martes, 30 de diciembre de 2008

Confidencias (II). Amor más.


Era la disputa de siempre: Betis o Sevilla. Jugadores, tópicos aprendidos en las retransmisiones, pátinas sentimentales bajo las que ocultar la inefable felicidad de que el balón entre o no. Música suave para el atardecer de un lunes. Medias pintas de Guinness —omito el pleonasmo— circunvalando distancias entre las cuatro esquinas de la mesa. Kanouté, Mehmet Aurelio, el primo guapo de Álvaro. Y La ciudad allí tirada, en mitad de vosotras dos. Cerradas, aguardando el instante en que os eligen, así son las letras. Tú te dejabas mirar por Karmelo; tú te dejabas tentar por sus páginas. Antes o después, La carretera, Hierro3, La princesa Mononoke, Lolita. El premio a un mes de trabajo en la librería de tu tío; nuestra conversación de viernes mientras te decía cómo me había impresionado la película de Kim Ki-Duk, esa bellísima escena final que nos dejó sin palabras (apuntado quedó el título en el móvil); la escena del jabalí pútrido impresionando los ojos de una niña; luz de mi vida, fuego de mis entrañas.

Acercando vuestras manos. Resulta raro abrir un libro en un bar un lunes a las siete de la tarde. Pero la gloria de la sístole-diástole únicamente está reservada a las que se arriesgan a abrir puertas en lugares ignotos. Os veía en la distancia de los poemas: la absorción de la tinta iba manchando vuestros ojos pretodo. ¿Quién es este tío, Pablo? ¿Te pasa algo? La ciudad, con ser la ciudad, en unos cuantos versos de arte menor (o mayor) cabe. Y en los cuatro ojos que la miran, reedificándola con el movimiento de vuestros labios mientras la leen.

El tiempo del amor más. Anverso-reverso del menos. Ciclo agridulce de esta joda-fiesta brava. Vivir. Os estará tocando todo esto. No os apresuréis, os seguirá tocando. Pero apuradlo hasta el fondo. No hay otra cosa. Los demagogos siempre son atractivos (aunque, afortunadamente, en ese reino caben otras tipologías). Os enamoraréis de varios de ésos. Suerte la suya. Os romperán el corazón, esos mismos u otros. Alguno también romperéis vosotras. No será cosa vuestra, vale, pero tratadlo bien. Echarse a amar y volver con la boca partida es un acto de valentía que nunca debe ser despreciado (aunque él sea feo, torpe, calvo y no levante más de dos palmos del suelo).

Hay dos cosas dignas que se pueden hacer con un libro. Una, leerlo. Otra, robarlo. ¿Te lo robo? Anda, llévatelo. Un beso a las dos.


"La leve sombra"

La leve sombra que proyectas
sobre la sábana recién inaugurada,
es un país tranquilo, acogedor,
donde se hospeda
—por pura complacencia—
toda la luz del mundo.


"Las mujeres" (poema para Juan)

No sé qué tienen
—además
de lo que tienen—, pero
sin duda
es mágico.
Capaces
con un mínimo
gesto
de hacerte desear
no haber nacido nunca
en un instante
y que al siguiente
te arrojes a sus pies, pasan
siempre de largo.
Sus miradas
desarman.
Sus caricias
te pueden reducir
a un pobre
imbécil. Son
como el alumbrado
de la vida.
Las mujeres. Lo máximo.


"Una mujer"

Una mujer
a la que no sólo
no le falta
de nada, sino
que tiene para dar y tomar
de todo lo que a los hombres
—por mucho que digamos
lo contrario— tanto nos gusta
en las mujeres:

feminidad, sutileza,
clase, buen humor,
ternura,

y una carcasa alucinante.

Ésa eres tú.


"Acaso hace falta más"

La oigo subir por la escalera,
es ella, pienso,
estoy seguro,
sólo ella es capaz
de sacarle esa música
al cemento,
ya está aquí,
abro la puerta, la ayudo
con las bolsas:
pan, jamón,
cerveza, café, queso...
comemos
y nos reímos un rato
del mundo.

¿Que por qué?
Ni lo sé
ni me importa.
Es miércoles,
tres de marzo,
un día gris, oscuro,
sin historia,
un día de perros, sí,
pero estamos enamorados.
¿Acaso hace falta más?


"Así sí"

Te digo que te quiero,
pero no te suena
bien.
Vuelvo a intentarlo
con más énfasis,
pero tampoco te convence.
Nos miramos
un rato,
en silencio...,
y rompemos a reír
a carcajadas.
Pero en qué estaría
pensando.
Que se vayan al carajo
las palabras.
Te acaricio largamente
las piernas,
y te beso en la boca,
y te muerdo la nariz,
y... tú
me dices que así sí.

martes, 9 de diciembre de 2008

Confidencias (I). Amor menos.


Como esperando se me acentúan los sentimientos de estupidez e inutilidad, entre otros, antes de salir del piso de Víctor me echó mano un librillo al que llevaba observando en la estantería desde hacía tiempo. Primero me llamó la atención por la portada con tonos verdes. Después, porque el autor tenía nombre vasco, Karmelo Iribarren. Y por el título, La ciudad. De todas formas, poco habría importado todo si no me moviese también el snobismo vomitivo de conocer a un poeta nuevecillo y fardar de eso sacándome un par de versos suyos en una conversación, en un bar, jugando al intelectual marchito para epatar a alguna torda o, si me apuráis, incluso a algún jambo (o a algún amigo, si no hay otro remedio). El caso es creer que uno impresiona con estas cosas. Sí, así de vacío estoy.

Pues bien, me pongo el abrigo —me da un toque más underground y me acerca más a la imagen (otra falacia mía) que pretendo dar de mí mismo—, cojo el coche y me voy al aeropuerto, a esperar, y dispuesto a pasarlo en grande sintiéndome estúpido e inútil pero, eso sí, diciéndole al mundo ahí os jodéis que yo tengo mi poeta y vosotros no. Como si al mundo le importara algo esto. En fin, las cosas.

Claro, con ese título, La ciudad, los versitos no podían ir más que de lo que iban: de la ciudad, de poeta urbano, con bares, barras, tías, tíos, alcohol, lenguaje postmoderno, referencias culturales para ser guay, de cinismo y jueguecitos de palabras, de ser un poquito maldito pero también un poquito adorable, de ser sufridor gratuito y cabrito entrañable, de jugar a ser madurito-atractivo-desaliñado-peterpan-virgencitaquemequedecomoestoy... En fin, de toda esa porquería que yo intento. Joder, cómo nos eligen los libros. Qué asco.

Y como mi padre me enseñó a llegar a los sitios con antelación, tenía cuarenta minutos de espera. Cuarenta minutos que, por otra parte, me tocaría pagar en el parking. Pero bueno, yo tenía mi libro y tal. Me siento para que se me vea pero sin que se note (claro, uno juega a pasar de todo pero quiere que lo miren). Y me pongo a leer. Aquí van algunos poemas, con comentario, alrededor del tema del amor que se va a hacer puñetas, algo que, por otra parte, es lo que le suele ocurrir al amor la mayoría de las veces. Espero que ya, a vuestra tierna edad, lo estéis probando —y sufriendo— a base de bien. ¿A que se pasa de maravilla? Ea, pues bienvenidos. Ah, he seleccionado los poemas en orden cronológico: desde el hastío inicial al desconocimiento final, pasando, por supuesto, por la ruptura. Así queda más dramático y veis que todo lo que es susceptible de empeorar siempre termina empeorando. Venga, al lío.


"El principio del fin"

Mientras ella se desnuda
poco a poco, incendiando
la alcoba,
él
—absorto en la pantalla,
ajeno por completo
a la deflagración—,
se juega mentalmente
un carajillo
a que el malo es el juez.


