Os confieso que, pese a que ser un aficionado al teatro, nunca había asistido a la representación de una obra que durara cinco horas. Pero, como para todo en la vida tiene que haber una primera vez, ayer fue la mía. El Teatre Lliure, un conocido y buenísimo grupo teatral de Barcelona, representó en Sevilla, en el Teatro Central, una obra que duró, exactamente, cinco horas y diez minutos. Claro que la obra no era cualquier obrita. Se trataba de 2666, una adaptación teatral de la novela homónima de Roberto Bolaño, escritor chileno ya fallecido.
En realidad, 2666, son cinco novelas en una. Las cinco novelas no tienen mucho que ver entre sí. Sólo hay un elemento que las conecta: los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, ciudad de la frontera mexicana con los Estados Unidos. Desde 1993 han sido asesinadas en esta ciudad más de trescientas mujeres y muchas más han desaparecido. La mayoría de los casos, aún hoy, están por resolver.
Pero la razón por la que escribo este post no son los asesinatos. Tiempo habrá para eso. La razón es mostraros cómo dentro de la literatura cabe todo, cualquier cosa, y, por supuesto, la violencia y el humor. Precisamente violencia y humor hay en el fragmento que me gustaría ofreceros. Este fragmento pertenece a la primera de las cinco novelas que forman 2666, titulada "La parte de los críticos". En efecto, los tres protagonistas, Espinoza, Pelletier y Norton son tres críticos literarios especialistas en la obra de un autor alemán llamado Benno Von Archimboldi. Espinoza es español. Pelletier, francés. Y Norton es inglesa. Pero, claro, no sólo de literarura vive el hombre. Espinoza y Pelletier están enamorados de Norton y mantienen relaciones sexuales con ella. Y, por supuesto, tanto uno como otro está al tanto de las relaciones del compañero. En este fragmento, los tres, después de una buena cena regada con buen vino en el mejor restaurante de Londres, hablan dentro de un taxi de su atípica relación. El taxista, un paquistaní, tiene la desgraciada idea de intervenir y opinar.
"El taxista reconoció que, en efecto, el laberinto que era Londres había conseguido desorientado. Algo que llevó a Espinoza a decir que el taxista, sin proponérselo, coño, claro, había citado a Borges, que una vez comparó Londres con un laberinto. A lo que Norton replicó que mucho antes que Borges Dickens y Stevenson se habían referido a Londres utilizando ese tropo. Cosa que, por lo visto, el taxista no estaba dispuesto a tolerar, pues acto seguido dijo que él, un paquistaní, podía no conocer a ese mentado Borges, y que también podía no haber leído nunca a esos mentados señores Dickens y Stevenson, y que incluso tal vez aún no conocía lo suficientemente bien Londres y sus calles y que por esa razón la había comparado con un laberinto, pero que, por contra, sabía muy bien lo que era la decencia y la dignidad y que, por lo que había escuchado, la mujer aquí presente, es decir Norton, carecía de decencia y de dignidad, y que en su país eso tenía un nombre, el mismo que se le daba en Londres, qué casualidad, y que ese nombre era el de puta, aunque también era lícito utilizar el nombre de perra o zorra o cerda, y que los señores allí presentes, señores que no eran ingleses a juzgar por su acento, también tenían un nombre en su país y ese nombre era el de chulos o macarras o macrós o cafiches.
Discurso que, dicho sea sin exagerar, pilló por sorpresa a los archimboldianos, los cuales tardaron en reaccionar, digamos que los improperios del taxista fueron soltados en Geraldine Street y que ellos pudieron articular palabra en Saint George's Road. Y las palabras que pudieron articular fueron: detenga de inmediato el taxi que nos bajamos. O bien: detenga su asqueroso vehículo que nosotros preferimos apeamos. Cosa que el paquistaní hizo sin demora, accionando, al tiempo que aparcaba, el taxímetro, y anunciando a sus clientes lo que éstos le adeudaban. Acto consumado o última escena o último saludo que Norton y Pelletier, tal vez aún paralizados por la injuriosa sorpresa, no consideraron anormal, pero que rebalsó, y con creces, el vaso de la paciencia de Espinoza, el cual, al tiempo que bajaba, abrió la puerta delantera del taxi y extrajo violentamente de éste a su conductor, quien no esperaba una reacción así de un caballero tan bien vestido. Menos aún esperaba la lluvia de patadas ibéricas que empezó a caerle encima, patadas que primero sólo le daba Espinoza, pero que luego, tras cansarse éste, le propinó Pelletier, pese a los gritos de Norton que intentaba disuadirlos, las palabras de Norton que decía que con violencia no se arreglaba nada, que, por el contrario, este paquistaní después de la paliza iba a odiar aún más a los ingleses, algo que por lo visto traía sin cuidado a Pelletier, que no era inglés, menos aún a Espinoza, los cuales, sin embargo, al tiempo que pateaban el cuerpo del paquistaní, lo insultaban en inglés, sin importarles en lo más mínimo que el asiático estuviera caído, hecho un ovillo en el suelo, patada va y patada viene, métete tu país por el culo, allí es donde debe estar, esta patada es por Salman Rushdie (un autor que ambos, por otra parte, consideraban más bien malo, pero cuya mención les pareció pertinente), esta patada es de parte de las feministas de París (parad de una puta vez, les gritaba Norton), esta patada es de parte de las feministas de Nueva York (lo vais a matar, les gritaba Norton), esta patada es de parte del fantasma de Valerie Solanas, hijo de mala madre, y así, hasta dejarlo inconsciente y sangrando por los orificios de la cabeza, menos por los ojos."
2666, de Roberto Bolaño, Barcelona, Anagrama, 2007.
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