lunes, 4 de mayo de 2009

Pizarnik, la sangrienta.


Había en Nüremberg un famoso autómata llamado la "Virgen de Hierro". La condesa Báthory adquirió una réplica para la sala de torturas de su castillo de Csejthe. Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana. Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo, un mecanismo permitía que sus labios se abrieran en una sonrisa, que los ojos se movieran. La condesa, sentada en su trono, contempla. Para que la "Virgen" entre en acción es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar. Responde inmediatamente con horribles sonidos mecánicos y muy lentamente alza los blancos brazos para que se cierren en perfecto abrazo sobre lo que esté cerca de ella —en este caso una muchacha—. La autómata la abraza y ya nadie podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro, ambos iguales en belleza. De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos sueltos como los suyos. Ya consumado el sacrificio, se toca otra piedra del collar: los brazos caen, la sonrisa se cierra así como los ojos, y la asesina vuelve a ser la "Virgen" inmóvil en su féretro.


Corría segundo de carrera —tiernos diecinueve añitos tenía yo por aquella época—, cuando en la asignatura de Literatura Hispanoamericana leímos, entre otros, a Alejandra Pizarnik. No sé si por falta de tiempo, preparación o de atención —probablemente por una mezcla de las tres— no terminé de empatizar con su poesía. Sin embargo, hubo algo que a mí, y a la mayoría de mis compañeros de entonces, nos sedujo: La condensa sangrienta. Claro, no era para menos.

Pizarnik recogía en suave e incitante prosa la leyenda de la Condesa Erzébet Báthory, aristócrata húngara del siglo XVI. La Condesa, en los periodos de ausencia guerrera de su marido primero, tras la muerte de éste después, fue desarrollando una obsesión por los estragos del tiempo en su cuerpo que se tradujo, con el paso de los años, en una búsqueda desesperada por retener la lozanía de su juventud. Como no podía ser de otra forma, una hechicera, de la que la Condesa se hacía acompañar, le sugirió que los estragos del tiempo se verían frenados si sustituía el agua por la sangre de doncellas jóvenes en sus baños. Erzébet Báthory —pues es lo común que los locos tomen por verdad irrefutable los disparates de los demás— no tuvo otra ocurrencia que seguir los consejos de su hechicera e iniciar así una pequeña cacería de la doncella por aquellas tierras húngaras. La historia, como os imagináis, no tuvo buen final, ni para todas las doncellas ésas cuya sangre usó la Condesa para sus baños rejuvenecedores ni, por último, para la propia Erzébet Báthory, que murió emparedada en su propio castillo.

El caso es que hoy, leyendo El País, he encontrado un artículo que informa sobre la reciente publicación de una edición de La condesa sangrienta ilustrada por Santiago Caruso. Algunas de las ilustraciones acompañan a este post. La obra de Pizarnik amplía la historia de la Condesa y le añade, al estilo de nuestro querido Conde de Lautréamont, unas gotas de sadismo, morbo, erotismo y sensualidad. Como muestra valgan los textos que inician y concluyen esta entrada. Si aún queréis más, podéis pinchar aquí. Eso sí, tened cuidado de no confundir la ficción de Pizarnik con vuestros propios anhelos de sangre. No digo más.



Salvo algunas inferencias barrocas —tales como la "Virgen de hierro", la muerte por agua o la jaula—, la condesa se adhería a un estilo de torturar monótonamente clásico que se podría resumir así:

Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes —su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años— y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre manaba como un geiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?).

También los muros y el techo se teñían de rojo. No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu, arrancaba la carne —en los lugares más sensibles— mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba (en el curso de un viaje ordenó que mantuvieran de pie a una muchacha que acababa de morir y continuó fustigándola aunque estaba muerta); también hizo morir a varias con agua helada (un invento de su hechicera Darvulia consistía en sumergir a una muchacha en agua fría y dejarla en remojo toda la noche). En fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía. Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué fatiga! Eso, eso, tú en tu línea...jaja


Leo

Anónimo dijo...

Pableteeee q buenooo q eree pishitaaaa ! ! !

Saludos desde Alcalá

Manuel Romero.

Anónimo dijo...

Jajajaja! "Las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas"... Me ha recordado a Arrabal, a El Arquitecto y el Emperador de Asiria, con la cita "y tú vendrás y me azotarás, perra maldita" (o algo de eso); y a El Gran Ceremonial con "te azotaré hasta que todo tu cuerpo sea una llaga viviente" o ardiente, o algo como que "toda tú seas una llaga ardiente"...


un beso

Eugenia.