Acabo de ver en la tele a una gorda probándose el vestido de novia de su vida y llorando. Por lo que se ve, hay un programa donde la basca se dedica a eso: una torda que dice que se va a casar se lleva a su madre y a sus amigas a una tienda cara para elegir el vestido de su boda. Allí, una tele las graba soltando sus despapuchos —y sus lágrimas— y corriéndose vivas cuando le dicen a la jai lo guapísima que está. Yo, en momentos como estos, siempre pienso en la gripe porcina aquella que salió hace tiempo. No sé por qué, pero siempre pienso en lo mismo, y me imagino a los viruses de la gripe porcina devorando a la novia gorda de la tele, y a su madre, y a las zorris de sus amigas, y dándole a su novio imbécil por el ojete y todo lo demás. Yo pienso muchas cosas de esas, casi todo el día. Me parece lo más normal del mundo.
Ya, con la cosa, me he engorilado y he hecho un par de rondas zapeadoras por los veintinueve canales de tv que hay en el piso. Mi debilidad son los de adivinos expertos en mediummidad [sic]. Algunos de ellos dicen cosas acojonantes que te hacen desear que Diana, la de la serie V, nos hubiese mandado, en los ochenta, a todos los humanos a la cámara de conversión. Por ejemplo, había un tío hace un par de años que decía que había ganado un concurso de adivinos en Avignon (Víctor y yo flipábamos con este). La cosa no es lo que hubiese ganado. A mí me intrigaba por qué cojones, entre todas las ciudades del mundo, el jambo aquel eligió Avignon. Hay otra tía, de nombre Aída, que reparte consejos matrimoniales y de salud y siempre se despide alzando los brazos y diciendo "un beso de luz". Después hay otro tío de pelo largo que se pone a bailar música disco y a hacer movimientos que él considerará sugerentes mientras sostiene una bola de cristal. Hay gente muy cogida en la tele, de verdad.
Claro que el cogido tengo que ser yo por flipar con eso. También me gustan los canales de teletienda. No los que ofrecen cosas para ponerse fuerte (máquinas para abdominales, vshaper, zapatos especiales con los que te salen más músculos que a he-man cuando sacaba la espada y gritaba por el poder de grayskull yo tengo el poder), no, esos no. Me interesan los de cocina. Los cortadores, los peladores, las ollas que cocinan sin aceite sin fuego y casi sin olla, las sartenes de titanio, que, a propósito, es el mismo material con el que se fabrican las naves espaciales —eso dice el anuncio y yo me lo creo— y todo lo demás. En fin, un lío.
Así que en esta noche tenía pocas cosas que hacer. La tele y sus arrabales, escuchar en la radio —hora25, la brújula, la linterna, 24horas— lo mal que está todo a pesar del repunte hoy de los parqués mundiales y la subida de los valores más cotizados del ibex35, más libros, más pelis... Solución de emergencia: trago de Jack —ese amigo que nunca falla—, un disco de Sonny Rollins que compré ayer —el único grande al que he visto en directo— y a tristear soltando mis jeremiadas en un nuevo post.
En realidad, me he quedado sin espacio para hablar de El honor perdido de Katharina Blum, una novelita de Heinrich Böll, que era de lo que yo quería hablar. Este, Böll, era un tipo que tenía pendiente desde hace muchos años. Desde el 99, por lo menos, cuando estaba en primero de carrera y no tuve otra ocurrencia que elegir como "Segunda lengua y su literatura" alemán. Me veía yo ya leyendo a Nietzsche en alemán, con todos mis cojones. Igualito que aquella vez que me matriculé en el conservatorio porque quería aprender a tocar el piano. La joda fue que primero me tenía que tragar un año entero de solfeo y el piano ni lo olía. Por supuesto, no sé tocar ni el organillo, aunque tengo mi primero de solfeo aprobado, eso sí. El caso es que el profe de aquella asignatura, Kurt noséqué, nos hablaba de vez en cuando de literatura. Y a mí me llamó la atención el nombre de Heinrich Böll, sería por la diéresis, que me lo hacía muy exótico. Y recuerdo que nombró esa novelita, apenas cien páginas, El honor perdido de Katharina Blum. Además me llamó la atención el título. Eso de que una señora con ese nombre tan respetable perdiese algo tan importante como el honor me ponía mucho a mí en aquella época, también ahora.
Como el DRAE es fuente inagotable de placer y verdad, dice esto de "honor" en su tercera acepción: "Honestidad y recato en las mujeres, y buena opinión que se granjean con estas virtudes". Con un toque kafkiano, la pobre Katharina, como suele ser habitual, se hace merecedora de toda la mala reputación por enamorarse del hombre que no debe. En realidad, son un periódico y un periodista quienes se dedican a difamarla a base de bien. Ella, claro, le da matarile al plumilla y, muerto el perro, se acabó la rabia (y se abrieron las prisiones, se entiende). Tranquis, no desvelo nada, toda la novela es un flash-back a partir de ese dato inicial. Tipo Él túnel, por ejemplo, de Sabato. Además del interés de la propia historia, el narrador es frío, distante y obsesivamente objetivo. Tanto que nos hace sospechar. Ya lo decía el gran Lázaro Carreter: "El objetivo de la educación es hacer desconfiar de la evidencia" (cita facilitada por Muriel).
A la pobre Katharina le quitaron el honor por enamorarse. A las honorables novias de la tele las sacan en prime time para que todos queramos tener una vida mortadela como las suyas. Los videntes premiados honorablemente en avignones y otras ciudades lejanas echan sus cartas y reparten sus besos de luz para solucionar los problemas de la gente a razón de euro sesenta el minuto. Apuro el segundo jack. Artaud lo vio claro: "Me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos".
EL INFORME que sigue se basa en algunas fuentes secundarias y en tres principales, que se nombran al principio una vez, pero que más tarde no se vuelven a mencionar. Las fuentes principales son atestados policíacos, el abogado doctor Hubert Blorna y el fiscal Peter Hach, compañero de estudios del anterior, quien -de manera confidencial, se entiende- completó el sumario, añadiendo ciertas actuaciones de la autoridad y los resultados de diversas pesquisas. Huelga subrayar que este trabajo tuvo carácter extraoficial, y que sus conclusiones se destinaron exclusivamente a uso privado, porque al fiscal le llegaba al alma el disgusto de su amigo Blorna. Éste no encontraba una explicación para todo lo ocurrido y, a pesar de ello, “si lo analizaba bien, no le parecía inexplicable, sino más bien lógico”. El caso de Katharina Blum, en vista de la actitud de la acusada y de la difícil posición de su defensor, doctor Blorna, aparecerá, de todos modos, más o menos ficticio, y ciertas pequeñas incorrecciones, como las que cometió Hach, resultan comprensibles e incluso disculpables. No hace falta mencionar aquí las fuentes secundarias, unas de mayor y otras de menor importancia, ya que el mismo informe demostrará sus vínculos, enredos y confusiones, y pondrá de manifiesto la consternación que produjeron.