miércoles, 2 de julio de 2008

Kafka y el Padre.


En Cádiz, en la Plaza de San Francisco, hay (o había, hace tiempo que no la frecuento) una librería de viejo, de segunda mano. En el controlado desorden de los anaqueles de la Librería Raimundo, que así es como se llama el sitio, se encuentran antologías de Lorca cohabitando con la Semana Santa de Cádiz en imágenes (edición de 1975) o novelones de Galdós cortejando estampas de la vida de la bahía. Allí, un día, encontré un curioso libro con textos de Cela sobre grabados de Goya y, también, el libro que ha motivado este post, Carta al padre, de Franz Kafka.

No sé los años que hará de aquello (quiero pensar que pocos y productivos), pero no había sido hasta estos días cuando, perdido en el inframundo de mi librería, he recuperado las ciento veinte pequeñitas páginas de la Carta. Franz Kafka es uno de los mejores narradores del siglo XX. Su producción no es extensa, apenas dos novelas, El Castillo y El proceso, otra novela inacabada, América, y unos cuantos relatos, algunos acabados, como La metamorfosis o En la colonia penitenciaria, otros inacabados o apenas esbozados. ¿Por qué, entonces, la consideración de Kafka como uno de los mejores narradores del XX? Para empezar, porque la literatura no se mide en cientos o miles de páginas (esta lección es la que muchos autores de novela actual se perdieron en el colegio), y, sobre todo, porque Kafka fue capaz de crear en sus obras un mundo en el que se retrata un temor inherente a todo hombre: la pérdida de control sobre los propios actos, el control de otros, indeterminados, sobre nuestra propia vida. De ahí el adjetivo kafkiano, que el DRAE define como "absurdo, angustioso", pero que, cuando hemos leído algo de Kafka, podemos definir como lo absurdo o angustioso de una situación en la que una persona se ve involucrada sin saber cómo ni por qué y de la que no puede salir por miedo a unas represalias no necesariamente evidentes ni verdaderas. No me negaréis que esto asusta.

Kafka y su padre no mantuvieron nunca buena relación. Eso, por supuesto, no es nada extraordinario. Quien más quien menos fantasea con la cariñosa aniquilación del padre (o del hijo). Lo llamativo viene del hecho de que Kafka escribiera una extensa carta a su padre explicándole con calma, pero con una dureza infinita, por qué nunca se habían soportado, por qué nunca llegarían a soportarse. Como todos los buenos observadores de la realidad, el autor checo no pretende ofrecernos la relación maniquea entre dos personas y, por tanto, la clara culpabiblidad de una de ellas, sino que es precisamente la frialdad y la equidistancia lo que más nos llama la atención de estas páginas. Kafka, un nino introvertido y temeroso, un hombre traumatizado por la relación con su padre, analiza fríamente, sin autoindulgencia, la vida con su padre, narra, con un deje infinito de pesar, el odio hacia su progenitor, ante el que siempre se sintió inferior.

Así son muchas veces las relaciones entre padres e hijos, también en las parejas. Así suelen ser las relaciones en las que existe dependencia. Francisco Ayala lo expresaba certeramente en Los usurpadores, "el poder ejercido por un hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación". Cabe preguntarnos si son posibles las relaciones humanas sin esa dependencia, sin ese poder, sin esa usurpación. La de Kafka y su padre, desde luego, no lo fue.

Os dejo a continuación cuatro extractos de la Carta. Observad cómo el uso de la segunda persona dota de una cercanía de diamante a las palabras de Kafka. Imaginaos al padre delante, leyéndola.

"Tu opinión era la correcta, y cualquier otra, absurda, exagerada, insensata, anormal. Tu confianza en ti mismo era tan grande que no necesitabas siquiera ser consecuente para que no dejaras, sin embargo, de tener razón. Podía suceder también que acerca de un asunto no tuvieras opinión alguna, pero entonces todas las opiniones que fueran posibles con respecto a ese asunto tenían que ser falsas sin excepción. Podías, por ejemplo, despotricar contra los checos, después contra los judíos, y esto en cualquier sentido, sin discriminación alguna, y al fin no se salvaba nadie, excepto tú. Asumías ante mí el enigma de los tiranos, cuyo derecho se funda en su persona y no en la razón. Por lo menos, así me parecía."

"Todos mis pensamientos se hallaban bajo tu poderosa presión, incluso también aquellos que no coincidían con los tuyos, y especialmente éstos. Todos mis pensamientos en apariencia independientes de ti, llevaban desde el principio el peso de tu veredicto adverso; soportar esto hasta su desarrollo, completo y permanente, era casi imposible. No me refiero aquí a ninguna clase de pensamientos elevados, sino a cualquier asunto pequeño de la infancia. Bastaba con estar contento por cualquier causa, absorbido por ella, llegar a casa y expresarla, para que la respuesta
fuese un suspiro irónico, un meneo de cabeza, un golpeteo de los dedos sobre la mesa."

"El mundo quedó para mí dividido en tres partes: una donde vivía yo, el esclavo, bajo leyes inventadas exclusivamente para mí, y a las que, además, no sabía por qué, no podía adaptarme por entero; luego, un segundo mundo, infinitamente distinto del mío, en el que vivías tú, ocupado en gobernar, impartir órdenes y enfadarte por su incumplimiento; y, finalmente, un tercer mundo donde vivía la demás gente, feliz y libre de órdenes y de obediencia. Yo me hallaba siempre en una vergonzosa situación: o bien obedeciendo tus órdenes, lo cual implicaba una afrenta, ya que sólo tenían vigencia para mí, o bien adoptando una actitud obstinada, lo que también era ignominioso, ya que era imposible mantenerse obstinado frente a ti, o bien no podía obedecerte porque no poseía, simplemente, ni tu fuerza, ni tu apetito, ni tu habilidad, a pesar de que tú exigías eso como algo que se da por sobreentendido; y ésta era sin duda la vergüenza mayor."

"Acostumbrabas a decir, como amarga broma, que nos iba demasiado bien. Pero esa broma no era tal, en cierto sentido. Lo que tú debiste conquistar mediante la lucha, nosotros lo recibíamos de tus manos, pero la lucha por la vida, que a ti te fue accesible de inmediato, y que por supuesto nosotros no podemos tampoco eludir, tuvimos que enfrentarla más tarde, en la edad adulta, con armas infantiles. No quiero decir con esto que nuestra situación sea necesariamente más desfavorable de lo que fue la tuya entonces. Es más bien igual (sin comparar, lógicamente, las disposiciones básicas); nuestra desventaja sólo consiste en que nosotros no podemos vanagloriarnos de nuestra miseria, ni humillar a nadie con ella, tal como tú lo has hecho con la tuya. Tampoco niego que me hubiera sido posible disfrutar verdaderamente de los resultados de tu grande y exitosa labor, que hubiera podido aprovecharlos y continuar tu obra, para tu felicidad, pero a ello se oponía nuestro distanciamiento. Yo podía disfrutar lo que me dabas, sólo que acompañado de vergüenza, de cansancio, de debilidad, de sentimiento de culpa. Por eso, sólo pude agradecerte como un mendigo y no con hechos."

Os hablaba más arriba de otras obras de Kafka. De una de ellas, El proceso, existe una versión cinematográfica dirigida por Orson Welles y protagonizada por Anthony Perkins. Al comienzo de esta versión, encontramos uno de mis relatos favoritos de Kafka, Ante la Ley. Este relato siempre me resultó desasosegante, de principio a fin. A ver qué os parece a vosotros.


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