Cuando el señor, también conocido como dios, se dio cuenta de que a adán y eva, perfectos en todo lo que se mostraba a la vista, no les salía ni una palabra de la boca ni emitían un simple sonido, por primario que fuera, no tuvo otro remedio que irritarse consigo mismo, ya que no había nadie más en el jardín del edén a quien responsabilizar de la gravísima falta, mientras que los otros animales, producto todos ellos, así como los dos humanos, del hágase divino, unos a través de mugidos y rugidos, otros con gruñidos, graznidos, silbos y cacareos, disfrutaban ya de voz propia. En un acceso de ira, sorprendente en quien todo lo podría solucionar con otro rápido fíat, corrió hacia la pareja y, a uno y luego al otro, sin contemplaciones, sin medias tintas, les metió la lengua garganta adentro.
Así comienza Caín, la nueva novela de José Saramago. Conociendo a ambos personajes, el novelado y el novelador, uno sabía antes de leer las ciento noventa páginas del libro que ni el asesino de Abel iba a ser retratado como un abyecto homicida ni el narrador Saramago, siempre presente en sus novelas casi como un personaje más, se iba a conformar con la creación de un personaje sumiso y abrumado por la omnipotencia divina. En efecto, nada de eso ha pasado.
Como este fin de semana me ha dado por agobiarme por distintos motivos que no vienen al caso —decía Blas de Otero que "ser hombre" era "horror a manos llenas"—, el sábado por la noche, en la cima de este siroco que tanto y tan bien me quiere, me humillé a comprar el nuevo libro de Saramago en el bendito OpenCor, abierto hasta las dos de la madrugada, y que más de una vez me ha servido tanto para un roto como para un descosido. Dieciocho mortadelos y pico, en pasta dura, letra grande y papelito de greenpeace. "Bienempleados sean dieciocho euros si consiguen ahuyentarme esta noche el horror", pensé. Y, bueno, con etapas de insomnio inclemente, el objetivo, mal que bien, se ha cumplido. Resultado: libro acabado en tiempo récord y otra novelita de Saramago que me echo al coleto. Interesante la novela, eso sí.
La parte conocida es que Caín mató por envidia a su hermano Abel. Hasta ahí nos cuenta la Biblia. Saramago, como ya hizo en El evangelio según Jesucristo, parte de un hecho bíblico para proponer situaciones que, pese a parecer descabelladas a primera vista, van encajando en la novela y en nuestro razonamiento como si su lugar hubiese estado fijado desde antes, desde siempre. Así, Caín, en conversación con Dios —impagable este Dios-personaje, humanizado, iracundo pero inseguro, negociador y taimado—, le hace tan responsable como a él mismo de la muerte de su hermano. Dios, atento, da la razón a Caín y, en lugar de acabar con él, lo condena a vagar errante pero, al mismo tiempo, le concede algo parecido a la inmortalidad. Desde entonces, Caín vagará por tierras y tiempos, y será testigo de episodios bíblicos que verá con nuevos ojos, con nueva visión, con aquella visión clarividente que posee quien conoce que Dios es, como mínimo, tan cruel como los hombres.
Reencontrarme con Saramago es un placer difícilmente explicable. Recuerdo mi primera lectura, la de El evangelio, cuando estaba en primero de carrera y me dedicaba a leerlo en enero, en lugar de estudiar aquellos exámenes más o menos ininteligibles. Recuerdo charlas impagables con Rosa sobre Saramago en las que analizábamos apasionadamente personajes, narrador, anécdotas, voces, sintaxis... mientras ella me iba descubriendo el Ensayo sobre la ceguera. Recuerdo haberle devuelto el favor con La caverna, que, previamente, me había dejado Carmen. Todo eso hasta llegar aquí, ahora, anoche, esta mañana, mientras Víctor y yo leíamos la misma novela, comentábamos el episodio de las esclavas y Caín, y yo sentía que todo, por un momento, volvía a encajar.
El primer capítulo de la novela, aquí.