sábado, 29 de enero de 2011

Ocho de abril de 1928.


Y la negra. La única a la que Jason, además de despreciar, teme. La negra que sabía sobre lo de Caddy y Quentin. La que encubre a la sobrina mientras se desliza por el canalón y escapa para siempre con un titiritero. La negra, sí, la que soporta toda la vejez quejosa de Caroline, sin quejarse.

Dilsey, la primera que vio la decadencia de los Compson. La única que cree ya en ellos. El ruido y la furia tiene descripciones de verdad. Absolutas, apabullantes. Descripciones que sirven para algo.

El día amaneció tristón y frío, una pared de luz grisácea en movimiento procedente del nordeste que, en lugar de desvanecerse en neblina, parecía desintegrarse en partículas diminutas y venenosas, como de polvo, las cuales, cuando Dilsey abrió la puerta de la cabaña y se asomó al exterior, le aguijonearon oblicuamente su carne, depositándose en ella no tanto como humedad sino como una sustancia que compartía las cualidades del aceite licuado, aún no congelado por completo. Llevaba ella un rígido sombrero de paja negra encaramado sobre su turbante, y una toquilla de terciopelo marrón ribeteada de piel anónima y pelada sobre un vestido de seda violeta, y permaneció un momento en la puerta, con el rostro surcado de mil arrugas hacia la humedad, y una mano de piel fláccida como la panza de un pescado, luego se abrió la toquilla y se examinó la pechera del vestido.

El vestido le caía desde los hombros, pasaba por encima de sus pechos fláccidos, luego se le ajustaba sobre la barriga y volvía a caer, abultándose un poco sobre las prendas interiores de colores regios y moribundos de las que, al llegar la primavera y los días cálidos, se despojaría una a una. En otro tiempo había sido una mujer corpulenta, pero ahora su esqueleto se erguía bajo los pliegues de una piel descarnada, que se volvía a tensar sobre un vientre casi hidrópico, como si músculo y tejido hubieran sido valor y fortaleza que los días o los años hubiesen consumido hasta que solamente el indomable esqueleto quedaba en pie como una ruina o un poste por encima de sus impenetrables y dormidas entrañas, y encima de todo eso, un rostro hundido que causaba la sensación de que los huesos sobresalían de la piel, levantado hacia el día que llegaba con una expresión a la vez fatalista y de desilusión asombrada e infantil, hasta que se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa y cerró la puerta.

martes, 25 de enero de 2011

Seis de abril de 1928.


Es lo que yo digo, que la que ha sido una zorra siempre será una zorra. Lo que yo digo, suerte tienes si lo único que te preocupa es que no haga novillos. Lo que yo digo, que ésa debería estar ahí abajo en la cocina, en lugar de en su habitación, echándose pintura en la cara y esperando a que seis negros, que ni siquiera pueden levantarse de una silla sin que un plato lleno de pan con carne los sostenga en pie, le preparen el desayuno.

Jason Compson, un Compson, aunque para su madre, Caroline Bascomb, sea un Bascomb, el último Bascomb. Con él y con su dinero perdido se irá el esplendor de la familia. Jason Compson acelera su coche por caminos de tierra antes de que llueva porque tiene que llegar a Mottson. Quentin, su sobrina, la puta, le ha robado tres mil que eran suyos, de la muy puta, y se ha ido de casa. A Jason le duele la cabeza cuando conduce. Le duele la cabeza cuando trabaja. Le duele la cabeza cuando va a correos a recoger giros que no son para él. Le duele cuando vuelve a casa y Dilsey, la criada negra, le pone la comida. Le duele, sobre todo, cuando escucha berrear a su hermano Ben, Benjamin, el idiota, cuando lo ve babear con su babero puesto. Le duele tanto que le gustaría mandarlo a Jackson para que allí se ocupen de él. Caroline piensa que es un castigo de Dios. Jason piensa, simplemente, que Dios se olvidó hace mucho de los Compson. Porque los Compson fueron algo, hace mucho. Ya, desde luego, son solo nada.

