domingo, 20 de febrero de 2011

¡Ay, Los Ángeles!


"¡Dame algo tuyo, Los Ángeles! Ven a mí tal y como yo voy hacia ti, con los pies en tus calles, ciudad preciosa a la que tanto amo, flor triste enterrada en la arena, ciudad preciosa."

Antes o después tenía que llegar. De Bukowski a John Fante. De La senda del perdedor a Pregúntale al polvo. En realidad, es el camino inverso, cronológicamente hablando. Pero si a partir de Einstein uno puede preguntar qué hora es y recibir como respuesta "3 kilómetros", tampoco nos vamos a llevar las manos a la cabeza por leer primero a uno y luego a otro. Compré hace un par de semanas las dos primeras novelas de la tetralogía de Arturo Bandini, italoamericano afincado en Los Ángeles con aspiraciones de escritor, álter ego de John Fante. La primera, Espera a la primavera, Bandini, aún está por leer. La segunda, Pregúntale al polvo, acaba de morir.

La pensión de Bunker Hill, una habitación en el sexto piso a la que, en realidad, se accede a través de la ventana a la misma altura de la colina, la alimentación exigua —las naranjas pudriéndose debajo de la cama de Arturo— fiada por un frutero japonés, la sensación de soledad mientras pisa el asfalto de Los Ángeles, el alcohol, "El perrito que ríe" —Bandini llegando a la ciudad con una maleta de cartón en la que hay quince ejemplares de la revista donde apareció el relato del perrito—, Hackmuth —el editor ante cuya fotografía reza y llora Arturo—, Vera Rivken —decadencia física necesitada de amor—, el Columbia Buffet y, allí adentro, Camila, princesa maya, amor y oido, ley marcial.

"Le miré los pies. Se dio cuenta de que pasaba algo y advertí su distanciamiento. Me dominó entonces una sensación de bondad, de frescura, de remozamiento, como si me cubriera una piel nueva. Le hablé con mucha calma.
—Las sandalias que calzas, ¿es necesario que las lleves, Camila? ¿Tienes que subrayar hasta ese extremo que siempre has sido y serás una sudaca asquerosa y grasienta?
Me miró horrorizada, con la boca abierta. Unió las manos, se las llevó a los labios y entró corriendo en el bar. Alcancé a oír sus quejidos: oh, oh, oh.
Enderecé la espalda y me alejé contoneándome, silbando de satisfacción. En el arroyo de la calle, junto al bordillo, vi una colilla de buen tamaño. No tuve empacho en cogerla, la encendí con un pie metido aún en el arroyo, aspiré el humo y lo expulsé hacia las estrellas.
Yo era americano y me sentía orgullosísimo de ello, hasta los caireles. La gran ciudad en que estaba, el asfalto poderoso que me sostenía y los edificios soberbios que me cobijaban eran la expresión de mi América. De entre la arena y los cactos los americanos habíamos sabido levantar un imperio. La raza de Camila había tenido su oportunidad. Y la había desaprovechado. Los americanos lo habíamos conseguido. Gracias, Dios mío, por la patria que me has dado. Gracias, Dios mío, por haberme hecho nacer en América."

Creo que los manuales de literatura llaman a estas historias novelas de aprendizaje, y es habitual hablar de la vida como camino, de los orígenes humildes del protagonista, de la progresiva pérdida de la inocencia que implica el aprendizaje hasta lograr el éxito social y rollos de ese tipo estilo Lazarillo de Tormes. En Pregúntale al polvo, claro, hay eso. Pero esa etiqueta no puede mostrar —son las carencias de toda reducción— la punzada de dolor ni el aliento sucio, la soledad de Arturo ni su ilusión fugaz y, por ello, muy verdadera, su inocencia de niño y el daño que es capaz de causar, la interrupción de la causalidad-finalidad en la vida, en las novelas, porque siempre, al fondo o en primer plano, hay muerte, siempre muerte.

"Me escruté, noté que los dedos interiores me palpaban y rebuscaban, pero sin alcanzar del todo lo que me molestaba en los penetrales. De pronto me sobrevino como una tormenta eléctrica, como la muerte y la destrucción. Me levanté del taburete y me alejé del mostrador lleno de miedo y anduve a buen paso por el camino de tablas, cruzándome con personas que se me antojaron extrañas y fantasmagóricas: el mundo me parecía una fábula mítica, un plano transparente, y todos los seres que lo habitaban estaban en él solamente unos instantes; todos nosotros, Bandini, Hackmuth, Camila, Vera, todos nosotros estábamos en él solamente unos instantes, transcurridos los cuales aparecíamos en otro lugar; y no estábamos vivos de manera definitiva, nos acercábamos a la vida, pero no acabábamos de poseerla. Nos vamos a morir. Todos nos íbamos a morir. Hasta tú, Arturo, hasta tú tienes que morir."

Y, mientras llega, todo lo demás. En dosis grandes. Contradictoriamente. Una de las causas, como decía Wolfe, puede ser el aburrimiento. Pero no la única.

"El asco, el terror y la humillación se me retorcieron en las tripas y no me moví. Me pegué a ella, pegué la frialdad de mi boca a la calidez de la suya, forcejeó conmigo para escapar y quedé abrazado a ella, con la cara hundida en su hombro, con vergüenza de que me la viese. Mientras se revolvía me di cuenta de que su desprecio se transformaba en odio, y fue entonces cuando la deseé, la abracé, le supliqué, mi deseo crecía con cada manifestación violenta de su cólera, me sentí contento, tres hurras por Arturo, me dije, placer y violencia, la violencia del placer, la sensación deleitosa del instante, la autosatisfacción extasiante, el júbilo de saber que podía poseerla si quería. Pero no quería, ya había disfrutado de mi dosis de amor. El poder y la gloria de Arturo Bandini me habían deslumbrado. La solté, le quité la mano de la boca y salté de la cama."

No hay comentarios: