jueves, 31 de diciembre de 2009

Volver a Carver.

A Jose, Elena, Aitor, Estrella y Rubén.

Zahara suena de fondo. Jose, Elena, Estrella y Aitor duermen. Rubén, que hasta hace nada ha estado mirando el libreto de un cd de la ELO que ha comprado en la fnac, cabecea en el sofá y parece que se deja vencer. La muchachada vela armas y ahorra fuerzas para la noche de fin de año, que se presenta con un bocadillo de calamares en una mano y las doce uvas en la otra. No es mal menú, ni mal plan.

Y yo, sin sueño. Y con Carver, con Short Cuts, para terminar en Madrid el año. Una colección de nueve cuentos publicados por Anagrama y con un prólogo del director de cine Robert Altman, que filmó una peli basada en estos relatos de Carver. Uno de los actores que participaron en ella fue Tom Waits, de quien compré el otro día The Heart of Saturday Night. En este disco aparece un tema que incluí en el post anterior sobre Carver. Es curioso ver cómo al final todo casa, y cómo todos los caminos conducen a Roma. Claro que, a veces —la mayoría—, estos caminos no son ni los más rectos ni los más rápidos ni parecen llegar a ningún sitio. Y cuánto se aprende estando perdido. Ya sabéis, para encontrarse, suele ser necesario perderse.

Me siguen estremeciendo los relatos de Raymond Carver. Gente intrascendente. Ni siquiera antihéroes. Gente que nunca saldría en los periódicos. Rumiando su tiempo, zafándose —intentándolo al menos— de sus dificultades, disfrutando de sus victorias con fecha de caducidad. Amando, odiando, engañando... en pequeño formato. Por ejemplo, Bill y Arlene Miller, que riegan las plantas y alimentan al gato de sus vecinos porque ellos están realizando el viaje que a Bill y Arlene les hubiera gustado emprender. O Earl Ober y su mujer, Doreen. Él en el restaurante en el que trabaja ella, avergonzado por los comentarios que un par de tíos hacen sobre el culo —a algunos tipos las palomitas les gustan gordas— de ella. O el protagonista de Vitaminas, y su mujer, Patti, y las amigas-compañeras de trabajo de ella, vendedoras puerta a puerta de vitaminas, cansadas de su trabajo, de su ciudad, y el deseo de mudarse a Portland, otro vacío al que escapar. O el engaño doloroso —dos, tres, cuatro... años no son nada cuando te revientan la vida— de Marian a Ralph en ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? O el hospital en el que el pequeño Scotty trata de recuperarse después de haber sido atropellado por un coche mientras su pastel de cumpleaños se queda rancio en la pastelería.

Son las historias de Carver. Altman lo explica mucho mejor que yo en el prólogo: "Raymond Carver hacía de lo prosaico poesía. Un crítico dijo de él que «revelaba lo extraño que se oculta tras lo banal», pero lo que hacía en realidad era captar las maravillosas idiosincrasias del comportamiento humano, esas idiosincrasias que se dan dentro de lo azaroso de las experiencias de la vida."

¡Larga lectura, pues, a Carver!

jueves, 24 de diciembre de 2009

Navidad.


Para celebrar el nacimiento
de Dios,

nuestro señor,
tiras la casa por la ventana
y compras

nueve guirnaldas brillantes
a euro el trío
figuritas del niño,
san josé bendito
y la virgen santísima
(una por cada sagrada forma,
se entiende)
dos arbolitos de plástico
con seis bolas de regalo cada uno
y
un esprai para crear la nieve
en el desierto de belén.
Todo, en una tienda de chinos
y por doce euros.

Revisa
la cuenta
de tu celebración,
porque aquí hay algo
que no me cuadra.



jueves, 17 de diciembre de 2009

Carver, otro sucio.


Será la calma que sigue al terremoto (en sentido estricto: 6'2 grados en la escala de Richter y con epicentro en el Cabo de San Vicente). O la anestesia causada por una noche de insomnio (insomnio, por otra parte, que nada tiene que ver con el terremoto; ahí me porté como todo un valiente). O esta Guinness mía que me he llevado a los labios mientras escuchaba a Tom Waits y terminaba de leer Tres rosas amarillas, un libro de relatos de Raymond Carver. Estoy muy tranquilo esta noche. Puede ser también que algo tenga que ver la drástica disminución de la montaña de exámenes por corregir que se apilaban en mi mesa de trabajo. En la vida —he aprendido con el paso de los años— casi nada sucede por una sola razón.

