domingo, 21 de febrero de 2010

Dos en medio de nada (II).

La carretera, novela de Cormac McCarthy, es uno de esos libros que estoy muy orgulloso de haber descubierto. La primera vez que tuve noticias de él fue en uno de los chats semanales de Carlos Boyero, entonces todavía en El Mundo. Hablaba de la relación entre un padre y su hijo en un mundo postapocalíptico. Alguien le preguntaba si no creía que se podría hacer una buena adaptación de cine manga de ese libro y Boyero, pasando de la pregunta, glosó las virtdes de la novela. Eso fue enero de 2008 y —perdón por la autorreferencia— constituyó el tercer post de este blog. Desde entonces, la he recomendado y la he regalado mucho: Agustín la leyó en el hospital mientras su padre estaba enfermo, Juan la leyó en inglés, Alicia la leía las noches de Zamora mientras hacía guardia para que nuestros niños no se preñasen demasiado, Víctor en su-mi casa de La Antilla con unas entradas de Alberto guardadas en el libro (¿o era al revés?), Leo la eligió como regalo tras el trabajo veraniego en la librería de su tío, Eugenia se emocionó con los vale del niño, a Gotzon se lo regalé el pasado verano porque le parecía literatura de aeropuertos y siempre había tenido reticencias... Yo lo leí en casa, hace ya dos años, mirad si ha pasado el tiempo. Lo compré para la biblioteca del instituto, de ahí lo leyó también Encarna y, espero, alguna gente más. Y, como siempre sucede, me quedé sin mi ejemplar porque —y no es la primera vez que lo digo aquí— lo más digno que se puede hacer con un libro, además de leerlo, es robarlo.

Llevar La carretera al cine es difícil. Es una novela en la que no pasa demasiado, sólo un padre y su hijo que se dirigen al sur, al mar, y que intentan mantener el fuego. No, no es poca cosa, desde luego, pero ya sabéis qué quiero decir. Carmen me mandó un mensaje hace un par de sábados de madrugada y me dijo que la fotografía le había encantado, a Rocío también le gustó, Alberto y Víctor fueron a verla juntos —como niños buenos— y venían satisfechos. A mí me tocó el turno ayer. El viernes les había hablado a mis alumnos de primero a sobre el libro y sobre la peli a propósito de una foto de Vigo Mortensen que aparece en nuestro libro. A Laura no le resultaba muy guapo —"hombre, aquí no sale muy bien", dijo—, a María y a mí, en cambio, nos encantaba, Natalia dijo que creía que pasaban la película en los cines de Lepe, Alberto usó su inglés macarrónico para llamarla derroad, y Stefan concluyó afirmando "el invierno nuclear".

En fin, nombres, vivencias y tiempo en torno a un libro, a una película. Una de las mejores formas de comunicarse. Y de mantener el fuego, claro.




Si no podéis ir al cine, pinchad aquí.

viernes, 12 de febrero de 2010

Crepúsculo en Polonia.

Esta luz crepuscular del mediodía y estos cinco grados de sutura. Viernes nonato que concluye antes de nacer, o viernes neonato redivivo tras la muerte imperiosa. Pies fríos que se calientan con versos de papel. En el labio de arriba, todo el sistema consonántico. En el de abajo, el lento recorrido por los grados de la apertura hecha vocal. La lengua, conjugando uniones imposibles. Porque las vocales y las consonantes hay veces que no se avienen al ayuntamiento. Y sales torpe del encuentro, débil, sintiéndote inútil como la larga espera del hombre del campo ante la Ley. Y comprendes —como comprendió él antes de morir— que tu Ley de hoy es el silencio, ese silencio de viento atlántico, que trae nubarrones y limpieza desde Isla Cristina. Comprendes que tus huellas de hoy no se quedarán marcadas en la arena. Que la lluvia no va a respetar las propiedades físicas, y, otra vez, un líquido volverá a traspasarte a ti, tan sólido. Comprendes, por fin, que la única salida es comer la sombra de un adjetivo sobre el papel, la débil luz que emana del sustantivo medio sepultado por el peso de la página, el tibio movimiento de un verbo que, un día, creyó poder volar. Y así, amigo mío, sólo así quizás vuelvas a creer en la ilusión de poder conjurar el tiempo y la distancia, y pensar que ni tú eres tú ni tu casa es ya tu casa.

Lo leí en El País el extinto año dosmilnueve. Szymborska publicaba un nuevo libro. Aquí, su título. Un par de poemas acompañaban la noticia. La remití a algunas personas, para comentarla más adelante. Recordé la antología verde —¿era verde?— de Hiperión. No sé por qué, pero también recordé a Zagajewski, aquella edición de Pre-textos. Poesía, toda, crepuscular. Hice votos —yo, Sancho Panza estudiante de bachillerato— de comprar las dos, porque me he quedado, como me ha ocurrido con tantas cosas, sin ellas. Aquí fue fácil: las novedades de la fnac en materia poética alcanzan a un par de ejemplares. Yo me llevé el mío. La edición de Zagajewski, tan difícil de encontrar ya, me la regaló una lluvia oportuna en la casa del libro. La antología de Szymborska, en una preciosa edición de Lumen, la de las tapas marrones, me vino de oriente. También recordé a Ángel González, Otoño y otras luces o Nada grave (lo que queda —tan poco ya— sería suficiente, si durase).

