martes, 19 de febrero de 2008

¿Qué hay detrás del horror?


Horror. Horror. Vamos a ponernos en situación. Tenemos a Martín, un jovencito. Dieciocho, diecinueve, veinte años. ¿De verdad creéis que hay tanta diferencia? Tenemos, también, a Alejandra, un par de años mayor. Y, claro, algo les tiene que ocurrir. Se relacionan. Parece que se enamoran. Recordad sus nombres: Martín y Alejandra. Sí, podemos decir que se enamoran. Pero...


No vienen limpios. ¿Acaso creéis que existe la limpieza? Tienen ya todo el mundo a sus espaldas. Todo el peso. Martín es un proyecto de hombre, inseguro, miedoso. Alejandra tiene cactus en el corazón que le impiden descansar, que le impiden dejarse llevar y sentir. Alejandra tiene lagartos, serpientes, reptiles asquerosos en las venas que la incapacitan para la felicidad. ¿Os imagináis qué cosa tiene que ser tener murciélagos, ratas y cangrejos horadando vuestros órganos, royéndoos por dentro? A pesar de todo, Martín y Alejandra se relacionan, parece que se enamoran.

Obtienen momentos de algo parecido a la felicida
d. A veces, incluso, ríen. Martín lo llama así, "felicidad". Alejandra, en cambio, guarda silencio. Porque Alejandra sabe qué cosa es la mudez lancinante del subsuelo, qué cosa es el horror y el vacío. Martín lo llama así, "felicidad". No es que se equivoque, es que Martín cree que la posesión de la felicidad no es momentánea, sino eterna. ¿Habéis atisbado alguna vez qué cosa es la felicidad? Martín la obtuvo una vez. Ahora, en cambio, ya no la tiene. Martín conoce ahora el significado de la fugacidad.

Alejandra muere. Sería más exacto decir que se quemó viva. Antes, había matado a su padre de cuatro balazos. ¿Qué hay detrás del horror? ¿Detrás del horror de la muerte de Alejandra, de su sufrimiento, de su piel achicharrada, del cuerpo exangüe de su padre? Detrás de todo está Martín, con su amor, vivo, en pie al menos; Martín
convertido en una oquedad latiente después
de todo, que ahora es nada.

¿Pensáis que no es posible? No habéis visto esto en "La sirenita" o en "El rey León", ¿verdad? No lo cuentan los textos artificiales de los libros de lengua ni las diatribas de vuestros profesores en vuestras seis horas de somnolencia legañosa, ¿verdad? Pero lo cuenta Ernesto Sabato en Sobre héroes y tumbas, una novela brutal, destructiva, improductiva, asesina y desgraciada. No la leáis, porque esta novela no sirve para nada, no cuenta nada. ¿Alguna vez os habéis asomado a un sótano por dentro? E
so es.

¿Y Martín? Murió Alejandra a dentelladas del fuego. Pero, ¿y Martín? Ése es el horror. El peor horror. La vida que existe, que sigue existiendo después de que todo haya sido un horror. Porque la vida tiene ese empeño. Seguir, seguir, seguir.

He aquí la vida de Martín después de todo. Sin Alejandra. Sin él mismo. Sólo una oquedad latiente después de todo. Leed. Es el vacío. ¿Lo habéis mirado a los ojos alguna vez?


"Caminaba sin ver a su alrededor, mientras restos de pensamientos eran nuevamente fragmentados por violentas emociones, como edificios destruidos por un terremoto que son sacudidos por nuevos temblores.

