jueves, 17 de diciembre de 2009

Carver, otro sucio.


Será la calma que sigue al terremoto (en sentido estricto: 6'2 grados en la escala de Richter y con epicentro en el Cabo de San Vicente). O la anestesia causada por una noche de insomnio (insomnio, por otra parte, que nada tiene que ver con el terremoto; ahí me porté como todo un valiente). O esta Guinness mía que me he llevado a los labios mientras escuchaba a Tom Waits y terminaba de leer Tres rosas amarillas, un libro de relatos de Raymond Carver. Estoy muy tranquilo esta noche. Puede ser también que algo tenga que ver la drástica disminución de la montaña de exámenes por corregir que se apilaban en mi mesa de trabajo. En la vida —he aprendido con el paso de los años— casi nada sucede por una sola razón.

Llegué a Carver a través de Iribarren. En realidad, últimamente estoy investigando por ahí, Bukowski, Chandler... Sin embargo, he de admitir que a ése lo conocía de antes, primero a través de la peli El sueño eterno y, después, ya mediante la novela homónima. Pero vamos a Carver, que es lo que nos interesa.

Pongamos una etiquieta. Total, todo en esta vida lleva una etiqueta, no debemos asustarnos por eso. Realismo sucio, ¿no? Lo de siempre, eufónico pero vacío. O lo que es lo mismo, realidad decadentemente estilizada —épica cotidiana la llaman algunos—, tan falsa como todas las realidades que ha inventado el hombre. Y tan necesaria. No, no es original, lo sabemos, ya existieron la torre de marfil de Darío, los paraísos artificiales de Baudelaire o la sublimación de Galatea en el Polifemo gongorino (y la degradación del cíclope, negro el cabello...). Ésta, simplemente, sabe a vino malo, a pensión inmunda y a vómito sobre la ropa sucia. O, como en el caso del relato Intimidad, la realidad estilizada de Carver sabe a derrota, casualidad y arbitrariedad muerta.

Así comienza el relato. Un prodigo de estatismo nihilista y distante.

Anda, escuchad mientras esto.




TENGO unas gestiones que hacer al oeste del estado, así que aprovecho para pararme en la pequeña población donde vive mi ex mujer. No nos hemos visto en cuatro años. Pero de cuando en cuando, siempre que se publica algo mío o escriben sobre mí en revistas y periódicos —una semblanza, una entrevista—, le envío los recortes. No sé por qué lo hago; tal vez porque pienso que puede interesarle. Pero ella nunca me contesta.

Son las nueve de la mañana. No la he llamado por teléfono, y la verdad es que no sé cómo va a recibirme.

Pero me deja pasar. No parece sorprendida. No nos damos la mano. No que decir tiene que no nos besamos. Me hace pasar a la sala. Llevo apenas unos segundos sentado cuando me trae café. Luego empieza a decirme lo que piensa. Dice que soy el culpable de su angustia, que he hecho que se sienta desnuda y humillada.

Que quede claro: me suena tan familiar que no me siento en absoluto incómodo.

1 comentario:

Alberto dijo...

Te vas acercando, poco a poco te estoy viendo Mailer, tipo duro que baile al ritmo también de realismo sucio o crítico o lo que sea.
Cuando termines, tira de la cisterna, que si no eso se enquista, paulnewman.