Hoy, mientras mis alumnos trataban de hacerme ver —o de engañarme, qué más da— que sí habían leído El jugador, seleccionaba poemas de Szymborska para este post. Cinco poemas. Cosas del mundo, de este mundo. Gente. El tiempo. Clavos ardiendo. Clavos que dejaron de arder. Un cuadro, una música. El tiempo, otra vez. Los que fuimos, los que somos. La nada que seremos. Los otros, los distintos... tan iguales. No sé, son sólo cinco poemas, y esto está durando demasiado.


Adolescente

¿Yo, adolescente?
Si de repente, aquí, ahora, se plantara ante mí,
¿tendría que saludarla como a una persona próxima,
a pesar de que es para mí extraña y lejana?

¿Soltar una lágrima, besarla en la frente
por el mero hecho
de que tenemos la misma fecha de nacimiento?

Hay tantas diferencias entre nosotros
que probablemene sólo los huesos son los mismos,
la bóveda del cráneo, las cuencas de los ojos.

Porque ya sus ojos son como un poco más grandes,
sus pestañas más largas, su estatua mayor
y todo el cuerpo recubierto de una piel
ceñida y tersa, sin defectos.

Nos unen, es cierto, familiares y conocidos
pero casi todos están vivos en su mundo,
y en el mío prácticamente nadie
de ese círculo común.

Somos tan diferentes,
pensamos y decimos cosas tan distintas.
Ella sabe poco,
pero con una obstinación digna de mejores causas.
Yo sé mucho más,
pero, a cambio, sin ninguna seguridad.

Me muestra unos poemas
escritos con una letra cuidada, clara,
que no tengo ya desde hace tiempo.

Leo y leo esos poemas.
A lo mejor este de aquí,
si lo acortáramos,
y lo corrigiéramos en un par de lugares.
El resto no augura nada bueno.

La conversación no fluye.
En su pobre reloj
el tiempo es barato e impreciso.
En el mío mucho más caro y exacto.

Al despedirnos nada, una especia de sonrisa
y ninguna emoción.

Sólo cuando desaparece
y olvida con las prisas la bufanda.

Una bufanda de pura lana virgen,
a rayas de colores,
hecha a ganchillo
por nuestra madre para ella.

Todavía la conservo.


Terroristas

Se pasan los días pensando
cómo matar por matar,
y a cuántos matar para matar muchos.
Fuera de eso comen con apetito,
rezan, se lavan los pies, dan de comer a los pájaros,
hablan por teléfono rascándose el sobaco,
se detienen la sangre cuando se cortan el dedo,
si son mujeres compran compresas,
sombra de ojos, flores para los floreros,
todos bromean un poco cuando están de humor,
beben zumo de naranja sacado de la nevera,
por la noche miran la luna y las estrellas,
se ponen los auriculares con música tranquila
y duermen apaciblemente hasta el amanecer
-a menos de que eso en lo que piensan tengan que hacerlo de noche.


No lectura

A las obras de Proust
no les añaden en la librería un mando a distancia,
no podemos cambiar
a un partido de fútbol
o a un concurso donde ganar un volvo.

Vivimos más,
pero menos precisos
y con frases cortas.

Viajamos más rápido, más a menudo, más lejos,
aunque en lugar de recuerdos volvemos con fotos.
Aquí yo con un tío.
Aquel creo que es mi ex.
Aquí todos en pelotas,
así que seguramente es una playa.

Siete tomos: piedad.
¿No se podría resumir, abreviar,
o mejor mostras en imágnees todo eso?
Una vez pasaron una serie que se titulaba La muñeca
pero mi cuñada dice que era de otro que también empezaba por P.

Además, seamos sinceros, quién es ése.
Al parecer escribió en la cama un montón de años.
Página tras página,
a una velocidad limitada.
Y nosotros con la quinta puesta
y —toquemos madera— saludables.


Ella Fitzgerld en el cielo

Le rezaba a Dios,
le rezaba ardientemente,
para que hiciera de ella
una feliz chiquilla blanca.
Y si ya es tarde para esos cambios,
pues al menos, Mi Señor, mira cuánto peso
y quita de aquí como poco la mitad.
Pero el misericordioso Dios dijo No.
Simplemente puso la mano en su corazón,
le miró la garganta, le acarició la cabeza.
Y cuando todo haya pasado —añadió—,
me llenarás de júbilo viniendo a mí,
mi alegría negra, mi tonel cantarín.



Vermeer

Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
la leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo
el fin del mundo.