jueves, 28 de mayo de 2009

Confidencias (final). Trastodo.


"La fórmula"

Hay que estar preparados para lo peor
y disfrutar de lo bueno.
Ésa es la fórmula.
Saber que nada es duradero;
que la palabra siempre
es engañosa, falsa, equívoca;
que lo que hoy nos une eternamente,
mañana será polvo, odio quizás, historia de la mala;
que la vida se venga en la felicidad.
Saber que será así, o podrá serlo.
Y vivir como si el tiempo nos debiese algo,
como si fuese nuestro,
exigiéndole al contado lo que nos pertenece.


Karmelo C. Iribarren.


Saludos a todos.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Confidencias (y IV). Asunción, cinismo.


"Momentos que no tienen precio"

Llegar al fin
hasta la puerta
de tu casa,
entrar,
echar todas las cerraduras,
y, como quien saborea
el sabor de la venganza,
decirlo:

«Ahí
os quedáis,
hijosdeputa».




De nuevo Iribarren. El cuarto —y último— que os tenía prometido. En realidad, era lo que quedaba: después de las falacias del amor más y del menos, después de la comprobación-joda del tiempo y sus lepras variadas, sólo quedan la asunción y el cinismo. Así que cerrad bien la puerta, repetid con todo el odio que podáis —y sin separar los dientes— los tres últimos versos del poema anterior y disponeos a aprender cómo aún puede hacerse uno más sangre, todavía.


"Lágrimas de mujer"

El rostro
pesaroso de la virgen
intentando explicarle
al carpintero
la mediación divina
en el desaguisado,
resultaba
—sin duda—
mucho más convincente
que tus lágrimas.

Contened, chicas, vuestros arrebatos feministas. Cambiad la tercera palabra del título por su contraria y tendréis una realidad igualmente constatable, y detestable.


"Valores en alza"

No sólo eres guapo,
fuerte y listo,
sino que además
de conciencia
ni una pizca.

Enhorabuena,
amigo:
este mundo
está hecho
a tu medida.


Os hago notar que es necesario poseer todos los atributos que indica el poema. Quiero decir que si, por ejemplo, eres listo y no tienes ni pizca de conciencia pues estás igual de jodido que si fueses inframental y concienciado. Dicho lo cual, me voy a informar este verano a ver si en Corporación Dermoestética me pueden hacer fuerte y guapo y, ¡por fin!, el mundo estará hecho a mi medida...


"Los que dominan el mundo"

Mister Hammersmith
—dijo hipando
la mujer del senador—,
esta noche
su casa
parece un zoológico
tercermundista:
no hay más que zorras
y ratas.

...y, así, para otoño —fuerte, guapo, listo y sin conciencia—, podré entrar en el selecto grupo del que habla este poema y ser una zorra o una rata (o ambas, que es lo suyo), pero dominando, que es de lo que se trata. ¡Tiembla, octubre!


"Por qué no"

Esta noche, por lo que a mí
respecta, bien podría saltar
el mundo en mil pedazos.
Por qué no. Y nosotros con él.
Acabar. Echarle de una vez
—y para siempre— el telón
a este teatro, a esta absurda
comedia. Al menos, tendría
su razón de ser otra cerveza.


Claro que, lo más seguro, es que los de Corporación Dermoestética me digan que lo mío no tiene arreglo, y se me jodan las fiestas con los señores Hammersmith y el resto del bestiario. Así que sólo me quedará el recurso de convertirme en asesino en masa —descartado: soy infinitamente cobarde— o maldecirlo todo —mucho más probable—.


"Pobres diablos"

Aunque nos cueste admitirlo
cómo nos alegra
comprobar
que aquel viejo colega
—al que no habíamos visto
desde vete a saber cuándo—
tampoco ha llegado
a ningún sitio,

que en el fondo no es más
que un pobre diablo,
como nosotros,

y que el cabrón de él
se alegra de lo mismo.


