantaste en otros versos. Deja el libro
que en las manos tenía, y mira el campo
mientras piensa o sueña.
Después abre un cuaderno
y escribe allí un poema que tú ya no recuerdas.


"Adolescente", de Szymborska.

¿Yo, adolescente?
Si de repente, aquí, ahora, se plantara ante mí,
¿tendría que saludarla como a una persona próxima,
a pesar de que es para mí extraña y lejana?

¿Soltar una lágrima, besarla en la frente
por el mero hecho
de que tenemos la misma fecha de nacimiento?

Hay tantas diferencias entre nosotros
que probablemene sólo los huesos son los mismos,
la bóveda del cráneo, las cuencas de los ojos.

Porque ya sus ojos son como un poco más grandes,
sus pestañas más largas, su estatua mayor
y todo el cuerpo recubierto de una piel
ceñida y tersa, sin defectos.

Nos unen, es cierto, familiares y conocidos
pero casi todos están vivos en su mundo,
y en el mío prácticamente nadie
de ese círculo común.

Somos tan diferentes,
pensamos y decimos cosas tan distintas.
Ella sabe poco,
pero con una obstinación digna de mejores causas.
Yo sé mucho más,
pero, a cambio, sin ninguna seguridad.

Me muestra unos poemas
escritos con una letra cuidada, clara,
que no tengo ya desde hace tiempo.

Leo y leo esos poemas.
A lo mejor este de aquí,
si lo acortáramos,
y lo corrigiéramos en un par de lugares.
El resto no augura nada bueno.

La conversación no fluye.
En su pobre reloj
el tiempo es barato e impreciso.
En el mío mucho más caro y exacto.

Al despedirnos nada, una especia de sonrisa
y ninguna emoción.

Sólo cuando desaparece
y olvida con las prisas la bufanda.

Una bufanda de pura lana virgen,
a rayas de colores,
hecha a ganchillo
por nuestra madre para ella.

Todavía la conservo.


El otro, de Borges.




Buenas noches, Pablo.


jueves, 11 de agosto de 2011

Böll und Blum.


Acabo de ver en la tele a una gorda probándose el vestido de novia de su vida y llorando. Por lo que se ve, hay un programa donde la basca se dedica a eso: una torda que dice que se va a casar se lleva a su madre y a sus amigas a una tienda cara para elegir el vestido de su boda. Allí, una tele las graba soltando sus despapuchos —y sus lágrimas— y corriéndose vivas cuando le dicen a la jai lo guapísima que está. Yo, en momentos como estos, siempre pienso en la gripe porcina aquella que salió hace tiempo. No sé por qué, pero siempre pienso en lo mismo, y me imagino a los viruses de la gripe porcina devorando a la novia gorda de la tele, y a su madre, y a las zorris de sus amigas, y dándole a su novio imbécil por el ojete y todo lo demás. Yo pienso muchas cosas de esas, casi todo el día. Me parece lo más normal del mundo.

Ya, con la cosa, me he engorilado y he hecho un par de rondas zapeadoras por los veintinueve canales de tv que hay en el piso. Mi debilidad son los de adivinos expertos en mediummidad [sic]. Algunos de ellos dicen cosas acojonantes que te hacen desear que Diana, la de la serie V, nos hubiese mandado, en los ochenta, a todos los humanos a la cámara de conversión. Por ejemplo, había un tío hace un par de años que decía que había ganado un concurso de adivinos en Avignon (Víctor y yo flipábamos con este). La cosa no es lo que hubiese ganado. A mí me intrigaba por qué cojones, entre todas las ciudades del mundo, el jambo aquel eligió Avignon. Hay otra tía, de nombre Aída, que reparte consejos matrimoniales y de salud y siempre se despide alzando los brazos y diciendo "un beso de luz". Después hay otro tío de pelo largo que se pone a bailar música disco y a hacer movimientos que él considerará sugerentes mientras sostiene una bola de cristal. Hay gente muy cogida en la tele, de verdad.

Claro que el cogido tengo que ser yo por flipar con eso. También me gustan los canales de teletienda. No los que ofrecen cosas para ponerse fuerte (máquinas para abdominales, vshaper, zapatos especiales con los que te salen más músculos que a he-man cuando sacaba la espada y gritaba por el poder de grayskull yo tengo el poder), no, esos no. Me interesan los de cocina. Los cortadores, los peladores, las ollas que cocinan sin aceite sin fuego y casi sin olla, las sartenes de titanio, que, a propósito, es el mismo material con el que se fabrican las naves espaciales —eso dice el anuncio y yo me lo creo— y todo lo demás. En fin, un lío.

Así que en esta noche tenía pocas cosas que hacer. La tele y sus arrabales, escuchar en la radio —hora25, la brújula, la linterna, 24horas— lo mal que está todo a pesar del repunte hoy de los parqués mundiales y la subida de los valores más cotizados del ibex35, más libros, más pelis... Solución de emergencia: trago de Jack —ese amigo que nunca falla—, un disco de Sonny Rollins que compré ayer —el único grande al que he visto en directo— y a tristear soltando mis jeremiadas en un nuevo post.

En realidad, me he quedado sin espacio para hablar de El honor perdido de Katharina Blum, una novelita de Heinrich Böll, que era de lo que yo quería hablar. Este, Böll, era un tipo que tenía pendiente desde hace muchos años. Desde el 99, por lo menos, cuando estaba en primero de carrera y no tuve otra ocurrencia que elegir como "Segunda lengua y su literatura" alemán. Me veía yo ya leyendo a Nietzsche en alemán, con todos mis cojones. Igualito que aquella vez que me matriculé en el conservatorio porque quería aprender a tocar el piano. La joda fue que primero me tenía que tragar un año entero de solfeo y el piano ni lo olía. Por supuesto, no sé tocar ni el organillo, aunque tengo mi primero de solfeo aprobado, eso sí. El caso es que el profe de aquella asignatura, Kurt noséqué, nos hablaba de vez en cuando de literatura. Y a mí me llamó la atención el nombre de Heinrich Böll, sería por la diéresis, que me lo hacía muy exótico. Y recuerdo que nombró esa novelita, apenas cien páginas, El honor perdido de Katharina Blum. Además me llamó la atención el título. Eso de que una señora con ese nombre tan respetable perdiese algo tan importante como el honor me ponía mucho a mí en aquella época, también ahora.

Como el DRAE es fuente inagotable de placer y verdad, dice esto de "honor" en su tercera acepción: "Honestidad y recato en las mujeres, y buena opinión que se granjean con estas virtudes". Con un toque kafkiano, la pobre Katharina, como suele ser habitual, se hace merecedora de toda la mala reputación por enamorarse del hombre que no debe. En realidad, son un periódico y un periodista quienes se dedican a difamarla a base de bien. Ella, claro, le da matarile al plumilla y, muerto el perro, se acabó la rabia (y se abrieron las prisiones, se entiende). Tranquis, no desvelo nada, toda la novela es un flash-back a partir de ese dato inicial. Tipo Él túnel, por ejemplo, de Sabato. Además del interés de la propia historia, el narrador es frío, distante y obsesivamente objetivo. Tanto que nos hace sospechar. Ya lo decía el gran Lázaro Carreter: "El objetivo de la educación es hacer desconfiar de la evidencia" (cita facilitada por Muriel).

A la pobre Katharina le quitaron el honor por enamorarse. A las honorables novias de la tele las sacan en prime time para que todos queramos tener una vida mortadela como las suyas. Los videntes premiados honorablemente en avignones y otras ciudades lejanas echan sus cartas y reparten sus besos de luz para solucionar los problemas de la gente a razón de euro sesenta el minuto. Apuro el segundo jack. Artaud lo vio claro: "Me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos".