Tomó un ómnibus y la sensación de que el mundo no tenía sentido se le presentó con mayor fuerza: un ómnibus que corría con tanta deci­sión y potencia hacia alguna parte que a él no le interesaba, un meca­nismo tan preciso, técnicamente tan eficaz, llevándolo a él, que no tenía ningún objetivo ni creía ya en nada ni esperaba nada ni necesitaba ir a alguna parte; un caos transportado con horarios exactos, tarifas, cuer­pos de inspectores, ordenanzas de tránsito. Y estúpidamente había tira­do las inyecciones para el corazón y buscarlo ahora a Pablo para eso era como ir a un baile para encontrar a Dios o al Diablo. Pero el tren, el paso a nivel de la calle Dorrego, tal vez allí, un instante y se acabó, re­cordaba aquella vez el gentío, qué pasa, qué pasa, no se podía llegar has­ta el centro del gentío, se oía qué horror, lo agarró descuidado, qué es­peranza, qué está diciendo, se tiró adrede, se quiso matar y otro que gri­taba aquí hay un zapato con un pie. O tal vez el agua, el puente de la Boca, pero el agua aceitosa allá abajo y acaso la posibilidad de dudar o arrepentirse en aquellos segundos de la caída, fragmentos de tiempo que pueden ser quién lo sabe existencias enteras, monstruosas y vastas como los segundos de una pesadilla. O encerrarse y abrir la llave del gas y to­mar muchas píldoras como Juan Pedro, pero Nené dejó una rendija de la ventana, pobre Nené, pensó con ironía cariñosa. Y su sonrisa en me­dio de la tragedia era como un solcito que fugazmente apareciera en un día tormentoso y frígido de grandes inundaciones y maremotos, mien­tras el guarda gritaba ¡terminal! y los últimos pasajeros bajaban qué, qué, dónde estaba, a ver, sí, la avenida General Paz, eso es, una gran to­rre, de un zaguán salió un chiquilín corriendo y desde dentro una mu­jer, la madre seguramente, le gritaba te voy a dar bandido, y el chiquilín con su terror corrió hasta la esquina y allí dobló; tenía un pantaloncito marrón y un pullover colorado contra el cielo lluvioso y gris como una pequeña y transitoria belleza, por la misma vereda vio una muchacha de barrio con un impermeable amarillo y pensó va a hacer compras al al­macén o facturas para tomar con mate, la madre o el padre jubilado le habría dicho linda tarde para matear con facturas, andá y comprá algo, o acaso uno de esos muchachos que ellas llaman simpatía, que estaría franco y habría ido a charlar con ella, o a lo mejor la mandaba el her­mano que tenía un tallercito por ahí mismo porque ahora veía un pequeño garaje donde había un hombre joven que podía ser el hermano con overall azul manchado de grasa y una llave inglesa en la mano que le decía al aprendiz andá Perico y pedile el cargador, y el aprendiz salía a paso rápido, pero todo era como un sueño y para qué todo: cargado­res, llaves inglesas y mecánicos, y sentía pena por el chiquilín aterrori­zado porque, pensaba, todos estamos soñando y entonces para qué ese castigo del chico y para qué arreglar autos y tener simpatías y luego ca­sarse y tener hijos que también sueñen que viven y tengan que sufrir, ir a la guerra o luchar o desesperanzarse por simples sueños. Caminaba a la deriva, como un bote sin tripulantes arrastrado por corrientes indeci­sas, y realizaba movimientos mecánicos como los enfermos que han perdido casi totalmente la voluntad y la conciencia y sin embargo se de­jan mover por los enfermeros y obedecen las indicaciones con oscuros restos de aquella voluntad y de aquella conciencia aunque no saben para qué. El 493, pensó, voy hasta Chacarita y después tomo el subte hasta Florida, después camino hasta el hotel. Así que subió al 493 y mecáni­camente pidió boleto y durante media hora siguió viendo fantasmas que soñaban cosas activísimas, en la estación Florida salió por la calle San Martín, caminó por Corrientes hasta Reconquista y desde allí se dirigió al hospedaje Warszawa, Comodidades para Caballeros, subió por las es­caleras sucias y rotas hasta el cuarto piso, y se arrojó sobre el camastro como si durante siglos hubiese recorrido laberintos."

Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, Barcelona, Seix

Barral, 2007.

Pregunta para los que hayáis soportado hasta el final. ¿Creéis que Martín acabó suicidándose?

domingo, 10 de febrero de 2008

Cinco horas con Bolaño.

Os confieso que, pese a que ser un aficionado al teatro, nunca había asistido a la representación de una obra que durara cinco horas. Pero, como para todo en la vida tiene que haber una primera vez, ayer fue la mía. El Teatre Lliure, un conocido y buenísimo grupo teatral de Barcelona, representó en Sevilla, en el Teatro Central, una obra que duró, exactamente, cinco horas y diez minutos. Claro que la obra no era cualquier obrita. Se trataba de 2666, una adaptación teatral de la novela homónima de Roberto Bolaño, escritor chileno ya fallecido.




En realidad, 2666, son cinco novelas en una. Las cinco novelas no tienen mucho que ver entre sí. Sólo hay un elemento que las conecta: los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, ciudad de la frontera mexicana con los Estados Unidos. Desde 1993 han sido asesinadas en esta ciudad más de trescientas mujeres y muchas más han desaparecido. La mayoría de los casos, aún hoy, están por resolver.