Llegué a Carver a través de Iribarren. En realidad, últimamente estoy investigando por ahí, Bukowski, Chandler... Sin embargo, he de admitir que a ése lo conocía de antes, primero a través de la peli El sueño eterno y, después, ya mediante la novela homónima. Pero vamos a Carver, que es lo que nos interesa.

Pongamos una etiquieta. Total, todo en esta vida lleva una etiqueta, no debemos asustarnos por eso. Realismo sucio, ¿no? Lo de siempre, eufónico pero vacío. O lo que es lo mismo, realidad decadentemente estilizada —épica cotidiana la llaman algunos—, tan falsa como todas las realidades que ha inventado el hombre. Y tan necesaria. No, no es original, lo sabemos, ya existieron la torre de marfil de Darío, los paraísos artificiales de Baudelaire o la sublimación de Galatea en el Polifemo gongorino (y la degradación del cíclope, negro el cabello...). Ésta, simplemente, sabe a vino malo, a pensión inmunda y a vómito sobre la ropa sucia. O, como en el caso del relato Intimidad, la realidad estilizada de Carver sabe a derrota, casualidad y arbitrariedad muerta.

Así comienza el relato. Un prodigo de estatismo nihilista y distante.

Anda, escuchad mientras esto.




TENGO unas gestiones que hacer al oeste del estado, así que aprovecho para pararme en la pequeña población donde vive mi ex mujer. No nos hemos visto en cuatro años. Pero de cuando en cuando, siempre que se publica algo mío o escriben sobre mí en revistas y periódicos —una semblanza, una entrevista—, le envío los recortes. No sé por qué lo hago; tal vez porque pienso que puede interesarle. Pero ella nunca me contesta.

Son las nueve de la mañana. No la he llamado por teléfono, y la verdad es que no sé cómo va a recibirme.

Pero me deja pasar. No parece sorprendida. No nos damos la mano. No que decir tiene que no nos besamos. Me hace pasar a la sala. Llevo apenas unos segundos sentado cuando me trae café. Luego empieza a decirme lo que piensa. Dice que soy el culpable de su angustia, que he hecho que se sienta desnuda y humillada.

Que quede claro: me suena tan familiar que no me siento en absoluto incómodo.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Hank Chinaski, perdedor.



PODÍA VER el camino que se abría frente a mí. Yo era pobre e iba a continuar siéndolo. Pero tampoco deseaba especialmente tener dinero. No sabía qué es lo que quería. Sí, lo sabía. Deseaba algún lugar donde esconderme, algún sitio donde no tuviera que hacer nada. El pensamiento de llegar a ser alguien no sólo no me atraía sino que me enfermaba. Pensar en ser un abogado, concejal, ingeniero, cualquier cosa por el estilo, me parecía imposible. O casarme, tener hijos, enjaularme en la estructura familiar. Ir a algún sitio para trabajar todos los días y después volver. Era imposible. Hacer cosas normales como ir a comidas campestres, fiestas de Navidad, el 4 de Julio, el Día del Trabajo, el Día de la Madre... ¿acaso los hombres nacían para soportar esas cosas y luego morir? Prefería ser un lavaplatos, volver a mi pequeña habitación y emborracharme hasta dormirme.

El tipo que escribió la contraportada tenía razón. "Algo así como un hermano paria de Holden Cauldfield, el dulce héroe de El guardián entre el centeno", decía. El hermano más paria, habrá querido decir, porque Holden no era, precisamente, una persona con arraigos. Pero sí, algo en común tienen. Inmadurez y odio, para empezar. Inadaptación también. Chinaski es más sucio, menos idealista, más agrio, más duro. Un tipo duro, o al menos eso es lo que él cree. Los dos —todos— cobardes. Y qué seguro de vida es la cobardía.

A Charles Bukowski lo conocía de oídas y tenía algunos prejuicios negativos con él. Es el arquetipo de escritor maldito, borracho, inadaptado, cínico, iconoclasta... No suena nada mal, ¿verdad? Y le tenía manía porque durante la carrera los tipos que me parecían más inframentales lo leían y, después, por mis propios fantasmas personales de los que, ahora, intento deshacerme. Espero, con esto, no estar convirtiéndome en uno de aquellos subnormales en versión crepuscular treintañera, lo cual sería muy lamentable. Sin embargo, empecé a apreciarlo cuando leí que Iribarren lo admiraba. Lo mismo que a Carver. El otro día, compré La senda del perdedor, en la editorial Anagrama. Debía enfrentarme cara a cara con ese nombre: Bukowski-Chinaski. Limpiamente. A ver si dolía una de mis múltiples llagas, si sangraba, o empezaba a cicatrizar. Bueno, no me he desangrado, y yo con eso me conformo. Ésa es mi triste épica diaria.