EL INFORME que sigue se basa en algunas fuentes secundarias y en tres principales, que se nombran al principio una vez, pero que más tarde no se vuelven a mencionar. Las fuentes principales son atestados policíacos, el abogado doctor Hubert Blorna y el fiscal Peter Hach, compañero de estudios del anterior, quien -de manera confidencial, se entiende- completó el sumario, añadiendo ciertas actuaciones de la autoridad y los resultados de diversas pesquisas. Huelga subrayar que este trabajo tuvo carácter extraoficial, y que sus conclusiones se destinaron exclusivamente a uso privado, porque al fiscal le llegaba al alma el disgusto de su amigo Blorna. Éste no encontraba una explicación para todo lo ocurrido y, a pesar de ello, “si lo analizaba bien, no le parecía inexplicable, sino más bien lógico”. El caso de Katharina Blum, en vista de la actitud de la acusada y de la difícil posición de su defensor, doctor Blorna, aparecerá, de todos modos, más o menos ficticio, y ciertas pequeñas incorrecciones, como las que cometió Hach, resultan comprensibles e incluso disculpables. No hace falta mencionar aquí las fuentes secundarias, unas de mayor y otras de menor importancia, ya que el mismo informe demostrará sus vínculos, enredos y confusiones, y pondrá de manifiesto la consternación que produjeron.


sábado, 6 de agosto de 2011

Bebiendo la luz (I).


A vueltas, como siempre, con el descubrimiento, que puede suceder cuando y donde sea. El último se llama Confidencias, una antología del poeta murciano Eloy Sánchez Rosillo en la editorial Renacimiento. Las formas de llegar al descubrimiento, decía, son muchas. La historia ha dejado escritas algunas de ellas: el huevo como ejemplo de la redondez del mundo y la búsqueda de unas Indias que no fueron las que tenían que ser, la manzana gravitatoria, Arquímedes y su baño que me enseñaron en la física del instituto...

También se descubren libros, personas. Suelen ser apariciones, fulgores —una palabra muy de Rosillo—, a las que solemos lanzarnos para atrapar, mientras duran, toda la luz que podamos. A veces, es una luz disfrazada de pavesa, que se nos clava en los ojos muy rápidamente pero cuyo calor pronto desaparece. Otras, en cambio, es un fuego cálido, o una llamarada, que prende, crece y, aun en los momentos más fríos, nos calienta con su rescoldo omnipresente. De todo nos encontramos en la vida, de todo nos tenemos que saciar. La historia de la literatura —y de la vida— nos lo lleva diciendo siglos. Carpe diem. Collige, virgo, rosas.

Aviso de caminantes

En la suma de días indistintos
que la vida da al hombre, acaso hay uno
en que el destino, trágico y hermoso,
pasa por nuestro lado y el azar manifiesta
una insólita luz, un desusado
fulgor inconfundible.
Pero no has de dudar. Ten el coraje,
cuando llegue el momento,
de abandonar las cosas con que siempre
te engañó la costumbre, y sube pronto
a ese carro de fuego.
Poco dura
el milagro.
Después, si te negaras
a partir, sólo noche
merecerás. Y nunca, aunque quisieras,
podrás comprar la luz que despreciaste.



El fulgor del relámpago

Hay cosas que la vida te da cuando ya apenas
podías esperarlas, y su luz
maravillosa, elemental, purísima,
te hace feliz de pronto. Y desgraciado,
pues comprendes que no te corresponde
ese milagro ahora y que no debes
a ciegas entregarte a lo que era
propio tal vez de otro momento tuyo,
de un momento anterior, cuando tenías
fuerzas para ser libre.
Mas déjate llevar, y vive esa hermosura
con coraje, sin miedo. A qué pensar
en lo que te conviene. Es muy fugaz la dicha.
No la desprecies. Tómala. Y apura
el fulgor del relámpago.
Después,
tiempo tendrás para seguir muriéndote.



La necesidad, sea el tiempo que sea, que todos tenemos de seguir vivos, de sentirnos vivos, no en el recuerdo, no en la rememoración de lo que fue o pudo haber sido, sino el deseo humano de vivir en presente, sin pensar en más tiempo que en ese, es un tema central de la poesía de Sánchez Rosillo. También el paso del tiempo, la rememoración prudente, sosesagada, reflexiva, de la dicha pasada. Esto lo entronca con poetas como Machado o, por ejemplo, con Zagajewski o Szymborska. Pero eso ya es parte del siguiente post. Sirvan, como adelanto, estos cuatro versos.

Hoy

Toqué entonces el mundo: lo hice mío, fue mío.
Han pasado los años.
Ahora ya solo soy
el que recuerda, el que vivió, el que escribe.

viernes, 29 de julio de 2011

Presupuestos.

Te despiertas con las ideas claras. "No volveré a probar el vino moscatel", te repites. Miras el correo. Compruebas a las seis y media de la mañana si ha llegado algún presupuesto noctívagamente transgresor. Nada de nada, desde luego. Las hipotecas son imanes para el siroco. El siroco se extiende y escuchas a Johnny Cash. Otra gente aparece. Los pelotis mientras lees a Valente no van a cambiar nada. Has visto The Million Dollar Hotel ahora, y la tenías pendiente desde el año dos mil, cuando la cosa hacía daño. También llevas sin ver una peli de Bergman desde el verano dosmilsiete, pero tampoco has tenido sitio, ni ganas, ni nada. No has comido coquinas desde hace tiempo. No has vuelto a andar por la playa. Hay poetas a los que vas a tocar más pronto que tarde, lo sabes. Hay nombres que no olvidarás. Esta semana, has montado muebles de ikea, no sabes cuántos, pero muchos. Mil, dos mil. Te duelen las manos, tienes sueño. Estás cansado. Pero ni tu sueño ni tu cansancio importan. Autómata tienes que ser. Y cumplir. Esperar que te vayan llegando los presupuestos, esos que no llegan, y cuadrar tus números para tener un hogar, dulce hogar.

Cuando dejé La Antilla tenía pensado un post con dos poemas, uno de Luis Rosales y otro de Claudio Rodríguez, que hablaban de casas, de habitar y cosas de esas. No lo escribí. Mentí la última mañana cuando dije que no iba a echar de menos la casa. Qué iba a hacer. "Y nunca habitará su casa", terminaba el de Rodríguez. Ahora trato de habitar una nueva, aunque es difícil. Los veranos no siempre son fáciles.


La batalla

Venían como turbios guerreros,
como las metamorfosis de dios
en cerrado escuadrón, interminables.

Venían como hembras hambrientas
a las alucinadas puertas de la noche.

Venían como reptiles que a la vez fueran pájaros
de bífido canto.

Venían en bandadas
rodeando tu frente,
haciendo crujir tus huesos
como crujen los muros
de una torre cercada.

Se oían en el horizonte
como manada o mar de búfalos salvajes.

Tú me llamaste.

Venían como un torbellino,
en un solo tropel o en una sola
y poderosa voz.

Mas yo estaba a tu lado,
Experto al fin en todas las derrotas.

Podía y quise combatir contigo.

José Ángel Valente

lunes, 25 de julio de 2011

En el fin de la noche.

Lugares comunes de wikipedia para Louis-Ferdinand Céline: antisemita, colaboracionista, ser humano nefando y detestable, líos este año con la celebración de un homenaje que al final no fue, admirado por Bukowski y precursor del realismo sucio, bla bla bla...