¡Claro!, no vamos a pensar que somos tan originales como para ser los únicos pobres diablos que han pensado en que el mundo reventara con todos dentro. No, qué va, ni mucho menos. El colega —al que los jambos de la clínica le habrán dicho lo mismo que a nosotros— también está deseando que la cosa se vaya a pique. Mientras tanto, sólo nos queda el consuelo de tener todos la misma naturaleza entomológica (yo me pido la cucaracha, que soy muy kafkiano).


"Una edad"

36 años. Ni tan joven ya,
ni todavía viejo. Una edad rara
—dicen—, seria; una edad gris.
No lo sé. Suficiente, eso sí,
para que a veces sientas
que los mejores dían han volado.
Y, lo que es peor aún,
que no fueron tan buenos.


Pero resulta que no termina de saltar el mundo en mil pedazos, ¡qué va! Y el tiempo va pasando, fugit que te fugit. Esto os queda lejos... por ahora. Pero si tenéis a bien descender al infierno de un instituto dentro de unos diez o doce años, buscadme —tengo la costumbre de durar—y decidme si entonces os sigue quedando igual de lejos.


"El futuro"

El futuro es vuestro,
chavales,
decían,
como quien te dice
que te ha tocado algo.

¡El futuro!
Menudo
fraude:

letras y letras
y más letras de Banco,

o la puta calle.


Vale el comentario anterior.

Ea, chavales, hasta otra. Mañana cuelgo un último poemita para que no os quedéis con este sabor —cierto— tan amargo.

lunes, 18 de mayo de 2009

Benedetti.


Ha muerto Benedetti, Carmen. Lo escuché esta mañana en la radio. Ya estaba enfermo desde hacía tiempo. Había estado hospitalizado —qué feo suena eso de estar hospitalizado— y ésta ha sido la definitiva. Hace unos cuantos años murió Luz, nombre impreso en la página de cortesía de todos sus libros. Su mujer. Leí en un artículo que Benedetti no había sido el mismo desde entonces, que parecía que se dejaba ir, como queriendo llegar. Y, según el señor de la radio, ya ha llegado.

Y, claro, me he acordado de ti. De aquella tarde de viernes en la que nos encontramos y tú me preguntaste qué te ha pasado, Pablo. Ibas a la carnicería, pero no fuiste. Estuvimos hablando, aquello de la ingeniería no iba conmigo. Ahora, al recordarlo, intuyo una sonrisa en tu boca de entonces, como si ya supieras que, antes o después, eso tenía que pasar. Toma, me dijiste al despedirnos. Y me entregaste La tregua. Me agarré a ese libro, Carmen, mientras lo leía por las tardes en la terraza del piso de Sevilla. Me agarré como si fuera lo único seguro del mundo. No fueron tiempos fáciles. Nos volvimos a ver. Te lo tenía que devolver. Toma, me dijiste al despedirnos. Y me regalaste El amor, las mujeres y la vida. Ahí es nada. Qué tres cosas, Carmen. De todas me has enseñado algo, y ahí sigues.

Después vino Gracias por el fuego. Y yo empecé Filología Hispánica. Y nos escribíamos cartas de vuelo raso. Y agoté en la biblioteca de la Facultad todo lo que encontré de Benedetti: El cumpleaños de Juan Ángel, Montevideanos, Esta mañana, La muerte y otras sorpresas, Buzón de tiempo, los Inventarios... Antes de eso —y durante—, vinieron El tragaluz y La sangre de Dios. Y aquellos textos tuyos sin los que no habría querido hacer teatro. Porque antes fue el teatro —llevabas mallas blancas la primera vez que te vi—, ¿te acuerdas, Carmen? Tú cosiéndome la saya —esa palabra me la enseñaste tú— en el salón de actos, el Romance del talabartero y la talabartera, mis ochenta uvas y mis diez salchichas, la carta con tu cuarto acto de Hamlet en Semana Santa, con tu letra. Y Pedro y el Capitán, Carmen. Haciéndome mayor. Tu visita, el día del estreno, inesperada. Siempre lloraba en los estrenos. Creo que sólo he llorado ahí.