Claro, ahora pensaréis que si ella (o él) se desnuda, nadie puede estar absorto en ninguna pantalla de televisión, por muy granhermano o sellamacopla que se ponga la cosa. Jajaja. Daría igual que cayera muerta (o muerto) en ese mismo instante. El tiempo hace preferible a maríadelmonte o a anasosaquintana en lugar de la torda (o del jambo) que dijimos amar una vez. Eso, las cosas.


"Lo peor, lo más triste"

No sé si soy
feliz,
si verdaderamente
lo he sido
alguna vez;
aunque creo que no.
Y a ti te ocurre
otro tanto,
me consta.
Pero no es esto
lo peor.
Lo peor del caso,
lo más triste,
es que ya
ni siquiera
nos importa.


Consecuencia de lo anterior. Porque esas cosas se notan. Sí, claro, nos hemos buscado la excusita de "estamos pasando una mala racha" o "una mala temporada" para no decirle a quien tenemos enfrente que la cosa se acaba y que, en la medida de lo posible, lo infiera ella misma y se las apañe como pueda. Lo que no alcanzamos a comprender la mayoría de las veces es que quien tenemos enfrente está tratando de hacer con nosotros exactamente lo mismo. Pero, vamos, forma parte del juego y así van tirando las cosas.


"Sinceridad"

Querías sinceridad sobre todas
las cosas. Que entre nosotros
—dijiste—, nunca se interpusieran
perfidias ni secretos. Que la duda
no arraigase jamás en nuestros
corazones. Querías sinceridad
a cualquier precio. Y que yo
sepa, eso es lo único que hice,
ser sincero, cuando te dije
que me lo había hecho una noche
con tu amiga. No entiendo,
pues, a qué vienen ahora esos
insultos, ni esas miradas torvas,
ni esas lágrimas. No entiendo
de qué vas, sinceramente.


Venga, otro topicazo: "Tenemos que ser sinceros. Nos lo tenemos que decir todo, cari, gordi" (ojo al parche con los vocativos). El que dijo esto por primera vez estará en el infierno junto a Hitler y Goebbels, seguro. O debería estarlo. Pero, vamos, cualquiera dice que no. Hay que pasar por el aro. El caso es que ser sincero para decir "te quiero" es lo más fácil del mundo. Otra cosa es serlo para decir lo que confiesa el del poema. ¿Veis?, ahí ya no es lo mismo. Me da a mí que las sinceridades no se valoran de la misma forma. Pero, vamos, que hay que ser sincero no voy a ser yo quien lo niegue.


"Ya ves, nada"

«No te vayas, no me dejes así»,
te hubiese dicho entonces.
Pero no dije nada, sin embargo.
Me quedé quieto, allí, bajo
la lluvia, como un perfecto imbécil,
viendo cómo te ibas para siempre.
Eso es lo único que hice. Luego,
es verdad, bebí durante muchos
meses mucho, demasiado. Hasta
que una mañana de resaca infernal
te vomité en la alfombra. Y esa fue
al final toda la historia. Ya ves,
nada: talego y medio de tintorería.


Ea, poemita con estrambote. Después de apostar a que el malo era el juez, de importarle poco si había sido o no feliz y de montárselo con la amiga, sería demasiado cinismo —aunque nunca descartable— decirle "no te vayas, no me dejes así". Claro que, pese a todo, luego viene lo de pasarlo mal. Y ahí cada uno tiene sus medios. El caso es estar hundido, que es de lo que se trata. Y, claro, los malditos —que son muy tremendistas y que no se distinguen, precisamente, por su inteligencia— le dan al alcohol porque tienen demasiadas pelis de Bogart y demasiado cine negro encima. Después, todo se pasa. ¡Qué pena!