Henry —Hank— Chinaski es un niño que nace justo en los años de las Gran Depresión norteamericana. Su infancia transcurre en un barrio marginal durante los años treinta, dentro de una familia a la que no se siente vinculado y, ya en la adolescencia, con un acné que lo desfigura y le hace huir del mundo. Antes, durante y después, Chinaski sólo tiene un deseo: esconderse. Sin embargo, debe enfrentarse al mundo con las únicas armas que ha aprendido: el odio, el alcohol y sus puños. Y debe vivir lo que el mundo, su mundo, le ha mostrado: violencia, odio, sexo reprimido, sucedáneo de amistad...

YO NO TENÍA ningún interés. No tenía interés en nada. No tenía ni idea de cómo lograría escaparme. Al menos los demás tenían algún aliciente en la vida. Parecía que comprendían algo que a mí se me escapaba. Quizás yo estaba capidisminuido. Era posible. A menudo me sentía inferior. Tan sólo quería apartarme de ellos. Pero no había sitio donde ir. ¿Suicidio? Jesucristo, tan solo más trabajo. Deseaba dormir cinco años, pero no me dejarían.


Y, por supuesto, mucho más sexo del que nunca hayáis leído. Eso siempre vende mucho.

ESTABA en el 4.° grado cuando lo descubrí. Probablemente fui uno de los últimos en saberlo, porque todavía seguía sin hablar con nadie. Un chaval se me acercó mientras estaba parado en un rincón durante el recreo.
—¿No sabes cómo se hace? —me preguntó.
—¿El qué?
—Joder.
—¿Qué es eso?
—Tu madre tiene un agujero... —hizo un círculo con el pulgar y el índice de su mano derecha— y tu padre tiene una picha... —cogió el dedo índice de su mano izquierda y lo metió hacia delante y atrás por el agujero—. Entonces la picha de tu padre echa jugo y unas veces tu madre tiene un bebé y otras no.
—A los bebés los hace Dios —dije yo.
—Y una mierda —contestó el chaval, y se fue.
Era difícil para mí creerlo. Cuando se acabó el recreo me senté en clase y pensé acerca de ello. Mi madre tenía un agujero y mi padre tenía una picha que echaba jugo. ¿Cómo podían tener cosas como esas y andar por ahí como si todo fuera normal, hablando de las cosas, y luego haciendo eso sin contárselo a nadie? Me dieron verdaderas ganas de vomitar al pensar que yo había salido del jugo de mi padre.
Aquella noche, después de que se apagasen las luces, me quedé despierto en la cama escuchando. Claramente, empecé a escuchar sonidos. Su cama comenzó a rechinar. Podía oír los muelles. Salí de la cama, me acerqué de puntillas a su cuarto y escuché. La cama seguía produciendo sonidos. Entonces se paró. Volví corriendo a mi habitación. Oí a mi madre ir al baño. Oí que tiraba de la cadena y luego salía.
¡Qué cosa más terrible! ¡No importaba que lo hicieran en secreto! ¡Y pensar que todo el mundo lo hacía! ¡Los profesores, el director, todo el mundo! Era bastante estúpido. Entonces pensé en hacerlo con Lila Jane y no me pareció tan estúpido.




martes, 1 de diciembre de 2009

Dublin Soul.

Para ser un día en el que casi le das una hostia a un alumno —o que casi te la da él a ti, que habría estado más chuli—, un poco de Dublin soul era la única alternativa. Mezclado con my guinness, claro. A última hora, mientras tu compañera de guardia de biblioteca se hacía la loca —el tonto has sido tú—, encontraste The Commitments en una colección de cine europeo. La viste por primera vez hace muchos años, tendrías doce o tres o por ahí. Después has fatigado su banda sonora, pero no la habías vuelto a ver. Hoy sí, mientras te comías sabe dios qué cosa verduzca que encontraste en el frigo. The rhythm of soul is the rhythm of ridin'. Destiny! We're a band with a mission. Bringin' soul to Dublin. Bringin' the music to the proletariat. We're the guerrillas of soul.

Señoras y señores, The Commitments.