Hace mucho tiempo leí en un suplemento cultural que la poesía de Benedetti era diarreica. Bueno, no lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que gracias a ella, gracias a ti, me enseñaste se querían, sufrían por la luz, labios azules en la madrugada —estoy viendo esto ahora en clase, Pablo, mira qué verso tan precioso, y me lo escribiste justo antes de bajarme del autobús—, o que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender demasiado tarde, o en ti quedo. Y tantas cosas. ¿Sabes, Carmen, qué dos recuerdos tengo del descubrimiento de la literatura? Uno, leyendo El guardián entre el centeno. Otro, en una clase tuya, de Lengua, en COU. En una actividad del libro verde de Carbonero había que analizar los adjetivos o qué sé yo en el poema "Como tú", de León Felipe. Sonó el timbre. Levantándote de la silla para irte, preguntaste si alguien había comprendido el poema. Yo te respondí que creía que sí, que trataba de alguien que sólo deseaba ser libre. Nunca olvidaré tus ojos, alejándote, ni tu cabeza asintiendo.

Un beso, Carmen. Tengo ganas de verte.


"Corazón coraza"

Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza

porque eres mía
porque no eres mía
porque te miro y muero
y peor que muero
si no te miro amor
si no te miro

porque tú siempre existes dondequiera
pero existes mejor donde te quiero
porque tu boca es sangre
y tienes frío
tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque
la noche pase y yo te tenga
y no.




"No te salves"

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino

y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.





"Hagamos un trato"

Compañera
usted sabe
puede contar
conmigo
no hasta dos
o hasta diez
sino contar
conmigo

si alguna vez
advierte
que la miro a los ojos
y una veta de amor
reconoce en los míos
no alerte sus fusiles
ni piense qué delirio
a pesar de la veta
o tal vez porque existe
usted puede contar
conmigo

si otras veces
me encuentra
huraño sin motivo
no piense qué flojera
igual puede contar
conmigo

pero hagamos un trato
yo quisiera contar
con usted

es tan lindo
saber que usted existe
uno se siente vivo
y cuando digo esto
quiero decir contar
aunque sea hasta dos
aunque sea hasta cinco
no ya para que acuda
presurosa en mi auxilio
sino para saber
a ciencia cierta
que usted sabe que puede
contar conmigo.





"Táctica y estrategia"

Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
mo sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.





"Todavía"

No lo creo todavía
estás llegando a mi lado
y la noche es un puñado
de estrellas y de alegría.
Palpo, gusto, escucho y veo
tu rostro, tu paso largo
tus manos y sin embargo
todavía no lo creo.

Tu regreso tiene tanto
que ver contigo y conmigo
que por cábala lo digo
y por las dudas lo canto
nadie nunca te reemplaza
y las cosas más triviales
se vuelven fundamentales
porque estás llegando a casa.

Sin embargo todavía
dudo de esta buena suerte
porque el cielo de tenerte
me parece fantasía.

Pero venís y es seguro
y venís con tu mirada
y por eso tu llegada
hace mágico el futuro.

Y aunque no siempre he entendido
mis culpas y mis fracasos
en cambio sé que en tus brazos
el mundo tiene sentido.

Y si beso la osadía
y el misterio de tus labios
no habrá dudas ni resabios
te querré más todavía.


domingo, 17 de mayo de 2009

Sin destino.


Los placeres del confinamiento y la exclusión me permiten, por ejemplo, dedicar un fin de semana a leer Sin destino, una novela de Imre Kertész, sin que nadie a través del móvil, del messenger o del correo electrónico me reclame para ningún rito social. Voluntariamente excluyo la visita personal a mi casa —a la de Víctor, quiero decir—, pues eso es algo que hace años que no sucede.

De Kertész leí la semana pasada Un relato policíaco, novela corta que llevaba durmiendo en mi librería el sueño de los injustos desde enero, y su tema —torturas, los no-límetes de la abyección humana— me interesó, para variar. Sin embargo, no fue eso lo mejor. Su narrador, uno de los torturadores que escribe sus memorias desde la celda de la cárcel mientras espera su juicio-farsa en el que resultará, con toda seguridad, condenado, cuenta la historia de una forma aséptica, objetiva. Eso fue lo que más me gustó. Los excesos verbales —y yo que los cometo sé de lo que hablo— preludian o, en el peor de los casos, confirman la doctrina panfletaria. Imre Kertész ahí no entra, y eso es todo un acierto.