Pero la razón por la que escribo este post no son los asesinatos. Tiempo habrá para eso. La razón es mostraros cómo dentro de la literatura cabe todo, cualquier cosa, y, por supuesto, la violencia y el humor. Precisamente violencia y humor hay en el fragmento que me gustaría ofreceros. Este fragmento pertenece a la primera de las cinco novelas que forman 2666, titulada "La parte de los críticos". En efecto, los tres protagonistas, Espinoza, Pelletier y Norton son tres críticos literarios especialistas en la obra de un autor alemán llamado Benno Von Archimboldi. Espinoza es español. Pelletier, francés. Y Norton es inglesa. Pero, claro, no sólo de literarura vive el hombre. Espinoza y Pelletier están enamorados de Norton y mantienen relaciones sexuales con ella. Y, por supuesto, tanto uno como otro está al tanto de las relaciones del compañero. En este fragmento, los tres, después de una buena cena regada con buen vino en el mejor restaurante de Londres, hablan dentro de un taxi de su atípica relación. El taxista, un paquistaní, tiene la desgraciada idea de intervenir y opinar.

"El taxista reconoció que, en efecto, el laberinto que era Londres había conseguido desorientado. Algo que llevó a Espinoza a decir que el taxista, sin proponérselo, coño, claro, había citado a Borges, que una vez comparó Londres con un laberinto. A lo que Norton replicó que mu­cho antes que Borges Dickens y Stevenson se habían referido a Londres utilizando ese tropo. Cosa que, por lo visto, el taxista no estaba dispuesto a tolerar, pues acto seguido dijo que él, un paquistaní, podía no conocer a ese mentado Borges, y que también podía no haber leído nunca a esos mentados señores Dickens y Stevenson, y que incluso tal vez aún no conocía lo suficientemente bien Londres y sus calles y que por esa razón la había comparado con un laberinto, pero que, por contra, sabía muy bien lo que era la decencia y la dignidad y que, por lo que había escuchado, la mujer aquí presente, es decir Norton, care­cía de decencia y de dignidad, y que en su país eso tenía un nombre, el mismo que se le daba en Londres, qué casualidad, y que ese nombre era el de puta, aunque también era lícito utili­zar el nombre de perra o zorra o cerda, y que los señores allí presentes, señores que no eran ingleses a juzgar por su acento, también tenían un nombre en su país y ese nombre era el de chulos o macarras o macrós o cafiches.

Discurso que, dicho sea sin exagerar, pilló por sorpresa a los archimboldianos, los cuales tardaron en reaccionar, digamos que los improperios del taxista fueron soltados en Geraldine Street y que ellos pudieron articular palabra en Saint George's Road. Y las palabras que pudieron articular fueron: detenga de inmediato el taxi que nos bajamos. O bien: detenga su asque­roso vehículo que nosotros preferimos apeamos. Cosa que el paquistaní hizo sin demora, accionando, al tiempo que aparca­ba, el taxímetro, y anunciando a sus clientes lo que éstos le adeudaban. Acto consumado o última escena o último saludo que Norton y Pelletier, tal vez aún paralizados por la injuriosa sorpresa, no consideraron anormal, pero que rebalsó, y con creces, el vaso de la paciencia de Espinoza, el cual, al tiempo que bajaba, abrió la puerta delantera del taxi y extrajo violentamente de éste a su conductor, quien no esperaba una reacción así de un caballero tan bien vestido. Menos aún esperaba la lluvia de patadas ibéricas que empezó a caerle encima, patadas que pri­mero sólo le daba Espinoza, pero que luego, tras cansarse éste, le propinó Pelletier, pese a los gritos de Norton que intentaba disuadirlos, las palabras de Norton que decía que con violencia no se arreglaba nada, que, por el contrario, este paquistaní des­pués de la paliza iba a odiar aún más a los ingleses, algo que por lo visto traía sin cuidado a Pelletier, que no era inglés, me­nos aún a Espinoza, los cuales, sin embargo, al tiempo que pateaban el cuerpo del paquistaní, lo insultaban en inglés, sin im­portarles en lo más mínimo que el asiático estuviera caído, hecho un ovillo en el suelo, patada va y patada viene, métete tu país por el culo, allí es donde debe estar, esta patada es por Salman Rushdie (un autor que ambos, por otra parte, consideraban ­más bien malo, pero cuya mención les pareció pertinente), esta patada es de parte de las feministas de París (parad de una puta vez, les gritaba Norton), esta patada es de parte de las feministas de Nueva York (lo vais a matar, les gritaba Norton), esta patada es de parte del fantasma de Valerie Solanas, hijo de mala madre, y así, hasta dejarlo inconsciente y sangrando por los orificios de la cabeza, menos por los ojos."

2666, de Roberto Bolaño, Barcelona, Anagrama, 2007.

domingo, 3 de febrero de 2008

Javier Bardem, asesino por encargo.


Mucho tiempo ha pasado desde que Javier Bardem apareció en películas más o menos olvidables como "Jamón jamón" o "Huevos de oro". Los que no somos tan jóvenes como vosotros aún recordamos a un actor con fuerza, a veces demasiada, y con cierto riesgo de convertirse en la reedición del macho patrio al que cierto público de nuestro país es tan adicto. Pero no, nada de eso. Javier Bardem nos ocultaba su mejor baza, la inteligencia.

E inteligencia tuvo para elegir el papel del escritor cubano homosexual y enfermo de sida Reinaldo Arenas en "Antes que anochezca", que le valió su primera nominación al Oscar. Pero no sólo fue inteligencia, sino que Bardem se nos reveló como un actor versátil, camaleónico y buenísimo. Ése fue el descubrimiento. Después vino el papel de Santa, el parado íntegro, digno y un tanto colérico de "Los lunes al sol", de Fernando León de Aranoa. Bardem engordó, se avejentó, se dejó barba y nos enterneció con la escena en la que cuenta la historia de la cigarra y la hormiga a un niño de cinco o seis años. Después, el tetrapléjico Ramón Sampedro de "Mar adentro", de Alejandro Amenábar. Y Bardem nuevamente capaz de emocionarnos sólo con la voz y los ojos, nada más.



Y, ahora, el asesino Anton Chigurh de "No es país para viejos", película de los hermanos Coen por la que ha recibido innúmeros premios y por la que está nominado al Oscar como mejor actor de reparto. Esta película está basada en una novela homónima del escritor estadounidense Cormac McCarthy, del que ya escribí un artículo a propósito de su novela La carretera.

El personaje que interpreta Bardem es un asesino falto de escrúpulos que tiene que recuperar dos millones de dólares. A su falta de escrúpulos une un placer estimulante cada vez que asesina a alguien. Violencia, soledad, incomunicación... todo se da la mano en la novela y, por lo que parece, también en la película. Os dejo un fragmento de la novela en el que Chigurh ajusta cuentas con un viejo conocido llamado Wells, otro asesino, en una habitación de hotel. Además, os dejo los dos tráilers de "No es país para viejos". Se estrena este jueves. No dejéis de ir a verla.


"Entonces sí cerró los ojos. Cerró los ojos y giró la cabeza y levantó una mano para repeler lo que no podía ser repelido. Chigurh le disparó a la cara. Todo cuanto Wells había sabido o pensado o amado en su vida se escurrió lentamente por la pared que tenía detrás. El rostro de su madre, su primera co­munión, mujeres que había conocido. Los rostros de hom­bres en el momento de morir arrodillados ante él. El cuerpo de un niño muerto en un barranco junto al camino en otro país. Quedó tumbado en la cama sin media cabeza y con los brazos extendidos y la mano derecha prácticamente desap­arecida. Chigurh se levantó y recogió de la alfombra el casquillo vacío y sopló y se lo guardó en el bolsillo y miró el reloj. Faltaba un minuto para el nuevo día.

Bajó por la escalera de atrás y cruzó el aparcamiento hasta el coche de Wells y buscó la llave en el llavero que le había cogido a Wells y abrió la puerta y registró el coche por ­delante y por detrás y bajo los asientos. Era un coche alqui­lado y no había nada dentro salvo el contrato de alquiler en el bolsillo de la puerta. Cerró la puerta y fue a abrir el maletero. Nada. Rodeó el coche por el lado del conductor y ­abrió la puerta y tiró de la palanca del capó y salió y abrió el capó y miró en el compartimiento del motor y luego cerró el capó y se quedó mirando al hotel. Mientras estaba allí de pie sonó el teléfono de Wells. Se sacó el teléfono del bolsillo y pulsó el botón y se llevó el aparato al oído. Sí, dijo."