El primer recuerdo que tengo de Enrique García es una mirada desconfiada y una pregunta directa, "¿Qué poesía lees tú?". La desconfianza, por supuesto, estaba perfectamente justificada. Yo era un niño que aún no había leído nada o casi nada y no tuve otra ocurrencia que decirle que me gustaban los versitos. Creo que, nervioso, atiné a responder que me gustaba Ángel González, y creo también que hubo un atisbo de decepción en sus ojos.
Enrique es tío de mi amigo Joaquín, un compinche de la mocedad que ahora anda por Osuna matasaneando e intentando biencriar a un diablillo de unos cuantos meses. Dios les dé paciencia y tino al padre, a la madre, al niño e incluso al espíritu santo. Precisamente en la boda de Joaquín, hace unos cuantos años, me volví a encontrar a Enrique. Me tocó hablar en la ceremonia —¡qué cosas no se harán por un amigo!— y, al terminar la cosa, Enrique, que me había reconocido, se me acercó y me dijo, tan lacónico como siempre, que se me notaban las horas de pupitre. Sonreí y mantuvimos una charla agradable y cercana sobre la profesión y sobre otros avatares literarios.
Además de ser tío de un amigo y profesor de literatura, dos cosas la mar de importantes, desde luego, Enrique García es también poeta. De aquellos años guardo en casa Primer Libro de Emblemas (Llibros del Pexe, 1995) y hace un par de meses le robé a Joaquín —aunque él cree que me lo ha prestado— La distancia exacta (Ediciones Trea, 2004). Enrique es hombre de escritura lenta y meditada, rítmica, demorada. Me aventuraría a decir que prefiere el silencio a rubricar con su nombre una letra o un poema de más. Esa característica hace que, cuando escribe, lo escrito porte el peso y la calidad de lo largamente meditado. Y eso es lo que, precisamente, me gusta de su poesía.
Escritura de sentencias que sancionan más la pérdida que la posesión, la ilusión que la certeza. Poemas breves en su mayoría, algunos difíciles y juguetones, exactos. Tengo la sensación, cuando los leo, que Enrique está cerca, aunque no a mi lado; que va recitando para sí y para nadie más los versos; y que yo, si quiero enterarme, si quiero entenderlos y quedármelos, debo robárselos al aire, y siempre me pierdo algo. Pero también sé que eso que yo robo, que eso que me quedo, es algo valioso y útil, esencial.
Me dice Joaquín que su tío no se lleva con internet, así que no corro el riesgo de que Enrique, si nos volvemos a cruzar algún día, me vuelva a mirar como aquella vez y me diga, con esa honradez y dureza de la gente del norte, que quién soy yo para hablar de él. No sabría qué responderle, solo darle la razón. Sin embargo, después, cuando Enrique se hubiera alejado y mi silencio ya no pesase siquiera ni lo poco que pesó al nacer, me gustaría agradecerle este libro, La distancia exacta, y me gustaría andar unos pasos con él. Así quizás aprendería algo.



Si (como afirma el griego en el Cratilo)
"Se llamaba Arturo, pero no le gustaba y quería llamarse John. Se apellidaba Bandini, pero quería que fuese Jones. Su padre y su madre eran italianos, pero él quería ser norteamericano. Su padre era albañil, pero él quería ser pitcher de los Cubs de Chicago. Vivían en Rocklin, un pueblo de Colorado de diez mil habitantes, pero él quería vivir en Denver, que se encontraba a cincuenta kilómetros. Las pecas le cubrían el rostro, pero él lo quería limpio y despejado. Iba a una escuela católica, pero él quería ir a una escuela estatal. Tenía una novia que se llamaba Rosa, pero ella le tenía inquina. Era monaguillo, pero también un demonio que detestaba a los monaguillos. Quería ser un buen chico, pero temía ser un buen chico porque temía que los amigos le llamasen buen chico. Se llamaba Arturo y quería a su padre, pero vivía con el temor de que llegase el día en que pudiese darle una paliza a su padre. Veneraba a su padre, pero su madre le parecía una cobardica y una imbécil." 