Sin destino narra las vivencias de György Köves, un joven judío de quince años, primero en Budapest y, posteriormente, en diversos campos de concentración nazis. No es difícil adivinar en este personaje un trasunto autobiográfico del propio Kertész. Bien, hasta ahí nada nuevo. Son muchas las novelas o películas que han tratado este tema. Se me vienen ahora a la cabeza El largo viaje, de Jorge Semprún, El niño del pijama de rayas, de J. Boyne, o películas como El pianista, de R. Polanki, o La vida es bella, de R. Beningni.

Sin embargo, hay algo que diferencia a todas estas de Sin destino. Kertész, de nuevo, se esfuerza por objetivizar la situación —muchas veces a través de la ironía— y alejar este tema de tentaciones patéticas o sentimentales con las que sería muy fácil atraer al lector. Desde luego, no estoy diciendo que las anteriores sí hagan eso —algunas sí lo hacen y descaradamente, pero ése es otro tema—, sino que el acierto de Sin destino reside en presentar de una forma casi científica hechos que, por sí solos y a estas alturas de la película, no necesitan el subrayado en negrita para parecernos abominables.

A propósito de esto que digo, os dejo el final de la novela (no os preocupéis, nada os destripo). Aquí la tenéis completa en formato pdf, para quien se quiera aventurar.

BUENO, tampoco había que exagerar, puesto que justamente allí residía el meollo de la cuestión: allí estaba yo, aceptando cualquier argumento con tal de poder seguir viviendo. Miré alrededor en aquella plaza pacífica, ya crepuscular, por las calles atormentadas pero llenas de promesas, y sentí cómo crecían y se juntaban en mí las ganas de continuar con mi vida, aunque pareciera imposible. Mi madre me estaría esperando y seguramente se pondría muy contenta de verme, la pobre. Me acordé de que ella quería que yo fuera arquitecto, médico o algo así. Seguramente así sería, como ella deseara, puesto que no podía haber ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los «horrores», cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo.


Acabo de descubrir que hay una versión cinematográfica de Sin destino, dirigida por Lajos Koltai. Os dejo el traíler —no me ha gustado, a propósito, porque se pone más conmovedor de la cuenta—, pero habrá que ver la peli.


miércoles, 13 de mayo de 2009

Preferiría no hacerlo.


Bartleby, el escribiente apenas tiene treinta páginas. Narrado en primera persona por un abogado testigo de los hechos que se cuentan, esta pequeña novela crea uno de los personajes más conmovedores, lacónicos e inclasificables con los que jamás me he encontrado: el señor Bartleby, escribiente en el despacho del abogado narrador, un hombre inexpresivo y ataráxico cuya máxima muestra comunicativa es la oración preferiría no hacerlo. Pues sí, Bartleby prefiere no hacer recados, prefiere no leer en voz alta documentos, prefiere no ir a comer, prefiere no relacionarse con sus compañeros de trabajo... Sólo copia... hasta que decide —prefiere— no copiar, claro.

Escrita por Herman Melville —el autor de Moby Dick— en 1856, es ya un lugar común hablar de ella como prekafkiana. De hecho, Borges dijo a propósito de esta novela: «Bartleby prefigura a Franz Kafka. Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima. En realidad son dos los protagonistas: el obstinado Bartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él.»

Novelas como ésta, como El doble o Memorias del subsuelo, ambas de F. Dostoievski, o como El capote de N. Gógol prefiguran ya en el siglo XIX un tipo de personaje crucial en la narrativa —y en la vida— del siglo XX y lo que llevamos de XXI: el hombre vencido por un entorno incognoscible aunque siempre adverso, una sociedad cuyas reglas degluten la individualidad del personaje sin argumentos, esperas ni motivos. Huelga decir que La metamorfosis, El castillo o El proceso —es decir, Kafka— son eso, y mucho más.