Yo digo que cuando mi familia poseía esclavos, vosotros teníais que vivir en tiendas de campaña y labrar parcelas que ni un negro querría trabajar ahora.

Jason Compson, cuando le duele la cabeza, intenta pensar en otra cosa. No en el dinero. No en su sobrina puta. No en su hermana puta. Ya se sabe, la que ha sido una zorra siempre será una zorra. No en el dinero que le falta. No es su padre aniquilado por el alcohol y la vergüenza. No en su madre que mejor estaría muerta. No en su hermano que mejor estaría ingresado. No en los negros, ¿has tenido alguna vez un negro que valiera lo que cuesta la cuerda para ahorcarlo? Jason prefiere pensar en Lorraine y en la próxima vez que él vuelva a Memphis, a pagarle lo que sea y a acostarse con ella. Así parece que se alivia un poco. Pero enseguida le vienen más pensamientos. Y, de nuevo, el dolor de cabeza.

Porque Quentin, su hermano, tuvo la universidad. Caddy, su hermana, tuvo la vida que quiso. Benjamin, el idiota, no tuvo nada. Pero él, Jason Compson, tuvo el futuro en sus manos y se lo arrebataron. Y por culpa de todos. Herbert le había ofrecido un buen trabajo en un banco. Pero Caddy tuvo que estropearlo todo. Y el prado fue vendido para pagar los estudios de Quentin, ahora bajo el agua. ¿Qué le quedaba a él? Cabeza de familia de una saga naufragante. El último Compson. Y una madre para recordárselo todo.

Esas cosas las dices para hacerme daño, dice la madre. Aunque me las merezco. Cuando empezaron a vender la tierra para mandar a Quentin a Harvard dije a tu padre que debía prever las mismas cláusulas para ti. Luego, cuando Herbert se ofreció a meterte en el banco, yo dije, Jason ya está provisto, y cuando los gastos comenzaron a amontonarse y yo me vi forzada a vender los muebles y el resto del prado, le escribí inmediatamente porque me dije que se daría cuenta de que tanto ella como Quentin ya habían disfrutado de su parte y también de la de Jason y que ahora le tocaba a ella compensarle a él. Me dije lo hará por respeto hacia su padre. Entonces lo creí. Pero sólo soy una pobre anciana; me educaron creyendo que las personas pasan privaciones por quienes son de su carne y de su sangre. Yo tengo la culpa. Tenías razón con tus reproches.


Queda una última fecha. El ruido y la furia, de William Faulkner.

sábado, 22 de enero de 2011

Dos de junio de 1910.


Quentin Compson y Candance Compson, su hermana que huele a madreselva. Quentin Compson y Harvard. Quentin Compson, el primer Compson que va a la universidad. Quentin Compson y el prado que sus padres han tenido que vender para que él vaya a la universidad. El prado de Benjamin Compson, su hermano idiota. Benji berrea y agarra del vestido a Candance. Pero Candance, pese a que su vestido está siendo agarrado y que su cuerpo está dentro de él, no está allí. Su puntura de labios en otros labios. Su virginidad, desperdiciada. Su barriga, engordando. En algún coche. Con otros.

Y Quentin está furioso porque ha perdido su olor a madreselva. Y no es él quien agarra ya el vestido de Candance, quien se lo ciñe con sus manos mientras le aprieta la cintura, quien se lo quita en la cochiqueta mientras, alrededor de los dos, todo huele a mierda de cerdo y —llueve— el agua se filtra por el techo. Al volver a su dormitorio, Quentin Compson se imagina quemándose en las llamas del infierno. O usando el dinero de la venta del prado de Benji, que está reservado para que él vaya a la universidad, para escapar con Candance donde no haya ojos que los observen, que los acusen.

El ruido y la furia, de Faulkner. Aún quedan más páginas y un par de fechas más.

"Aquí fue donde vi el río por última vez esta mañana, aproximadamente aquí. Más allá del crepúsculo sentía el agua, la olía. Cuando la primavera florecía y llovía el olor estaba por todas partes uno no lo notaba tanto otras veces pero cuando llovía el olor comenzaba a entrar en casa con el crepúsculo o porque al atardecer se intensificase la lluvia o por algo que hubiera en la propia luz pero entonces era cuando el olor se tornaba más intenso hasta que ya en la cama yo pensaba cuándo acabará cuándo acabará. La corriente de aire que entraba por la puerta olía a agua, un continuo hálito de humedad. A veces yo conseguía dormirme repitiéndolo una y otra vez hasta que finalmente la madreselva se mezclaba con todo y todo terminó por simbolizar la noche y el desasosiego y me parecía estar tumbado, ni despierto ni dormido, mirando hacia un largo pasillo de media luz grisácea donde todas las cosas estables se habían convertido en paradójicas sombras todo cuanto yo había hecho eran sombras todo cuanto yo había sentido sufrido tomando formas visibles grotescas y burlándose con su inherente irrelevancia de la significación que deberían haber afirmado pensando era yo no era yo quien no era no era quien."

Leyendo, una de las sorpresas que, de vez en cuando, nos depara la intertextualidad. Un pasaje del libro: "en el bosque las ranas al oler la lluvia en el aire cantaban como cajas de música difíciles de parar". Nacho Vegas tiene un disco titulado Cajas de música difíciles de parar. Aquí la primera canción, "Noches árticas".



domingo, 16 de enero de 2011

Al campo de batalla.

"Cuando la sombra del marco de la ventana apareció en las cortinas era entre las siete y las ocho y entonces me encontré de nuevo en el interior del tiempo, oyendo el reloj. Era el del abuelo y cuando padre me lo dio, dijo: Quentin, te doy el mausoleo de toda esperanza y deseo; es más que penosamente posible que lo uses para conseguir el reducto absurdo de toda experiencia humana, lo que no satisfará tus necesidades individuales más de lo que satisfizo las suyas o las de su padre. Te lo doy, no para que recuerdes el tiempo, sino para que consigas olvidarlo de vez en cuando durante un momento y no malgastes todo tu aliento intentando conquistarlo. Porque ninguna batalla se gana, jamás, como él decía. Ni tan siquiera se libra. Solo el campo de batalla revela al hombre su propia locura y desesperación, y la victoria es ilusión de filósofos e idiotas."

He sido hijo tonto, niña consentida. He sido hermano sádico, también incestuoso. He sido madre enferma y padre ausente. He sido blanco y negro. He preparado cenas y me las he comido. He despreciado platos llenos, también corazones, alguna metáfora. Me he columpiado en los árboles prohibidos, solo a veces, en compañía otras. He cargado mi estupidez como un fardo humano, a cuestas, a rastras. He dicho deja de llorar, deberían llevarte a Jackson. He pedido vuelve a llorar, y el cauce entonces estaba seco. He sido el perro que ladraba la llegada de extraños y he sido envenedador de los ladridos que me delataban. He viajado tarde y mal, y en su momento y bien. He hecho todo el daño que he podido, voluntariamente. He pasado temporadas donde todos, arriba o abajo, creyendo que no hay salida. He salido, he comprobado que, después de todo, se estaba mucho mejor sin mí. Eso es lo que más me tranquiliza.

El ruido y la furia es el tercer libro que leo de William Faulkner. La poca teoría que sé de él me la han enseñado mis apuntes de Literatura Universal. Faulkner —dicen— creó un mundo propio que describe la vida de los habitantes del sur de los Estados Unidos, antiguas familias de blancos poderosos que asisten ajenas a su propia consumación. La grandeza de Faulkner —utilizan los apuntes estas palabras— reside en su capacidad de indagar en la naturaleza humana a partir de las vivencias de los seres de un mundo tan reducido. Después, como todo apunte, se pasa a otra cosa.

Seres extraviados. Me gustan los seres extraviados. Los sádicos, los idealistas, los mezquinos, los entregados, los amantes, los subnormales, los dictatoriales, los inocentes, los lascivos, los reprimidos. Me gustan todos. Porque es mi búsqueda en una sopa de letras. Aún no di con la pieza, que es tanto como decir que encajo en todos lados. Acaso sea solo cuestión de un par de muescas.