jueves, 19 de febrero de 2009

Sed de Maldoror (II).


Dado que, en su día, Lautréamont y sus Cantos de Maldoror fueron del agrado de la muchachada silente seguidora de este humilde blog, me he permitido insistir con algún nuevo texto que supera en degeneración y maldad a los precedentes. Dedicado, especialmente, a Leo, Alberto y Lucas, que me hicieron llegar su gusto insano por el Conde. Ahí va:

HE aquí a la loca que pasa bailando mientras, vagamente, recuerda alguna cosa. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Ella blande un bastón y finge perseguirles, luego reemprende su carrera. Se ha dejado un zapa­to en el camino y no lo advierte. Largas patas de araña re­corren su nuca; son tan sólo sus cabellos. Su rostro no se parece ya al rostro humano y lanza carcajadas como las de la hiena. Deja escapar jirones de frases en los que, reuniéndo­los, muy pocos encontrarían un significado claro. Su vestido, agujereado en más de un lugar, ejecuta entrecortados movi­mientos alrededor de sus piernas huesudas y embarradas. Camina hacia adelante, como la hoja del álamo, empujada, ella, su juventud, sus ilusiones y su felicidad pasada, que re­cuerda a través de las brumas de una inteligencia destruida, por el torbellino de las facultades inconscientes. Ha perdido su gracia y su belleza primitivas; sus andares son innobles y su aliento hiede a aguardiente. Sería oportuno asombrarse por ello si los hombres fueron felices en esta tierra. La loca no hace reproche alguno, es demasiado orgullosa para que­jarse, y morirá sin haber revelado su secreto a quienes se in­teresan por ella, pero a los que les ha prohibido, para siem­pre, dirigirle la palabra. Los niños la persiguen a pedradas, como si fuera un mirlo. Ha dejado caer de su seno un rollo de papel. Un desconocido lo recoge, se encierra en su casa toda la noche y lee el manuscrito, que contiene lo siguiente:

«Tras muchos años estériles, la Providencia me envió una hija. Durante tres días me arrodillé en las iglesias y no dejé de alabar agradecida el gran nombre de Aquel que, por fin, había colmado mis votos. Alimenté con mi propia leche a la que era más que mi vida y la veía crecer rápidamente, dota­da de todas las cualidades del alma y del cuerpo. Me decía: "Quisiera tener una hermanita para divertirme con ella; pí­dele al buen Dios que me la envíe; y, como recompensa, trenzaré para él una guirnalda de violetas, menta y gera­nios". Por toda respuesta, la estrechaba contra mi seno y la besaba con amor. Sabía ya interesarse por los animales y me preguntaba por qué la golondrina se limita a rozar con el ala las chozas humanas, sin atreverse a entrar. Pero yo ponía un dedo sobre mis labios, como diciéndole que guardara silen­cio ante tan grave cuestión, cuyos elementos no quería to­davía hacerle comprender, para no herir, con una sensación excesiva, su imaginación infantil; y me apresuraba a desviar la conversación de aquel tema, que es difícil de tratar para cualquier ser perteneciente a la raza que ha extendido un in­justo dominio sobre los demás animales de la creación. Cuando me hablaba de las tumbas del cementerio, dicién­dome que en aquella atmósfera se respiraban agradables perfumes de ciprés y siemprevivas, me guardaba mucho de contradecirla; pero le decía que era la ciudad de los pájaros, que, allí, cantaban de la aurora al crepúsculo vespertino, y que las tumbas eran sus nidos, donde se acostaban por la noche con su familia, levantando el mármol. Yo había cosido los bonitos vestidos que llevaba, así como los encajes, de mil arabescos, que reservaba para el domingo. En invierno, te­nía su legítimo lugar ante la gran chimenea, pues se creía una persona seria, y, en verano, la pradera reconocía la sua­ve presión de sus pasos cuando se aventuraba, con su red de seda atada al extremo de un junco, tras de los colibríes, lle­nos de independencia, y de las mariposas de incómodos zig­zagueas. "¿Qué haces, pequeña vagabunda, si hace ya una hora que la sopa te espera, con la cuchara que se impacien­ta?" Pero ella exclamaba, arrojándose a mi cuello, que no vol­vería a hacerlo. A la mañana siguiente, se escapaba de nue­vo por entre margaritas y resedas; entre los rayos del sol y el atorbellinado vuelo de los insectos efímeros; conociendo sólo la copa prismática de la vida, pero todavía no su hiel; fe­liz de ser mayor que el abejaruco; burlándose de la curruca, que no canta tan bien como el ruiseñor; sacando a escondi­das la lengua al feo cuervo, que la miraba paternalmente; y graciosa como un gato joven. No iba a gozar mucho tiempo de su presencia; se aproximaba la hora en que debía, de modo inesperado, despedirse de los hechizos de la vida, abandonando para siempre la compañía de las tórtolas, las gallinetas y los verderones, los parloteos del tulipán y de la anémona, los consejos de las hierbas de la marisma, el mor­daz espíritu de las ranas y el frescor de los arroyuelos. Me contaron lo que había ocurrido; pues yo no estuve presente en el acontecimiento que produjo la muerte de mi hija. Si lo hubiera estado, habría defendido a aquel ángel al precio de mi sangre... Pasaba Maldoror con su perro de presa; ve a una chiquilla que duerme a la sombra de un plátano y cree, pri­mero, que es una rosa. No podría decirse qué se abrió antes camino en su espíritu, si la visión de la niña o la resolución que la siguió. Se desviste con rapidez, como un hombre que sabe lo que se dispone a hacer. Desnudo como una piedra se ha arrojado sobre el cuerpo de la muchacha y le ha quita­do la ropa para cometer un atentado al pudor... ¡A la luz del día! ¡Vamos, eso no tiene importancia!... No insistamos sobre esa acción impura. Con el espíritu insatisfecho, se viste de nuevo precipitadamente, lanza una cauta mirada al camino polvoriento, por donde nadie transita, y ordena al perro que estrangule, con el movimiento de sus quijadas, a la ensan­grentada niña. Indica al perro montaraz el lugar donde res­pira y aúlla la sufriente víctima y se aparta, para no ser testi­go de la entrada de los puntiagudos colmillos en las venas rosadas. Al perro de presa le pudo parecer duro cumplir esa orden. Creyó que le exigían lo que había sido perpetrado ya y se limitó, aquel lobo de monstruoso hocico, a violar tam­bién la virginidad de aquella delicada niña. De su desgarra­do vientre, la sangre corre de nuevo por sus piernas y a tra­vés del prado. Sus gemidos se unen al llanto del animal. La muchacha le ofrece la cruz de oro que adornaba su garganta para que la respete; no se había atrevido a ofrecérsela a los huraños ojos de quien, primero, había ideado apro­vecharse de débil edad. Pero el perro no ignoraba que, si desobedecía a su dueño, un cuchillo lanzado por debajo de una manga abriría bruscamente, sin demasiados aspavien­tos, sus entrañas. Maldoror (¡cómo me repugna pronunciar este nombre!) escuchaba esas agonías de dolor y se asom­braba de que la víctima tuviera una vida tan resistente como para no haber muerto todavía. Se acerca al altar sacrificial y ve el comportamiento de su perro, entregado a las bajas in­clinaciones y que levantaba la cabeza por encima de la mu­chacha, como un náufrago levanta la suya por encima de las furiosas olas. Le da un puntapié y le revienta un ojo. El pe­rro, encolerizado, huye por el campo arrastrando tras de sí, un trecho de camino que sería demasiado largo ya por corto que fuera, el cuerpo de la chiquilla que sólo se desprende, más tarde, gracias a las irregulares sacudidas de la fuga; pero teme atacar a su dueño, que no volverá a verlo. Éste saca de su bolsillo una navaja americana, compuesta por diez o doce hojas que sirven para distintos usos. Abre las angulosas pa­tas de esa hidra de acero y, provisto de semejante escalpelo, viendo que la hierba no desaparecía aún teñida por tanta sangre derramada, se dispone, sin palidecer, a hurgar vale­rosamente en la vagina de la desgraciada niña. De aquel am­pliado agujero extrae, uno tras otro, los órganos internos; in­testinos, pulmones, hígado y, por fin, el propio corazón son arrancados de sus fundamentos y llevados a la luz del día por la espantosa abertura. El sacrificador advierte que la muchacha, pollo vaciado, está muerta desde hace tiempo; cesa en la creciente perseverancia de sus estragos y deja que el cadáver repose de nuevo a la sombra del plátano. Recogie­ron la navaja abandonada a pocos pasos de allí. Un pastor, testigo del crimen, cuyo autor no fue descubierto, sólo lo contó, mucho tiempo después, cuando estuvo seguro de que el criminal había llegado con seguridad a las fronteras y no debía ya temer la segura venganza proferida contra él, en caso de que lo revelara. Compadecí al insensato que había cometido aquella fechoría, que el legislador no había pre­visto y que no tenía precedentes. Le compadecí porque, pro­bablemente, no conservaba el uso de su razón cuando ma­nejó el puñal de hoja cuatro veces triple, lacerando de arriba abajo las paredes de las vísceras. Le compadecí porque, si no estaba loco, su vergonzosa conducta debía de ocultar un odio muy grande contra sus semejantes puesto que así se en­sañaba en las carnes y las arterias de una inofensiva niña, que fue mi hija. Asistí al entierro de aquellos escombros hu­manos con muda resignación; y cada día voy a orar sobre una tumba.» Al finalizar esta lectura, el desconocido no pue­de mantener sus fuerzas y se desvanece. Recupera el cono­cimiento y quema el manuscrito. Había olvidado este re­cuerdo de su juventud (¡la costumbre embota la memoria!); y tras veinte años de ausencia regresaba a ese país fatal. ¡No comprará ya perros de presa!... ¡No conversará con los pas­tores!... ¡No se acostará a la sombra de los plátanos!... Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo.