domingo, 17 de mayo de 2009

Sin destino.


Los placeres del confinamiento y la exclusión me permiten, por ejemplo, dedicar un fin de semana a leer Sin destino, una novela de Imre Kertész, sin que nadie a través del móvil, del messenger o del correo electrónico me reclame para ningún rito social. Voluntariamente excluyo la visita personal a mi casa —a la de Víctor, quiero decir—, pues eso es algo que hace años que no sucede.

De Kertész leí la semana pasada Un relato policíaco, novela corta que llevaba durmiendo en mi librería el sueño de los injustos desde enero, y su tema —torturas, los no-límetes de la abyección humana— me interesó, para variar. Sin embargo, no fue eso lo mejor. Su narrador, uno de los torturadores que escribe sus memorias desde la celda de la cárcel mientras espera su juicio-farsa en el que resultará, con toda seguridad, condenado, cuenta la historia de una forma aséptica, objetiva. Eso fue lo que más me gustó. Los excesos verbales —y yo que los cometo sé de lo que hablo— preludian o, en el peor de los casos, confirman la doctrina panfletaria. Imre Kertész ahí no entra, y eso es todo un acierto.

Sin destino narra las vivencias de György Köves, un joven judío de quince años, primero en Budapest y, posteriormente, en diversos campos de concentración nazis. No es difícil adivinar en este personaje un trasunto autobiográfico del propio Kertész. Bien, hasta ahí nada nuevo. Son muchas las novelas o películas que han tratado este tema. Se me vienen ahora a la cabeza El largo viaje, de Jorge Semprún, El niño del pijama de rayas, de J. Boyne, o películas como El pianista, de R. Polanki, o La vida es bella, de R. Beningni.

Sin embargo, hay algo que diferencia a todas estas de Sin destino. Kertész, de nuevo, se esfuerza por objetivizar la situación —muchas veces a través de la ironía— y alejar este tema de tentaciones patéticas o sentimentales con las que sería muy fácil atraer al lector. Desde luego, no estoy diciendo que las anteriores sí hagan eso —algunas sí lo hacen y descaradamente, pero ése es otro tema—, sino que el acierto de Sin destino reside en presentar de una forma casi científica hechos que, por sí solos y a estas alturas de la película, no necesitan el subrayado en negrita para parecernos abominables.

A propósito de esto que digo, os dejo el final de la novela (no os preocupéis, nada os destripo). Aquí la tenéis completa en formato pdf, para quien se quiera aventurar.

BUENO, tampoco había que exagerar, puesto que justamente allí residía el meollo de la cuestión: allí estaba yo, aceptando cualquier argumento con tal de poder seguir viviendo. Miré alrededor en aquella plaza pacífica, ya crepuscular, por las calles atormentadas pero llenas de promesas, y sentí cómo crecían y se juntaban en mí las ganas de continuar con mi vida, aunque pareciera imposible. Mi madre me estaría esperando y seguramente se pondría muy contenta de verme, la pobre. Me acordé de que ella quería que yo fuera arquitecto, médico o algo así. Seguramente así sería, como ella deseara, puesto que no podía haber ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los «horrores», cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo.


Acabo de descubrir que hay una versión cinematográfica de Sin destino, dirigida por Lajos Koltai. Os dejo el traíler —no me ha gustado, a propósito, porque se pone más conmovedor de la cuenta—, pero habrá que ver la peli.


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