Ahora, el Céline de Viaje al fin de la noche, novela de 1932:

"La gran fatiga de la existencia tal vez no sea, en una palabra, sino ese enorme esfuerzo que realizamos para seguir siendo, veinte años, cuarenta, más aún, razonables, para no ser simple, profundamente nosotros mismos, es decir, inmundos, atroces, absurdos. La pesadilla de tener que presentar siempre como un ideal universal, superhombre de la mañana a la noche, el subhombre claudicante que nos dieron."


Nos enseñan en la universidad a los que estudiamos la cosa que las novelas deben tener tramas bien pergeñadas, personajes redondos (se admira especialmente un buen ramillete de secundarios bien formados), lenguaje exacto y elaborado. En fin, todas esas cosas que, es cierto, constituyen una buena novela. Tipo Los miserables, por ejemplo, con su Jean Valjean, su Javert, su Cosette y todos sus avíos. Viaje al fin de la noche no es esto, desde luego.

"En una palabra, mientras estás en la guerra, dices que será mejor con la paz, y después te tragas esa esperanza, como si fuera un caramelo, y luego resulta que es mierda pura. No te atreves a decirlo al principio para no fastidiar a nadie. Te muestras amable, en una palabra. Y después un buen día acabas descubriendo el pastel delante de todo el mundo. Estás hasta los huevos de revolverte en la mierda. Pero de repente pareces muy mal educado a todo el mundo. Y se acabó."


Narrada en primera persona —como no podía ser de otra forma en este tipo de novela—, el protagonista, Ferdinand Bardamu, guerrea en la nada de la primera gran guerra, se marcha a una colonia tórrida en África, después pasa hambre en Nueva York y finalmente vuelve a París, termina sus estudios de Medicina y trabaja en un psiquiátrico. Sin embargo, da igual el destino de Bardamu, son indiferentes los lugares que pise, la gente que se cruce. En todos encuentra lo mismo. Y todos le crean la misma certeza sobre el mundo:

"Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de él. Loco o no, con miedo o sin él."


Bukowski encuentra algún refugio en el alcohol. Fante siempre espera la primavera. Céline, en cambio, no busca subterfugios, porque sabe que nada lo salvará, que ningún placer, por excelso que sea, podrá arruinarle la convicción de la inanidad de vivir. ¿Amor? ¿El amor? Claro, sí, lo hay en la novela, cómo no.

"Yo la amaba, desde luego, pero más aún amaba mi vicio, aquel deseo de huir de todas partes, en busca de no sé qué, por orgullo tonto seguramente, por convicción de una especie de superioridad."


Aterra asomarse a algunas páginas de esta novela. Juntos hemos pasado algún amanecer, dos o tres madrugadas. Me he reencontrado impreso, tiempo después, sabiendo que todo sigue donde lo dejé. Asusta el poder de los libros. Ahondan en la pequeñez de tu íntima desgracia, tan nimia, tuya, única, persistente.

"De tanto verte expulsado así, a la noche, has de acabar por fuerza en alguna parte, me decía yo. «Ánimo, Ferdinand —me repetía a mí mismo, para alentarme—, a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!»






martes, 26 de abril de 2011

"El Golem", de Borges.

Cuenta la leyenda que en Praga, en la judería de Praga, el rabino Judá León creó una criatura llamada "Golem". Estos días, los 72 versos de Borges han estado acompañándome por Maiselova y alrededores. Ha sido todo un placer, como siempre.

Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.

Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dió a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.

Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'

'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'

En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?

sábado, 9 de abril de 2011

Días intensos, días tristes.


"El sol pegaba con fuerza, manchaba el cielo de amarillo iracundo, vengándose así de un mundo montañoso que en su ausencia se había quedado dormido y congelado."


Porque durante toda la novela es invierno y hace frío. La nieve se acumula en la casa pobre de los Bandini. El padre, Svevo, prefiero irse a emborracharse a los Billares Imperial. No hay trabajo en el invierno de Colorado para un albañil italiano. La madre, Maria, en casa, rezando el rosario macánicamente, afilando las uñas para cuando Svevo vuelva. Y los tres niños. Arturo, Federico y August. Uno pequeño, otro que va para cura y el mayor, Arturo, que se marchará a Los Ángeles e intentará ser escritor. Pero eso será en otra novela, no en esta. Esta es Espera a la primavera, Bandini y es la primera de la tetralogía dedicada por John Fante a su álter ego. En la segunda y más famosa, Pregúntale al polvo, Arturo ya está en la gran ciudad, malviviendo y enamorándose de una camarera hispana. "Se llamaba Arturo, pero no le gustaba y quería llamarse John. Se apellidaba Bandini, pero quería que fuese Jones. Su padre y su madre eran italianos, pero él quería ser norteamericano. Su padre era albañil, pero él quería ser pitcher de los Cubs de Chicago. Vivían en Rocklin, un pueblo de Colorado de diez mil habitantes, pero él quería vivir en Denver, que se encontraba a cincuenta kilómetros. Las pecas le cubrían el rostro, pero él lo quería limpio y despejado. Iba a una escuela católica, pero él quería ir a una escuela estatal. Tenía una novia que se llamaba Rosa, pero ella le tenía inquina. Era monaguillo, pero también un demonio que detestaba a los monaguillos. Quería ser un buen chico, pero temía ser un buen chico porque temía que los amigos le llamasen buen chico. Se llamaba Arturo y quería a su padre, pero vivía con el temor de que llegase el día en que pudiese darle una paliza a su padre. Veneraba a su padre, pero su madre le parecía una cobardica y una imbécil."

Tierna a veces, otras excesivamente florida y glucosa, turbia y desalentadora la mayoría, Espera a la primavera, Bandini arranca con trabajo pero crece a mitad y, hasta el final, sabemos que la sonrisa ya cínica y derrotada del joven Arturo lo acompañará toda su vida. Da igual que su noviazgo con Rosa solo exista en su imaginación —"oh, Rosa, por favor, no te mueras, Rosa. Quiero que estés viva cuando llegue. Ya voy, Rosa, amor mío"—, da igual que su padre fume puros caros en casa de otra mujer y él lo vea todo desde la ventana, mientras nieva. Todo eso da igual. Da igual también que Arturo Bandini nunca jamás vaya a jugar con los Cubs ni a superar récords lanzando la bola. Su mirada ya está hecha, construida, y le servirá para asumir las derrotas; para saber que todas las victorias, sobre todo aquellas que parecen definitivas, siempre son efímeras y, por tanto, dolorosas.

Pero es el mundo quien espera, Bandini, y la primavera está llegando. Levántate del césped y comienza a caminar. Aún te quedan muchas páginas.

jueves, 24 de marzo de 2011

Cayendo.

Hay un momento en que, justo antes de comenzar el descenso, la energía cinética de un cuerpo lanzado verticalmente hacia arriba es igual a cero y todo es energía potencial. Antes de la caída, el cuerpo ya es consciente del descalabro y su visión, por un momento, se revela lúcida e innegociable. No hay nada que hacer. No hay manos salvadoras. El suelo, todavía lejos, es el próximo destino, y el choque supondrá el fin. Tan nítido. Un período breve de clarividencia mientras dura la suspensión en el vacío, mientras los 9'8m/s2 van devorando la cada vez más esquelética aceleración inicial. La obra de Arthur Miller se titula Después de la caída, pero en ella, con un juego hábil en el que el autor mezcla distintos planos temporales y entradas y salidas de personajes, se muestra ese momento de sinceridad máxima del cuerpo: "Voy a caer, este es mi fin".

Esto, traducido a la vida de Quentin, es la conciencia de la violencia, de la maldad, del egoísmo y del poder de destrucción del ser humano. Esto, también, en la vida de Quentin, es la conciencia aún mayor de que nada de eso le ha servido, en realidad, para nada. De hecho, en su vida, ese momento de Ec=0 es la conciencia absoluta del vacío que es y ha sido su vida. Y, por supuesto, no hay mayor sinceridad con uno mismo como cuando ser reconoce la propia inexistencia y, en consecuencia, uno se deja caer para, paulatinamente, ir dejando de ser. Hay que la energía potencial, desparramada tu vida en el suelo, es igual a cero. El resultado de tu vida.


Hace un par de semanas, de improviso, me di cuenta de algo extraño. ¡A pesar de las tinieblas en que me hallo, todas las mañanas, al despertarme, estoy lleno de esperanzas! No obstante todo lo que sé, lo que he visto..., abro los ojos... ¡y soy como un niño! Por un instante, en el aire flota una promesa informe. Y salto de la cama, me afeito, no tengo paciencia ni para acabarme el desayuno... y entonces... en mi ahabitación penetra el mundo, mi vida, y su falta de sentido.

La toma de conciencia del vacío. Pocas cosas tan bellas, tan definitivas. Una compañía insobornable, tenaz, fiel. A veces sucede mientras se camina por un pasillo, de vuelta a la cocina con el plato de la cena. Se es consciente de la inutilidad de estar llevando el plato, de haber comido, del día que termina, también del que vendrá. Ahí uno se para. Suelta el plato en el suelo. Se sienta a mitad del pasillo. Y se pregunta: "¿Esto para qué es?"


Sí, ocurre que ya no distingo ninguna gracia salvadora antes del fin. Antes fue el socialismo; luego, el amor; pero se ha desvanecido una última esperanza que constituía siempre la salvación antes de que el fin llegara.

Sentado en el pasillo, lo llamas así por primera vez. Fin. Todavía durará mucho la caída. Vendrán ficciones de ascensión, corrientes elevadoras. Otro día, sentado en el mismo lugar, el nombre será el mismo. Fin. Cada vez, más cerca del suelo.


Louise (con deseo de ser razonable): Escucha, Quentin, todo se reduce a una cosa sencillísima: necesitas una mujer que te cree... una atomósfera sin problemas, donde tú puedas volar en una nube de elogios perpetua...
Quentin: No me importaría escuchar de vez en cuando algún elogio; eso no es malo...
Louise: Quentin, ¡no soy una máquina de alabanzas! No soy una cosa insustancial e inútil; ni soy tu madre. ¡Soy un ser humano aparte!
Quentin (se queda mirándola fijamente, y a lo que hay más allá de ella): Ahora me doy cuenta.


Como en el poema de Wolfe, "¿Qué hacer? No sé. Y no importa." El recuerdo del aplauso, la necesidad de la admiración. Narcóticos para perpetuarse en la sensación de flotabilidad. Usar a la gente, conseguir tu éxito gracias a su anulación. Asintiéndote, siempre. Alabándote.


¿No te ha sucedido nunca... haberte visto... tal como eres en realidad? Tal vez lo he soñado, pero juro que, en un momento dado, en una fracción de segundo, creo haber visto mi vida.

Con las hormigas nutriéndose de los despojos del plato. Mirando en la oscuridad la pared de enfrente. A cincuenta centímetros. Ahí cabe la vida.


¡El pudor es criminal! ¡Hay que decir la verdad sin pudor! ¡Maldigo a toda la alta administración de la inocencia fingida! ¡Lo confieso, no soy inocente, ni bueno!

Estamos acabados. Lo sabes.

viernes, 4 de marzo de 2011

C

Cosa mala lo llama mi madre. Un claro ejemplo de disfemismo. Pero, ya se sabe, hay realidades que mejor no nombrar. Como si la mención del significante fuese una invocación de mal augurio, como si nombrar la realidad con ese arma bravamente inofensiva que es el lenguaje supusiese conjurarla para que apareciese, para que se manifestase. Cosa mala, suele decir. Fulanita tiene una cosa mala. Zutanito se ha muerto de una cosa mala.

Cuando yo era pequeño y escuchaba a mi madre decir eso, me imaginaba una enfermedad corporeizada en azar que iba elegiendo arbitrariamente a sus víctimas. Como diría Iribarren, "suerte si no te toca a ti". Luego, con los años, me he ido dando cuenta —y he ido temiendo— de que, en efecto, es más o menos así. Un desvanecimiento y cáncer. Una exploración rutinaria y cáncer. Unos análisis cuyo resultado no cuadra y cáncer. Cagas sangre un día y, por supuesto, cáncer. Buen tema para un post, ¿verdad? Todo, incluso esto, tiene su justificación.

Estaba en la librería. Chispeaba afuera y tenía entradas para el teatro. Casa de muñecas, de Ibsen, en un montaje de Daniel Veronesse. No era mal plan para un sábado por la noche. Había gente en la librería, pero si quieres estar solo en una librería abarrotada solo tienes que irte a la sección de poesía. Allí hay espacio de sobra. Muchos libros de los mismos de siempre, los clásicos, los imprescindibles. Como tiene que ser. Machado, Darío, Shakespeare, Juan Ramón, Lorca, Rilke, Alberti, Whitman... Y en la primera posición del antepenúltimo estante estaba esperándome. Antes de cogerlo ya supe que lo compraría. Antes de ver su título, su autor. Sé que quien nunca ha sentido suyos los libros no podrá comprender lo que digo, pero los libros, a veces, nos eligen. Era fino, de lomo blanco, y con el nombre del autor en letras pequeñas. Peter Reading. Leí la solapa. Nacido en 1946, en Liverpool. Estudió pintura en el College of Art. Enseguida pienso en los Bealtes, en Lennon. Ese Reading ya me iba gustando. "Su poesía experimenta y juega de manera libre con las tradiciones formales del inglés. Emplea tanto versificación tradicional como innovadora, y un lenguaje tanto clásico como coloquial." Estaba seguro, no me había equivocado. "C —así se llamaba el libro— tiene la crudeza de la descripción de circunstancias extremas y sin retorno, pero muy comunes. Por lo que se palpa el sufrimiento como cercano. Frente a la enfermedad, la más amenazante, el cáncer, el poeta invoca todas las fuerzas que le pueden socorrer y consolar: su bagaje cultural, los recuerdos, el anecdotario, la proyección en el prójimo, la distancia y el sarcasmo." Miré la editorial, La Poesía, señor Hidalgo. Curioso nombre. Abrí el libro. Primer poema. Este.


La placa de latón gastada ya sin ningún nombre. Escalones de piedra vaciados por la asustada y esperanzada ascensión, por el aterrado y desesperado descenso. (Probablemente entre tres y cuatro meses, quizás cien días). De los consultorios de esta calle georgiana, y de calles semejantes en ciudades semejantes, algunos de nosotros surgimos diariamente llevando los espantosos pronósticos médicos. Cómo te odiamos a ti, atareado, ordinario e imperecedero taxista, a ti, proveedor del Evening Star, a ti secretaria botando pasteles de carne maleable. Incongruentemente tengo planeado 100 unidades de 100 palabras. ¿Qué coño esperas que haga, que me ponga a escribir haikus?

El verso es para saludables
faranduleros. Los moribundos
y cirujanos usan la prosa.



Así, tan claro, tan luminoso, tan aséptico, tan limpio. Ya sabía que era mío, que iba a ser mío para siempre, que era mi descubrimiento, del que me sentiría orgulloso cuando hablara de él, cuando otros lo alabaran en mi presencia, o en mi ausencia.

