"El aire estaba tan frío como las cenizas del amor" , P. Marlowe.
Hay días Chandler. Momentos, en esos días, verdaderamente Chandler. En ellos, te gustaría tener a mano un whisky y un Colt 45; una rubia despampanante, con los labios húmedos y la cabeza en tu regazo, y ser tan Chandler como para poder despreciarla; te gustaría que todos los piesplanos corruptos del lugar jugasen al cricket con tu mandíbula, y soportarlo, y sobrevivir, y ser tan hombre que consiguieras vengarte después con una bala en el estómago y una frase ingeniosa. Te gustaría tener un despacho con la antesala abierta —por si algún cliente llega de madrugada— y con un par de telarañas conocidas en el rincón; ser tan Chandler que los malos se sentasen a hablar contigo a pesar de que supieran que, antes o después, uno de los dos acabaría apuntando al otro; tan Chandler que todos tus valores cupiesen en el ancho de tu sombrero y, a pesar de ello o, quizás, precisamente por eso, tener ya más dignidad que todos los que te rodean. Te gustaría perder, pero no perder como pierdes ahora, sin recompensa, lustre o bondad, sino perder con una derrota muy cercana a la victoria callada, a la victoria segura de que algún día, en alguna época, alguien reconociera que, en el fondo, no habías sido del todo un perdedor. Hay días Chandler. Momentos, en esos días, verdaderamente Chandler. Y te puedo asegurar que cuando un tío se sienta a escribir un post o, incluso, cuando otro se dispone a leerlo, no nos encontramos, ni de lejos, ante uno de ellos. Chandler está en la calle, no en los ceros y unos de la cosa wifi, no en las referencias intertextuales ni en las conversaciones imaginarias en las que tus respuestas siempre son las adecuadas. Más vale que lo vayas admitiendo.
Dashiell Hammett y Raymond Chandler, ¿no? La novela negra y esas cosas. Detectives derrotados, apartados del brillo del triunfo, del sonido armónico que hacen las copas de cocktail vacías sobre las mesas llenas. Detectives que trabajan por veinte dólares al día, gastos incluidos, y que siguen trabajando aunque les hayan dibujado los senderos de las Rocosas en la cara. Y, sin embargo, ser Chandler, ser Philip Marlowe, tener sus agallas para enfrentarse a los malos, para ahogar el dolor en whisky a las diez de la mañana, para desayunarte con dos huevos duros y con una llamada del sargento Randall diciéndote que han encontrado el cadáver de Moose Malloy y que va ahora mismo para allá.
Sí, ya sé que la vida no es Adiós muñeca ni El sueño eterno. Pero los libros, merced a la mentira de la ficción —la única mentira, junto con el amor, que vale más que la verdad—, te ofrecen doscientas ochenta páginas para que te lo creas. Y tú, que has dejado escapar todos los trenes que esperaron demasiado tiempo en el andén a que subieras y que se marcharon cansados de ti, juegas a héroe y piensas que este no lo vas a peder, y abres el libro, y eres, por fin, Marlowe, y tienes que ponerte manos a la obra.
"ME TUMBÉ boca arriba en la cama de un hotel del puerto y esperé a que se hiciera de noche. Estaba en una habitación con un somier muy duro y un colchón sólo ligeramente más grueso que la manta de algodón que lo cubría. Debajo de mí había un muelle roto que se me clavaba en el lado izquierdo de la espalda. Pero seguí tumbado, permitiendo que me aguijoneara.
El reflejo de una luz roja de neón brillaba en el techo. Cuando tiñese de encarnado toda la habitación sería noche cerrada y habría llegado el momento de salir. En el exterior, los coches tocaban el claxon en una calle estrecha llamada «Vía rápida». Debajo de mi ventana se oía un ruido de pasos sobre la acera. Murmullos y exclamaciones iban y venían por el aire. A través de las contraventanas oxidadas se filtraba olor a grasa para freír que se había vuelto a utilizar muchas veces. Lejos, una de esas voces que se hace oír a gran distancia gritaba: «No se queden sin comer, amigos. Estupendos perritos calientes. No pasen hambre, amigos».
Empezó a anochecer. Me puse a pensar y mis ideas se movieron con algo semejante a un perezoso sigilo, como si las vigilaran ojos amargados y sádicos. Pensé en ojos muertos contemplando un cielo sin luna, con sangre negra en las comisuras de la boca que tenían debajo. Pensé en desagradabes ancianas golpeadas contra las esquinas de sus sucias camas hasta perder la vida. Pensé en un hombre de cabellos rubios que tenía miedo y no sabía bien de qué, que tenía la sensibilidad suficiente para saber que algo iba mal, pero que era demasiado vanidoso o demasiado torpe para imaginar qué era lo que iba mal. Pensé en hermosas mujeres con mucho dinero que eran accesibles. Pensé en simpáticas muchachas, esbeltas y curiosas, que vivían solas y que también eran accesibles, aunque de una manera distinta. Pensé en policías, tipos duros a los que se podía comprar, pero que no eran ni mucho menos malos del todo, como sucedía con Hemingway. En policías gordos y prósperos con una voz perfecta para la Cámara de Comercio, como el jefe Wax. En policías esbeltos, implacables e inteligentes como Randall, a quienes, pese a su agudeza y a su certera puntería, no les era posible hacer un buen trabajo de manera limpia. Pensé en gentes amargadas y maniáticas como Nulty que había renunciado a hacer cualquier cosa. Pensé en indios y en videntes y en médicos que vendían drogas."
Raymond Chandler, Adiós muñeca
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