"Dos extraños"

Cruzar cuatro palabras en un
bar, y percibir al instante
que nada queda de aquella
vieja historia. Que somos dos
extraños, nada más. Dos extraños
a los que la vida puso en una
esquina el tiempo justo para
engañarse un poco, gozar
también a veces, e incluso
prometerse irrealidades.
Dos extraños que esta noche
se miran con indiferencia,
o apenas si se miran. Que tienen
prisa, ganas de despedirse,
de volver a su mundo. Y que
ya ni se molestan en fingir.


Ay, esa sensación es extraña las primeras veces. La tienes ahí delante, estáis rodeados de otros, y, aunque mientras transcurría el poema anterior a éste te pareciera imposible, ahora la ves y ya no queda nada. No, nada. Y lo reconoces, y te alegras, y te vienes arriba hablando con ella, y te muestras alegre, locuaz, incluso amistosamente cercano. Joder, qué bien estoy, piensas. Claro que quien tienes delante también piensa lo mismo y, además, seguro que lo consiguió antes, mejor y más barato que tú. Ya verás cuando, esta noche, te des cuenta de esto. A ver si ahí te ríes también, mono.


"Lo difícil"

Enamorarse es fácil.

Uno puede enamorarse
—sin demasiado
esfuerzo—
varias veces al día,
a nada
que se lo proponga
y se mueva un poco por ahí;
y si es verano,
ni te cuento.

Enamorarse no tiene
mayor mérito.
Lo realmente difícil
—no conozco
ningún caso—,
es salir entero
de una historia de amor.


Eso. A ver quién. Lo malo, siendo esto malo, no es que nadie salga entero, sino que todo el mundo reincide. Y encima decimos que es como la primera vez. El colmo.

Ah, si os gustan estos textos me lo decís y pongo más poemas. Tengo seleccionados algunos sobre el amor, sobre la vida ¿? y otros bastante cínicos. Bueno, y si no lo decís, también los pondré, que las tardes y las noches son largas por aquí, y la compañía, escasa. Ah, y si alguien se anima a escribir un poemita tipo Karmelo Iribarren, prometo regalar un librito suyo al mejor poema. Ea, saluditos, que hoy me siento generoso.

lunes, 1 de diciembre de 2008

El doble.

"El desconocido se detuvo justa­mente ante la casa en la que el señor Goliadkin tenía su vi­vienda. Se oyó el tintineo de la campanilla y casi simultá­neamente el chirrido del cerrojo. Se abrió el postigo, el desco­nocido se agachó, quedó visible un momento y desapareció. Casi en el mismo instante llegó allí el señor Goliadkin y se deslizó veloz por el postigo. Sin escuchar al portero, que re­funfuñaba algo, entró corriendo en el patio, casi sin poder respirar, y por un segundo alcanzó a ver a su interesante com­pañero al pie de la escalera que conducía al piso del señor Goliadkin. Éste se lanzó en pos de él. La escalera estaba oscura, húmeda y mugrienta. En los descansillos había montones de basura depositados allí por los inquilinos. Un extraño que su­biese esa escalera después de anochecido necesitaría media hora para hacerlo, sin contar el riesgo de quebrarse una pier­na, y acabaría maldiciendo la escalera y a los amigos que se habían ido a vivir a semejante lugar. Pero el compañero del señor Goliadkin parecía ser conocido allí, mejor dicho, pare­cía alguien de la casa. Subía a paso ligero, sin esforzarse y con pleno conocimiento del sitio. El señor Goliadkin estuvo a punto de alcanzado. Dos o tres veces le rozó la nariz el borde del gabán del desconocido. De pronto se le cayó el alma a los pies. El misterioso personaje se detuvo frente a la puerta mis­ma del apartamento del señor Goliadkin, llamó con los nudi­llos y (lo que en otra ocasión hubiera sorprendido al señor Goliadkin) Petrushka, su sirviente, como si hubiera estado esperando sin acostarse, abrió al punto la puerta y con una bujía en la mano alumbró la entrada del desconocido. Fuera de sí, nuestro hé­roe entró corriendo en su domicilio. Sin despojarse del gabán y el sombrero siguió por el corto pasillo y se detuvo, como al­canzado por un rayo, en el umbral de su habitación. Todos los presentimientos del señor Goliadkin se habían cumplido. Todo lo que temía y sospechaba se había trocado en realidad. Se le cortó el aliento y sintió un mareo. El desconocido estaba sentado en su propia cama, sin quitarse el gabán y el sombre­ro; y con una ligera sonrisa, frunciendo levemente el entrece­jo, le dirigía un amistoso movimiento de cabeza. El señor Go­liadkin quiso gritar, pero no pudo; protestar de alguna mane­ra, pero le fallaron las fuerzas. Se le erizó el cabello y se desplomó exánime del horror que sentía. ¿Y cómo no? El se­ñor Goliadkin había reconocido enteramente a su amigo nocturno. Su amigo nocturno no era otro que él mismo, el propio señor Goliadkin, otro señor Goliadkin, pero absoluta­mente idéntico a él... En una palabra, su doble..."

El doble, Fiódor Dostoievski, Alianza Editorial, págs. 65, 66.


Ahora actualicemos qué cosa entendemos por novela realista. Sí, empecemos por ahí, por la cronología. Siglo XIX, ¿no? Mediados del siglo XIX, más o menos, en Europa —Tolstoi y Dostoievski en Rusia, Balzac y Flaubert en Francia, Dickens en Inglaterra—, y segunda mitad ya adelantada en España —Galdós escribió La fontana de oro, su primera novela, en 1968—. Ya se sabe, España tiene su ritmo. Y ahora, tratemos de definir qué entendemos por novela realista. Sí, venga, aunque sea una definición un poco escolar: "novela en la que se refleja fielmente la realidad, en la que, a diferencia del Romanticismo, el movimiento literario precedente, se eliminan la subjetividad y la imaginación excesiva y el escritor pretende limitarse a ser mero transmisor —notario casi— de los acontecimientos". Pues bien, ¿cómo nos explicamos que una novela de unos de los grandes escritores realistas, Fiódor M. Dostoivski, titulada El doble (1846), nos presente a un tipo que ha descubierto que tiene un doble exactamente igual a él: su mismo nombre, su mismo trabajo, su mismo aspecto físico...? No me negaréis que esto, de realismo, tiene poco.


Así comienza El doble, una novelita breve en la que Yakov Petrovich Goliadkin, su protagonista, ve tambalearse su vida por la llegada súbita de ¡un doble! Esta novela, que pasó sin mucha pena ni gloria por la carrera literaria de Dostoievski, adelantaba, sin embargo, uno de los grandes temas de la novela del siglo XX: el enfrentamiento de un hombre con fuerzas desconocidas, intangibles y, por tanto, contra las que es imposible luchar, a las que es imposible vencer. Así, la novela se nos presenta como trasunto de aquellas circunstancias existentes (se quiera o no se quiera) en la vida de todo individuo y a las que éste ha de hacer frente con disigual fortuna según los casos, aunque siempre sintiéndose aplastado, empequeñecido por el peso y la importancia de dichas circunstancias.

Sí, Dostoievski se adelantó en casi sesenta años a uno de los grandes novelistas del siglo XX, Franz Kafka, el escritor que mejor ha sabido plasmar la absoluta indefensión e inanidad del individuo frente a fuerzas avasalladoras y desconocidas —y por fuerzas avasalladoras y desconocidas podéis entender el poder, la burocracia, el Estado... cualquier tipo de autoridad superior al individuo—.

Sin embargo... es curioso. Cuando uno termina de leer El doble se da cuenta de que, quizás, sea la novela más realista de Dostoievski. Y es que, como decía Goethe, sólo todos los hombres viven lo humano. ¿Alguien se atreve a averiguar qué es lo humano que se esconde tras el señor Goliadkin? Ya estáis tardando.