martes, 6 de julio de 2010

El Tercer Reich.


Esta mañana, temprano, siete y media o algo así, mientras esperaba a que los chalanes del aire acondicionado hiciesen su esperada y currita aparición concertada, he estado leyendo a Borges, una antología publicada en Cátedra que compré hace una semana a un tipo que, sobre una manta, en el suelo, mostraba libros al lado de radiocassettes en la Gran Plaza. Me pidió un euro por Borges —me pareció un precio justo, razonable— y le ofrecí otro por Gómez de la Serna. El caso es que leyendo la antología, he encontrado un cuento que hacía mucho que no leía. Un clásico de Borges, Pierre Menard, autor del Quijote. El empeño titánico y, a la vez, espontáneo y natural de Pierre Menard por escribir el Quijote, no una segunda parte —o tercera, o cuarta, o quinta—, no una continuación, sino el mismo Quijote, línea por línea, que escribió Cervantes siempre me hace pensar en qué cosa es la literatura. Recuerdo que este año, explicándoles a mis alumnos de 1º de Bachillerato la literatura hasta el Barroco, les decía que el objeto de la literatura nunca cambia —eso que podemos llamar esencia—, lo único que cambia es el tratamiento verbal que los hombres damos a ese objeto. Esto, desde luego, es una simplificación impropia, pero me servía —es de lo que se trataba— para que comprendieran cómo, por ejemplo, la obsesión por el paso del tiempo que habíamos visto en la literatura tradicional —que se nos va la tarde, zagalas, que se nos va— es la misma que aparece en las Coplas de Manrique —cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando—, primas hermanas ambas del soneto de Garcilaso —coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto— o del gongorino —en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada—. A ver ahora cómo salgo del berenjenal en que me he metido.

Así que, por un lado, tenemos a Pierre Menard y a Cervantes y, por el otro, a Manrique, Garcilaso, Góngora... Y a Borges que, anacrónicamente, los une a todos. Para colmo, Víctor llega esta mañana y me dice que en la novela que acaba de terminar de leer, Nocilla experience, de Fernández Mallo, el final es calcado al final de Annie Hall, de Woody Allen, homenaje explícito, así excluimos la posibilidad del plagio. Por último—y aquí es donde quiero llegar—, cuando le digo que anoche terminé El Tercer Reich, de Roberto Bolaño, me contesta que en Nocilla experience, en un apartado final titulado "Aclaraciones y créditos", se nombra a Bolaño. El caso es que un personaje de la novela cuelga fórmulas matemáticas del mismo cordel del que tiende la ropa, y el autor aclara que, después de escribir la novela, un amigo le preguntó que si ese personaje era un homenaje a otro que aparece en la novela 2666, de Roberto Bolaño, en la que un viejo profesor también colgaba un libro de matemáticas del cordel de la ropa para que se aireen las fórmulas. El amigo le dice: "Me imagino que no has leído el libro [2666, de Bolaño] pero es una de esas coincidencias que joden o, como diría Borges, que forman un orden secreto." Por supuesto, Fernández Mallo le contesta: "En efecto, para mi sorpresa, yo no había leído ese libro, cosa que aclaro para constatar que al final todos volvemos, queramos o no, a las tramas ocultas de una literatura que nos sobrepasa". Y ahí tenemos donde yo quería llegar, a Bolaño, a Roberto Bolaño, aunque fijaos qué rodeo he tenido que dar.

Y quería llegar a Bolaño porque en El Tercer Reich, novela póstuma que comienza muy bien y a la que le cuesta terminar, hay páginas que me recuerdan a Kafka, a El Castillo, palabras, situaciones, giros que podrían haber sido escritos por Kafka. Descartado el plagio miserable de Bolaño —es uno de los novelistas más imaginativos y prepotentes que he leído—, solo me queda acudir al mismo argumento que Fernández Mallo: "al final todos volvemos, queramos o no, a las tramas ocultas de una literatura que nos sobrepasa".

Ahí va el primer capítulo de El Tercer Reich. El resto, en Anagrama.