sábado, 12 de julio de 2008

El día después de la guerra.


En Troya. El día después del final. Los griegos, vencedores; los troyanos, no. Ya sabéis, la historia de la manzana de la Discordia, del juicio de Paris tratando de discernir qué diosa, si Hera, Atenea o Afrodita, era la más bella, la promesa de esta última de otorgarle a Paris los favores de la mujer más bella y letal de la historia, Helena, si la elegida era ella, y, después, la guerra, pues Paris había abusado de la confianza de Menelao, rey de Esparta, y había raptado, luego de alojarse durante una noche en su palacio, a su esposa, Helena, de nuevo Helena, y la había llevado con él a Troya, creyéndose a salvo tras sus murallas. Y la guerra, que es muerte y héroes y sangre y lágrimas y el sabor agrio endulzando las mieles de la victoria y la derrota, así, a secas, y la guerra que es vida, vida o germen de nuevas guerras, de nuevos odios. Y, al final, el caballo de madera, la argucia, el engaño, y los griegos que entran en Troya y arrasan Troya y destruyen Troya. Y ahí termina (o comienza) la historia. ¿Nunca os habéis preguntado “y ahora qué” después de un final?

Ése es el punto de partida de Las troyanas, de Eurípides. Qué ocurre después del final de esta guerra, qué les ocurre a los habitantes de Troya, qué, sobre todo, a sus mujeres, botín de guerra para los griegos. Qué a Hécuba, reina troyana desposeída de reino, de marido, de hijos, de hijas, pero que mantiene intactos su dignidad y su deseo de venganza. Qué a Casandra, a Andrómaca, hijas de rey y de reina, la una entregada a Agamenón para que éste fuerce su virginidad, la otra obligada a presenciar el vuelo de su hijo pequeño desde las altas murallas de Troya al suelo duro, irreductible. Y qué a Helena, y habló Helena, en su monólogo hiriente-hirviente en el que se reivindicaba como juguete –uno más- en manos de unos dioses caprichosos, ¿culpables? con su juego de toda desgracia. Mujeres, muchas mujeres. Todas ellas, siempre, perdedoras en las guerras (salvo algunas en estos tiempos que corren, en los que, imitando la barbarie masculina, macha, también les da por alistarse en los ejércitos y guerrear por el mundo). Las guerras, siempre las guerras, sombras que nos recuerdan lo desposeídos que estamos del paraíso.

Anoche, en Mérida, en el Teatro romano de Mérida, asistí a la representación de estas troyanas, de sus desdichas, frustraciones y esfuerzos vanos, dirigidas por Mario Gas, uno de los directores más importantes del teatro español. Huelga decir que el marco, claro, era incomparable, y que más de dos mil años contemplaban desde las piedras la misma fuerza dramática que ha impulsado al ser humano desde que el mundo es mundo. Es el teatro, la mentira más verdadera jamás inventada por el hombre, más verdad, incluso, que la propia vida. En los tres grandes clásicos griegos (Esquilo, Sófocles y Eurípides), al igual que en Shakespeare, se siente toda la fuerza de la literatura. Ahí hemos de comer sombra, de vivir o morir del todo, pues nunca somos tan humanos como cuando nos sumergimos en las pasiones de esos seres de mentira tan parecidos a nosotros.


Os dejo un fragmento. En él, Helena, causante de la tragedia y esposa de Paris, y Hécuba, madre de Paris y reina desposeída, discuten, en presencia de Menelao, esposo abandonado por Helena, sobre el origen de la guerra ya terminada. Sé que nada está claro, pero ahí están los libros. Salid ya en su busca.

HELENA:
Responderé anticipadamente a tu acusación, oponiendo mis cargos a los tuyos. Lo que contribuyó a la dicha de la Grecia fue fatal para mí: me perdió mi belleza y me acusan de infame, cuando debía ceñir mis sienes una corona. Dirás que ni siquiera he aludido a la huida de tu palacio. Vino protegido por Afrodita (deidad no despreciable) mi mal genio: Paris, el cual tú, el más descuidado de los hombres, dejaste conmigo en tu palacio mientras navegabas de Esparta a Creta y me raptó a la fuerza. Me acusarás, también, porque después de muerto Paris y de descender al seno oscuro de la tierra, hubiera yo debido, no ligándome a mi lecho ninguna ley divina, dejar estos palacios y encaminarme hacia Argos. En efecto, intenté hacerlo; testigos son los centinelas de las torres y los espías de los muros, que muchas veces me sorprendieron en las fortificaciones descolgándome con cuerdas. ¿Cómo, pues, Menelao, moriré justamente, y sobre todo por tu mano, ya que esta belleza mía, en vez darme la palma de la victoria, me ha condenado a dura esclavitud?

CORO:
Defiende, reina, a tus hijos y a tu patria, refutando sus elocuentes palabras; habla bien, a pesar de sus maldades, don en verdad amargo.

HÉCUBA:
Fue mi hijo de notabilísima hermosura, y tú, al verle, la verdadera Afrodita. A todas sus locuras llaman Afrodita los mortales, y el nombre de esta diosa tiene en ellas su raíz, y tú, al admirarlo con sus lujosas galas y vestido de oro resplandeciente, sentiste arder en tu pecho el fuego de la lujuria. Pocas riquezas poseías en Argos, y al dejar Esparta esperabas que la opulenta ciudad de los frigios soportaría tus excesos, no satisfaciendo tus placeres en el palacio de Menelao. ¡Te atreves a decir que mi hijo te robó a la fuerza! ¡Qué espartano podrá asegurarlo! Sólo te cuidas de la fortuna, sólo a ella sigues, no a la virtud. ¿Y añades que quisiste descolgarte con cuerdas desde las torres, indicando quizá que permanecías en ella contra tu voluntad? ¿Cuándo te sorprendieron preparando fatales lazos? Hubiéralo hecho mujer noble, sensible a la pérdida de su anterior esposo. Yo, incluso, te aconsejé así muchas veces: "Vete, mis hijos contraerán matrimonio con otras, yo te llevaré a las naves griegas, y te ayudaré en tu oculta huida; pon término a la guerra entre griegos y troyanos". Pero esto te desagradaba, y a pesar de todo, sales tan galana y contemplas junto a tu marido el mismo cielo, cuando debías aparecer humilde y desaliñada en tu traje, temblando de horror, con la cabeza afeitada y fingiendo modestia en vez de imprudencia, en expiación de tus anteriores faltas. ¡Oh, Menelao! no es otro mi objeto sino que honres a la Grecia dándole merecida muerte, como corresponde a tu dignidad.

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