Una última razón por la que leer la no-vida de este Bartleby: la edición de Nórdica Libros, con unas ilustraciones de Javier Zabala que recogen perfectamente el confinamiento del personaje y el mundo árido de la novela. Os dejo el comienzo de la novela. Para quien quiera seguir, he aquí un enlace al texto completo.


SOY un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.

lunes, 4 de mayo de 2009

Pizarnik, la sangrienta.


Había en Nüremberg un famoso autómata llamado la "Virgen de Hierro". La condesa Báthory adquirió una réplica para la sala de torturas de su castillo de Csejthe. Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana. Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo, un mecanismo permitía que sus labios se abrieran en una sonrisa, que los ojos se movieran. La condesa, sentada en su trono, contempla. Para que la "Virgen" entre en acción es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar. Responde inmediatamente con horribles sonidos mecánicos y muy lentamente alza los blancos brazos para que se cierren en perfecto abrazo sobre lo que esté cerca de ella —en este caso una muchacha—. La autómata la abraza y ya nadie podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro, ambos iguales en belleza. De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos sueltos como los suyos. Ya consumado el sacrificio, se toca otra piedra del collar: los brazos caen, la sonrisa se cierra así como los ojos, y la asesina vuelve a ser la "Virgen" inmóvil en su féretro.


Corría segundo de carrera —tiernos diecinueve añitos tenía yo por aquella época—, cuando en la asignatura de Literatura Hispanoamericana leímos, entre otros, a Alejandra Pizarnik. No sé si por falta de tiempo, preparación o de atención —probablemente por una mezcla de las tres— no terminé de empatizar con su poesía. Sin embargo, hubo algo que a mí, y a la mayoría de mis compañeros de entonces, nos sedujo: La condensa sangrienta. Claro, no era para menos.

Pizarnik recogía en suave e incitante prosa la leyenda de la Condesa Erzébet Báthory, aristócrata húngara del siglo XVI. La Condesa, en los periodos de ausencia guerrera de su marido primero, tras la muerte de éste después, fue desarrollando una obsesión por los estragos del tiempo en su cuerpo que se tradujo, con el paso de los años, en una búsqueda desesperada por retener la lozanía de su juventud. Como no podía ser de otra forma, una hechicera, de la que la Condesa se hacía acompañar, le sugirió que los estragos del tiempo se verían frenados si sustituía el agua por la sangre de doncellas jóvenes en sus baños. Erzébet Báthory —pues es lo común que los locos tomen por verdad irrefutable los disparates de los demás— no tuvo otra ocurrencia que seguir los consejos de su hechicera e iniciar así una pequeña cacería de la doncella por aquellas tierras húngaras. La historia, como os imagináis, no tuvo buen final, ni para todas las doncellas ésas cuya sangre usó la Condesa para sus baños rejuvenecedores ni, por último, para la propia Erzébet Báthory, que murió emparedada en su propio castillo.

El caso es que hoy, leyendo El País, he encontrado un artículo que informa sobre la reciente publicación de una edición de La condesa sangrienta ilustrada por Santiago Caruso. Algunas de las ilustraciones acompañan a este post. La obra de Pizarnik amplía la historia de la Condesa y le añade, al estilo de nuestro querido Conde de Lautréamont, unas gotas de sadismo, morbo, erotismo y sensualidad. Como muestra valgan los textos que inician y concluyen esta entrada. Si aún queréis más, podéis pinchar aquí. Eso sí, tened cuidado de no confundir la ficción de Pizarnik con vuestros propios anhelos de sangre. No digo más.



Salvo algunas inferencias barrocas —tales como la "Virgen de hierro", la muerte por agua o la jaula—, la condesa se adhería a un estilo de torturar monótonamente clásico que se podría resumir así:

Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes —su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años— y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre manaba como un geiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?).

También los muros y el techo se teñían de rojo. No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu, arrancaba la carne —en los lugares más sensibles— mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba (en el curso de un viaje ordenó que mantuvieran de pie a una muchacha que acababa de morir y continuó fustigándola aunque estaba muerta); también hizo morir a varias con agua helada (un invento de su hechicera Darvulia consistía en sumergir a una muchacha en agua fría y dejarla en remojo toda la noche). En fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía. Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa.