Cuando uno ya ha avanzado algo en esto de las letras y comienza a tener edad para, además de seguir con fuerza hacia adelante, mirar también hacia atrás para revisar y revisarse, debe saber huir —si es que de algo han servido el estudio y el aprendizaje— de los lugares comunes, del discurso y de la información sin contrastar, pero, sobre todo, debe saber huir de una visión maniquea de la realidad —y, lo que es peor, de la literatura— que facilite la comprensión de la vida a partir de una facil y falsa distinción entre buenos y malos, sobre todo si, en esto —como en casi todo— está presente la política.
Permítaseme este primer párrafo-oración preñadito de subordinadas como explicación del asunto de hoy: Las armas y las letras, libro cuyo título nos trae un fresco aroma cervantino recién reeditado por Destino, en una edición ampliada y revisada por Andrés Trapiello, su autor. Este libro, que tiene el muy significativo subtítulo de Literatura y Guerra Civil (1936-1939) apareció por primera vez en 1993 y, ya entonces, levantó alguna que otra polvareda y provocó más de un sarpullido. Los aventados y escocidos, claro, fueron aquellos que —no precisamente independientemente de su ideología— pretendían acomodar la historia de la literatura al panfleto o la propaganda, y hacer pasar por santos varones —además de por homeros literarios— a los acólitos de un bando y del otro. Era necesario, pues, que Andrés Trapiello, con una prosa vibrante, cómica, cínica a veces, otras comprensiva, pusiese a cada uno en el sitio de sus palabras y, más allá de lo políticamente incorrecto de citar testimonios afrentosos para pretendidos prohombres como Neruda, Alberti, Baroja o Azorín —todos ellos, dicho sea de paso, genios literarios—, nos mostrase a quienes el mucho interés se nos mezcla con la mucha ignorancia por dónde iban los tiros —y las palabras— en el citado trienio.
Voy avanzando en el libro, comprado a fuerza de treinta y ocho machacantes el viernes en la fnac. Un poco más de la mitad ya ha caído y, además de dejar alguna perlita en twitter, me gustaría dejar algunas aportaciones de autores que, por su lucidez, me han llamado la atención. Son todos testimonios de esos tres años. Asombra la capacidad de estos autores para interpretar la cosa española con tanta clarividencia en un momento en el que el país era blanco o negro, incluso rojo y azul. Ahí va eso. En lo sucesivo, cito a Trapiello.
MANUEL CHAVES NOGALES, que adquirió gran renombre en su época por su inolvidable biografía del torero Juan Belmonte y un apasionante reportaje sobre la Revolución Rusa contada por un cantaor flamenco, dirigió, al estallar la guerra, el periódico prorrepublicano de Madrid Ahora.
«YO ERA ESO que los sociólogos llaman un "pequeño burgués liberal" —nos dirá—, ciudadano de una república democrática y parlamentaria [...]. Ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportaban una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero en fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria».
Estas son las palabras con las que Chaves empezaba el prólogo de A sangre y fuego. Por gusto lo reproduciría aquí entero. Creo que no se encotrarán escritas sobre la misma guerra palabras más juiciosas, actuales y vivas que las suyas.
«CUANDO ESTALLÓ la guerra —nos relata Chaves—, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un Consejo Obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el "camarada director" y puedo decir que durante los meses de la guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espítiru revolucionario, ni por mi condición de "pequeño burgués liberal" de la que no renegué jamás.
»Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios, y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban todo...».
Y también de 1937, como el de Chaves, es el otro libro excepcional de este período, La Revolución vista por una republicana, de una autora no menos admirable. Hablamos de Clara Campoamor, la clarividente, noble y tenaz Clara Campoamor, la misteriosa mujer que partió al exilio en 1936 y que moriría en el exilio en 1972, olvidada de todos.
CLARA CAMPOAMOR era, y lo fue durante todos los años del exilio y hasta fecha muy reciente, en que se la ha reivindicado un poco a hurto por su labor parlamentaria, una de esas personas que lo perdieron todo en la guerra, hasta el prestigio de los perdedores, solo porque era una política liberal y porque su visión de las cosas no se avino a las versiones oficiales de unos y otros.
«MADRID ofrecía un aspecto asombroso: burgueses saludando puño en alto y gritando a todas horas el saludo comunista para no convertirse en sospechosos; hombres en mono y alpargatas copiando de esta guisa el uniforme adoptado por los milicianos; mujeres sin sombrero; vestidos usados, raspados, toda una invasión de fealdad y miseria moral, más que material, de gente que pedía humildemente permiso para vivir. [...] Desde los primeros días de lucha, un indecible terror reinaba en Madrid. La opinión pública tuvo al principio la tentación de atribuir a los anarquistas las violencias sufridas por los civiles, y en particular en Madrid. La historia dirá algún día si fueron justos quienes los consideraron responsables de esos hechos. En todo caso debieran de ser todos los gubernamentales, sin distinción, quienes asumieran su responsabilidad.»