«El tío seguramente más lacrimógeno que nunca he encontrado me dijo esto en el salón de Los Carboneros:

"Ya han pasado muchos años, pero, ¡joder!, todavía puedo sentir su mano rozándome el instrumento mientras ellas conducía lentamente por el camino bordeado de setos. Paró el coche, se pasó la lengua por los labios, gimió y me besó.

¡Santo Dios! las lenguas sorbían como babosas retorciéndose, entonces ella dijo 'Hostia, es que te comería', y bajó la cremallera de mis Levi's gastados, abrió la bragueta y se la tragó toda. No volveré a verla nunca más. Tengo cáncer de vejiga."»


Uno más. Objetivo. Sin adornos. No los necesita.

«La retención puede hacer surgir excesivo dolor; / la incontinencia, por contra, causa vergüenza / y cierta inconveniencia. / Las colostomías, que cortocircuitan el intestino / abiertas en el abdomen frontal, / pueden causar aflicción al principio, pero nada como / la angustia queel bloqueo / no aliviado / causaría. Poco después de la cirugía, parece que / cierta suciedad de la nueva colostomía es inevitable: los pacientes se dan / cuenta de que pueden ensuciarse y oler...»


El último.

Solía salpicar mi poesía con sofisticadas alusiones a la querida Ópera y al divino Arte (a uno constantemente le recordaban el libreto de A. du C. Dubreuil para la Ifigenia en Táuride de Piccinni; a uno constentemente le recordaban el busto de una mujer coronada de Niccolò di Bartolomeo da Foggia, sin duda una elegoría de la Iglesia, del púlpito de la catedral de Rovello, ca. 1272) pero repentinamente son desesperadamente inadecuadas. ¿Dónde está la trascendencia cultural europea en los tubos que asoman por la nariz, en las venas o saliendo del culo? Me han metido un tubo en la polla y diagnosticado un carcinoma en el vejiga. Uno no recuerda a Piccinni.


En internet, no he encontrado nada de Peter Reading en español. La entrada de la wikipedia en inglés tiene tres líneas.

domingo, 27 de febrero de 2011

Ensuciándose.


Con algunos ocurre como con los sobrinos pequeños. Incondicionalidad. A estas alturas, ya sé que en el arte la tiflosis suele llevar a parafilias difícilmente explicables. Redefinamos, entonces, "incondicionalidad". Hasta que dure, como el amor. O hasta que los discos sean infumables. La zona sucia, de Nacho Vegas, no es, ni de lejos, uno de esos. Diez temas, el estreno de un nuevo sello (Marxophone) y una presentación no tan cuidada como en otras ocasiones. Los dos últimos cortes, prescindibles. Y, a partir de ahí, dispónganse a gastar el botón repeat de su reproductor: este disco no se puede dejar de escuchar.

Una y otra vez. Por la noche asaltan versos, es la semana grande de la crueldad, y en nuestro honor celebran una fiesta. Mientras el microondas calienta la comida precocinada (fideuá de carrefour), cuando no es posible ser feliz y te asustas como un animal. Antes de meterte en la ducha, cuando te griten con rabia que tu amor entero fue una estafa. Después de colgar el teléfono, dile, amor, dile que el que ahora te alivia soy yo. O mientras un flash negativiza el recuerdo, ahora ni el cielo te asiste y no hay nadie desviviéndose por ti.

Es la tercera vez que escribo sobre Nacho Vegas en este blog. La primera fue a propósito de Lucas 15, un disco en el que recogía mucha literatura tradicional asturiana. La segunda, tras la publicación de El manifiesto desastre, su disco anterior. Todo lo que hace este tipo frágil, supuestamente introvertido, esquivo, acaba llegándome antes o después. He leído en entrevistas —tan dadas todas al biografismo— que este disco nace de su ruptura con Christina Rosenvinge. Dicen que en el primer single, "La gran broma final", se pueden rastrear versos en los que la separación es palpable. A mí me importa poco con quien esté o deje de estar este tío. Tampoco me importa si la ruptura está en la génesis de la canción o en su conclusión. Solo me importa esto:



O esto. "Taberneros". De esas lentas que se van inyectando poco a poco. La primera vez, no entiendes nada, parece susurrar. Después, le vas cogiendo alguna palabra. Sin sentido aún. Cuando eres capaz de cogerle toda la letra, te perdiste, porque es entonces cuando la canción te ha cogido a ti. Y eres consciente de que se queda, aunque hable, precisamente, de lejanías, como todas, como siempre.

domingo, 20 de febrero de 2011

¡Ay, Los Ángeles!


"¡Dame algo tuyo, Los Ángeles! Ven a mí tal y como yo voy hacia ti, con los pies en tus calles, ciudad preciosa a la que tanto amo, flor triste enterrada en la arena, ciudad preciosa."

Antes o después tenía que llegar. De Bukowski a John Fante. De La senda del perdedor a Pregúntale al polvo. En realidad, es el camino inverso, cronológicamente hablando. Pero si a partir de Einstein uno puede preguntar qué hora es y recibir como respuesta "3 kilómetros", tampoco nos vamos a llevar las manos a la cabeza por leer primero a uno y luego a otro. Compré hace un par de semanas las dos primeras novelas de la tetralogía de Arturo Bandini, italoamericano afincado en Los Ángeles con aspiraciones de escritor, álter ego de John Fante. La primera, Espera a la primavera, Bandini, aún está por leer. La segunda, Pregúntale al polvo, acaba de morir.

La pensión de Bunker Hill, una habitación en el sexto piso a la que, en realidad, se accede a través de la ventana a la misma altura de la colina, la alimentación exigua —las naranjas pudriéndose debajo de la cama de Arturo— fiada por un frutero japonés, la sensación de soledad mientras pisa el asfalto de Los Ángeles, el alcohol, "El perrito que ríe" —Bandini llegando a la ciudad con una maleta de cartón en la que hay quince ejemplares de la revista donde apareció el relato del perrito—, Hackmuth —el editor ante cuya fotografía reza y llora Arturo—, Vera Rivken —decadencia física necesitada de amor—, el Columbia Buffet y, allí adentro, Camila, princesa maya, amor y oido, ley marcial.

"Le miré los pies. Se dio cuenta de que pasaba algo y advertí su distanciamiento. Me dominó entonces una sensación de bondad, de frescura, de remozamiento, como si me cubriera una piel nueva. Le hablé con mucha calma.
—Las sandalias que calzas, ¿es necesario que las lleves, Camila? ¿Tienes que subrayar hasta ese extremo que siempre has sido y serás una sudaca asquerosa y grasienta?
Me miró horrorizada, con la boca abierta. Unió las manos, se las llevó a los labios y entró corriendo en el bar. Alcancé a oír sus quejidos: oh, oh, oh.
Enderecé la espalda y me alejé contoneándome, silbando de satisfacción. En el arroyo de la calle, junto al bordillo, vi una colilla de buen tamaño. No tuve empacho en cogerla, la encendí con un pie metido aún en el arroyo, aspiré el humo y lo expulsé hacia las estrellas.
Yo era americano y me sentía orgullosísimo de ello, hasta los caireles. La gran ciudad en que estaba, el asfalto poderoso que me sostenía y los edificios soberbios que me cobijaban eran la expresión de mi América. De entre la arena y los cactos los americanos habíamos sabido levantar un imperio. La raza de Camila había tenido su oportunidad. Y la había desaprovechado. Los americanos lo habíamos conseguido. Gracias, Dios mío, por la patria que me has dado. Gracias, Dios mío, por haberme hecho nacer en América."

Creo que los manuales de literatura llaman a estas historias novelas de aprendizaje, y es habitual hablar de la vida como camino, de los orígenes humildes del protagonista, de la progresiva pérdida de la inocencia que implica el aprendizaje hasta lograr el éxito social y rollos de ese tipo estilo Lazarillo de Tormes. En Pregúntale al polvo, claro, hay eso. Pero esa etiqueta no puede mostrar —son las carencias de toda reducción— la punzada de dolor ni el aliento sucio, la soledad de Arturo ni su ilusión fugaz y, por ello, muy verdadera, su inocencia de niño y el daño que es capaz de causar, la interrupción de la causalidad-finalidad en la vida, en las novelas, porque siempre, al fondo o en primer plano, hay muerte, siempre muerte.

"Me escruté, noté que los dedos interiores me palpaban y rebuscaban, pero sin alcanzar del todo lo que me molestaba en los penetrales. De pronto me sobrevino como una tormenta eléctrica, como la muerte y la destrucción. Me levanté del taburete y me alejé del mostrador lleno de miedo y anduve a buen paso por el camino de tablas, cruzándome con personas que se me antojaron extrañas y fantasmagóricas: el mundo me parecía una fábula mítica, un plano transparente, y todos los seres que lo habitaban estaban en él solamente unos instantes; todos nosotros, Bandini, Hackmuth, Camila, Vera, todos nosotros estábamos en él solamente unos instantes, transcurridos los cuales aparecíamos en otro lugar; y no estábamos vivos de manera definitiva, nos acercábamos a la vida, pero no acabábamos de poseerla. Nos vamos a morir. Todos nos íbamos a morir. Hasta tú, Arturo, hasta tú tienes que morir."

Y, mientras llega, todo lo demás. En dosis grandes. Contradictoriamente. Una de las causas, como decía Wolfe, puede ser el aburrimiento. Pero no la única.

"El asco, el terror y la humillación se me retorcieron en las tripas y no me moví. Me pegué a ella, pegué la frialdad de mi boca a la calidez de la suya, forcejeó conmigo para escapar y quedé abrazado a ella, con la cara hundida en su hombro, con vergüenza de que me la viese. Mientras se revolvía me di cuenta de que su desprecio se transformaba en odio, y fue entonces cuando la deseé, la abracé, le supliqué, mi deseo crecía con cada manifestación violenta de su cólera, me sentí contento, tres hurras por Arturo, me dije, placer y violencia, la violencia del placer, la sensación deleitosa del instante, la autosatisfacción extasiante, el júbilo de saber que podía poseerla si quería. Pero no quería, ya había disfrutado de mi dosis de amor. El poder y la gloria de Arturo Bandini me habían deslumbrado. La solté, le quité la mano de la boca y salté de la cama."

domingo, 13 de febrero de 2011

Maldito a los 20.

Los estragos de una noche hablando de poesía son claros y están bien descritos en los manuales: a la mañana siguiente, quieres seguir hablando de poesía. Pero ya hay luz —amenaza lluvia, según nos han venido diciendo los hombres del tiempo toda la semana—, no todos los gatos son pardos ya, El perro andaluz está cerrado a estas horas y ninguna colgada se va sentar a tu lado para confirmarte que, en efecto, está colgada. Además, hace frío en el salón, tengo que volver esta tarde al exilio y, como diría Max, estoy masticando ortigas desde que me desperté. ¿Cuál es la alternativa? Vaya por delante que no hay cuerpo hirviente en el que sumergirse ni tan siquiera compañía a la que contar la última calvatruenada de ayer. Así que, en efecto, lo has acertado: más poesía.

A Félix Francisco Casanova lo conocí en un programa de Radio 3 el año pasado, mientras conducía. Lo vendieron bien, desde luego. Reconozco que es muy fácil venderlo bien. Hablaban de sus poemas, de su precocidad en la cosa, de una novela con título inquietante, El don de Vorace, y, por supuesto, insistían continuamente en que murió con veinte años, en llamarlo "el Rimbaud canario", "el verdadero maldito de la literatura española" y cosas de esa guisa. Él, desde luego, poca culpa tiene de eso. Uno vive lo que puede o lo que le dejan, hace lo que se le ocurre mientras tanto y, después, tienes suerte si el usufructo de tus despojos cae en buenas manos, incluso en buenas bocas.

El viernes, además de comprar dos libros de John Fante, también cogí una antología de Casanova publicada en la editorial Demipage, Cuarenta contra el agua. Pruebas irrefutables de que la editorial quiere, como mínimo, recuperar lo invertido y de que a este poeta es fácil venderlo bien son las citas que trufan la contraportada del libro. Las hay de todos los colores y de todos los nombres. No me resisto a mostrar una de Juan Cruz —Víctor cuenta un chiste muy gracioso a propósito de dos aviones que se cruzan y Juan Cruz, pero yo no tengo gracia para contar chistes—: «¿Una promesa? Mucho más que eso: era el aire posado de una literatura insólita que llevaba hasta en los ojos.» En otra Molina Foix lo relaciona con Nick Drake y se va comprendiendo ya que no se trata, precisamente, de gente milikesca, sino de personas tristes y depresivas, que es como tienen que ser los poetas. Como dice la wikipedia, "según la versión oficial, su muerte se debió a un escape de gas mientras se bañana en su domicilio".

¿Y los poemas? Pues poemas muy buenos de un autor atormentado de veinte años. Es importante tener en cuenta estas dos características. La tormenta es de manual y los veinte años, también. Es de suponer que lo segundo se le habría curado con el tiempo. Lamentablemente, no lo tuvo.

En definitiva, incluso para los malditos —en esta nómina caben todas las calidades— es difícil abstraerse del peso de lo poético. ¿Quién lo hará?


Si nos destrozamos en una pesadilla
que no tenga ni pies ni cabeza
y con el corazón dando tumbos sobre las piedras
me obligas a llorar por ti,
a recoger las vísceras que dejas por el camino,
es entonces cuando me echo a dormir
a tomarte en algún sueño,
pero surge otra pesadilla
que tiene pies y cabeza,
algo así como la vida,
y es ahí donde acabas
de destrozarme.


A veces, cuando la noche me aprisiona
suelo sentarme frente a una cabina telefónica
y contemplo las bocas que hablan
para lejanos oídos.
Y cuando el hielo de la soledad
me ha desvenado, los barrenderos moros
canturrean tristemente
y las estrellas ocupan su lugar,
yo acaricio el teléfono
y le susurro sin usar monedas.


Suelo quedar dormido
mirando la luz de una vela,
en mis sueños la llama incendia la noche
que cae como el telón al final de una tragedia,
el fuego sigue creciendo como un niño interminable,
en el sótano perecen los fantasmas olvidados
y en las calles sin salida
mis amigos se agolpan temblorosos.
Esa música crujiente
que avanza como un ejército de muertos,
el viento inflamable que destroza las estaciones
como la coz de un caballo en libertad,
así de fuerte es mi venganza,
así me ahorco con la soga del campanario
para que os persiga la música de metal
que mata.
Y nunca más haréis el amor
ni oleréis ese manjar que es el agua.
Pero cuando el tren del sueño
se detiene, es imposible describir
la tristeza que retorna a mis ojos,
testigos ridículos de ese trozo
de cera que se está consumiendo.

viernes, 4 de febrero de 2011

Pixelados.


La amistad —o algunos de sus sucedáneos— tiene estas cosas. La palabra "nocilla" es demasiado golosa, literariamente hablando, como para no quedarse con ella en el oído. Así que me sonaba el título. Víctor leyó Nocilla Experience. El otro día, Juanlu, con sus virus a cuestas, me habló de otros libros de Agustín Fernández Mallo y me dio a elegir entre dos. El que me quedé —no sé si era regalo a tiempo parcial o indefinido— se titula Carne de píxel. Ahora es fácil decir que la metáfora, eso del mundo "pixelado", es buena, evidente. Pero, claro, se te tiene que ocurrir. Y se le ocurrió a él primero.

En un par de pizarras, en el salón, Juan tiene el esbozo de su concepción de objeto poético. Probablemente me equivoque en los términos. Me habló de procesos de creación. Yo le enseñé mi libreta de Hamlet. Discutimos sobre el origen, el motiv, según dice, de nuevo, el todopoderoso libro de Literatura Universal de los nenes. Cómo se origina el poema. Una pavesa inicial, pensé. El poema, como el fuego, está en esencia ahí. Su éxito depende de que prenda. Para ello, imagino, serán necesarias las condiciones óptimas de humedad, presión, ángulo y otros términos. Su idea, mostrarlo todo. La ciencia, me dijo. La ciencia, le dije. Recordé que en los apuntes dice que los parnasianos también hacen eso. Recurrir al objetivismo científico para alejarse del sentimentalismo romántico. Al que todos tendemos. Esa es una verdad irrefutable.

Carne de pixel. Poesía de la que no se enseña. Víctor lo decía también en un post hace unos días. Valen Machado, Juan Ramón, Cernuda, todos esos. Son los clásicos, qué decir. Pero hay más. A lo mejor funcionan.

lo más difícil de narrar siempre es el presente. Su instantaneidad no admite proyecciones, fantasías, desenfoques. Yo no sé si todo aquello existió porque no sé si existe. No sé si son ciertas tus manos [aunque sí sé que verosímiles] bajo la lluvia, y tus ojos como Polaroids [irrepetibles y mostrando más de lo previsto]. Llorabas. Llovía. Quién deja a quién si todos andamos diferidos de nosotros mismos, dejando atrás lo que entendemos para no entender lo insoportable: que cada cual es uno y además no numerable, que vendrán otras, que vendrán otros, que asusta pensar hasta qué punto todos somos inter cambiables. Sé que no podré olvidar cuanto vi en tus ojos: el aire ionizado sobre nuestras cabezas, tus manos apretadas [no sé exactamente qué visión pretendían re futar]. Puede que fuera yo quien lloraba, puede que fuera en mí donde llovía. Puede que aún me estés besando, o que aquel martes [por decir un día] jamás haya existido.


cincunvalamos la ciudad. Aunque ya era mayo, hacía frío, llovía. Que el mundo es un lugar horrible, escribió Sábato en El Túnel, es una verdad que no necesita demostración. Entonces, me digo, por qué persistimos en demostrarlo. Lo llamaré pixelado nº4.


recordar un hecho real dentro de un sueño equivale a dotarlo aún más de la realidad: dos límites lo acotan: anochece y amanece. El abrazo mientras dormías para llevar tú mi mano hacia tu pecho con tibia [no sé cómo expresarlo] ensoñación no soporta tal exceso de realidad y en mitad de la noche me despierto.

sábado, 29 de enero de 2011

Ocho de abril de 1928.


Y la negra. La única a la que Jason, además de despreciar, teme. La negra que sabía sobre lo de Caddy y Quentin. La que encubre a la sobrina mientras se desliza por el canalón y escapa para siempre con un titiritero. La negra, sí, la que soporta toda la vejez quejosa de Caroline, sin quejarse.

Dilsey, la primera que vio la decadencia de los Compson. La única que cree ya en ellos. El ruido y la furia tiene descripciones de verdad. Absolutas, apabullantes. Descripciones que sirven para algo.

El día amaneció tristón y frío, una pared de luz grisácea en movimiento procedente del nordeste que, en lugar de desvanecerse en neblina, parecía desintegrarse en partículas diminutas y venenosas, como de polvo, las cuales, cuando Dilsey abrió la puerta de la cabaña y se asomó al exterior, le aguijonearon oblicuamente su carne, depositándose en ella no tanto como humedad sino como una sustancia que compartía las cualidades del aceite licuado, aún no congelado por completo. Llevaba ella un rígido sombrero de paja negra encaramado sobre su turbante, y una toquilla de terciopelo marrón ribeteada de piel anónima y pelada sobre un vestido de seda violeta, y permaneció un momento en la puerta, con el rostro surcado de mil arrugas hacia la humedad, y una mano de piel fláccida como la panza de un pescado, luego se abrió la toquilla y se examinó la pechera del vestido.

El vestido le caía desde los hombros, pasaba por encima de sus pechos fláccidos, luego se le ajustaba sobre la barriga y volvía a caer, abultándose un poco sobre las prendas interiores de colores regios y moribundos de las que, al llegar la primavera y los días cálidos, se despojaría una a una. En otro tiempo había sido una mujer corpulenta, pero ahora su esqueleto se erguía bajo los pliegues de una piel descarnada, que se volvía a tensar sobre un vientre casi hidrópico, como si músculo y tejido hubieran sido valor y fortaleza que los días o los años hubiesen consumido hasta que solamente el indomable esqueleto quedaba en pie como una ruina o un poste por encima de sus impenetrables y dormidas entrañas, y encima de todo eso, un rostro hundido que causaba la sensación de que los huesos sobresalían de la piel, levantado hacia el día que llegaba con una expresión a la vez fatalista y de desilusión asombrada e infantil, hasta que se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa y cerró la puerta.

martes, 25 de enero de 2011

Seis de abril de 1928.


Es lo que yo digo, que la que ha sido una zorra siempre será una zorra. Lo que yo digo, suerte tienes si lo único que te preocupa es que no haga novillos. Lo que yo digo, que ésa debería estar ahí abajo en la cocina, en lugar de en su habitación, echándose pintura en la cara y esperando a que seis negros, que ni siquiera pueden levantarse de una silla sin que un plato lleno de pan con carne los sostenga en pie, le preparen el desayuno.

Jason Compson, un Compson, aunque para su madre, Caroline Bascomb, sea un Bascomb, el último Bascomb. Con él y con su dinero perdido se irá el esplendor de la familia. Jason Compson acelera su coche por caminos de tierra antes de que llueva porque tiene que llegar a Mottson. Quentin, su sobrina, la puta, le ha robado tres mil que eran suyos, de la muy puta, y se ha ido de casa. A Jason le duele la cabeza cuando conduce. Le duele la cabeza cuando trabaja. Le duele la cabeza cuando va a correos a recoger giros que no son para él. Le duele cuando vuelve a casa y Dilsey, la criada negra, le pone la comida. Le duele, sobre todo, cuando escucha berrear a su hermano Ben, Benjamin, el idiota, cuando lo ve babear con su babero puesto. Le duele tanto que le gustaría mandarlo a Jackson para que allí se ocupen de él. Caroline piensa que es un castigo de Dios. Jason piensa, simplemente, que Dios se olvidó hace mucho de los Compson. Porque los Compson fueron algo, hace mucho. Ya, desde luego, son solo nada.

Yo digo que cuando mi familia poseía esclavos, vosotros teníais que vivir en tiendas de campaña y labrar parcelas que ni un negro querría trabajar ahora.

Jason Compson, cuando le duele la cabeza, intenta pensar en otra cosa. No en el dinero. No en su sobrina puta. No en su hermana puta. Ya se sabe, la que ha sido una zorra siempre será una zorra. No en el dinero que le falta. No es su padre aniquilado por el alcohol y la vergüenza. No en su madre que mejor estaría muerta. No en su hermano que mejor estaría ingresado. No en los negros, ¿has tenido alguna vez un negro que valiera lo que cuesta la cuerda para ahorcarlo? Jason prefiere pensar en Lorraine y en la próxima vez que él vuelva a Memphis, a pagarle lo que sea y a acostarse con ella. Así parece que se alivia un poco. Pero enseguida le vienen más pensamientos. Y, de nuevo, el dolor de cabeza.

Porque Quentin, su hermano, tuvo la universidad. Caddy, su hermana, tuvo la vida que quiso. Benjamin, el idiota, no tuvo nada. Pero él, Jason Compson, tuvo el futuro en sus manos y se lo arrebataron. Y por culpa de todos. Herbert le había ofrecido un buen trabajo en un banco. Pero Caddy tuvo que estropearlo todo. Y el prado fue vendido para pagar los estudios de Quentin, ahora bajo el agua. ¿Qué le quedaba a él? Cabeza de familia de una saga naufragante. El último Compson. Y una madre para recordárselo todo.

Esas cosas las dices para hacerme daño, dice la madre. Aunque me las merezco. Cuando empezaron a vender la tierra para mandar a Quentin a Harvard dije a tu padre que debía prever las mismas cláusulas para ti. Luego, cuando Herbert se ofreció a meterte en el banco, yo dije, Jason ya está provisto, y cuando los gastos comenzaron a amontonarse y yo me vi forzada a vender los muebles y el resto del prado, le escribí inmediatamente porque me dije que se daría cuenta de que tanto ella como Quentin ya habían disfrutado de su parte y también de la de Jason y que ahora le tocaba a ella compensarle a él. Me dije lo hará por respeto hacia su padre. Entonces lo creí. Pero sólo soy una pobre anciana; me educaron creyendo que las personas pasan privaciones por quienes son de su carne y de su sangre. Yo tengo la culpa. Tenías razón con tus reproches.


Queda una última fecha. El ruido y la furia, de William Faulkner.

sábado, 22 de enero de 2011

Dos de junio de 1910.


Quentin Compson y Candance Compson, su hermana que huele a madreselva. Quentin Compson y Harvard. Quentin Compson, el primer Compson que va a la universidad. Quentin Compson y el prado que sus padres han tenido que vender para que él vaya a la universidad. El prado de Benjamin Compson, su hermano idiota. Benji berrea y agarra del vestido a Candance. Pero Candance, pese a que su vestido está siendo agarrado y que su cuerpo está dentro de él, no está allí. Su puntura de labios en otros labios. Su virginidad, desperdiciada. Su barriga, engordando. En algún coche. Con otros.

Y Quentin está furioso porque ha perdido su olor a madreselva. Y no es él quien agarra ya el vestido de Candance, quien se lo ciñe con sus manos mientras le aprieta la cintura, quien se lo quita en la cochiqueta mientras, alrededor de los dos, todo huele a mierda de cerdo y —llueve— el agua se filtra por el techo. Al volver a su dormitorio, Quentin Compson se imagina quemándose en las llamas del infierno. O usando el dinero de la venta del prado de Benji, que está reservado para que él vaya a la universidad, para escapar con Candance donde no haya ojos que los observen, que los acusen.

El ruido y la furia, de Faulkner. Aún quedan más páginas y un par de fechas más.

"Aquí fue donde vi el río por última vez esta mañana, aproximadamente aquí. Más allá del crepúsculo sentía el agua, la olía. Cuando la primavera florecía y llovía el olor estaba por todas partes uno no lo notaba tanto otras veces pero cuando llovía el olor comenzaba a entrar en casa con el crepúsculo o porque al atardecer se intensificase la lluvia o por algo que hubiera en la propia luz pero entonces era cuando el olor se tornaba más intenso hasta que ya en la cama yo pensaba cuándo acabará cuándo acabará. La corriente de aire que entraba por la puerta olía a agua, un continuo hálito de humedad. A veces yo conseguía dormirme repitiéndolo una y otra vez hasta que finalmente la madreselva se mezclaba con todo y todo terminó por simbolizar la noche y el desasosiego y me parecía estar tumbado, ni despierto ni dormido, mirando hacia un largo pasillo de media luz grisácea donde todas las cosas estables se habían convertido en paradójicas sombras todo cuanto yo había hecho eran sombras todo cuanto yo había sentido sufrido tomando formas visibles grotescas y burlándose con su inherente irrelevancia de la significación que deberían haber afirmado pensando era yo no era yo quien no era no era quien."

Leyendo, una de las sorpresas que, de vez en cuando, nos depara la intertextualidad. Un pasaje del libro: "en el bosque las ranas al oler la lluvia en el aire cantaban como cajas de música difíciles de parar". Nacho Vegas tiene un disco titulado Cajas de música difíciles de parar. Aquí la primera canción, "Noches árticas".



domingo, 16 de enero de 2011

Al campo de batalla.

"Cuando la sombra del marco de la ventana apareció en las cortinas era entre las siete y las ocho y entonces me encontré de nuevo en el interior del tiempo, oyendo el reloj. Era el del abuelo y cuando padre me lo dio, dijo: Quentin, te doy el mausoleo de toda esperanza y deseo; es más que penosamente posible que lo uses para conseguir el reducto absurdo de toda experiencia humana, lo que no satisfará tus necesidades individuales más de lo que satisfizo las suyas o las de su padre. Te lo doy, no para que recuerdes el tiempo, sino para que consigas olvidarlo de vez en cuando durante un momento y no malgastes todo tu aliento intentando conquistarlo. Porque ninguna batalla se gana, jamás, como él decía. Ni tan siquiera se libra. Solo el campo de batalla revela al hombre su propia locura y desesperación, y la victoria es ilusión de filósofos e idiotas."

He sido hijo tonto, niña consentida. He sido hermano sádico, también incestuoso. He sido madre enferma y padre ausente. He sido blanco y negro. He preparado cenas y me las he comido. He despreciado platos llenos, también corazones, alguna metáfora. Me he columpiado en los árboles prohibidos, solo a veces, en compañía otras. He cargado mi estupidez como un fardo humano, a cuestas, a rastras. He dicho deja de llorar, deberían llevarte a Jackson. He pedido vuelve a llorar, y el cauce entonces estaba seco. He sido el perro que ladraba la llegada de extraños y he sido envenedador de los ladridos que me delataban. He viajado tarde y mal, y en su momento y bien. He hecho todo el daño que he podido, voluntariamente. He pasado temporadas donde todos, arriba o abajo, creyendo que no hay salida. He salido, he comprobado que, después de todo, se estaba mucho mejor sin mí. Eso es lo que más me tranquiliza.

El ruido y la furia es el tercer libro que leo de William Faulkner. La poca teoría que sé de él me la han enseñado mis apuntes de Literatura Universal. Faulkner —dicen— creó un mundo propio que describe la vida de los habitantes del sur de los Estados Unidos, antiguas familias de blancos poderosos que asisten ajenas a su propia consumación. La grandeza de Faulkner —utilizan los apuntes estas palabras— reside en su capacidad de indagar en la naturaleza humana a partir de las vivencias de los seres de un mundo tan reducido. Después, como todo apunte, se pasa a otra cosa.

Seres extraviados. Me gustan los seres extraviados. Los sádicos, los idealistas, los mezquinos, los entregados, los amantes, los subnormales, los dictatoriales, los inocentes, los lascivos, los reprimidos. Me gustan todos. Porque es mi búsqueda en una sopa de letras. Aún no di con la pieza, que es tanto como decir que encajo en todos lados. Acaso sea solo cuestión de un par de muescas.