domingo, 26 de julio de 2009

Rayuela II. Morelliana sobre la escritura.


Las conversaciones que hemos tenido nosotros sobre la escritura, JaunLuz. Sobre el peso de los adjetivos, sobre la oscuridad de la sintaxis, sobre el tiempo de los verbos. Y ahí seguimos. Estando. "A través de los siglos, / por la nada del mundo, / yo, sin sueño, buscándote. / ¿Adónde el Paraíso, / sombra, tú que has estado? / Pregunta con silencio." Pues eso. El peso de las perras, de las palabras, encajándonos, o no. Es curioso, después de tanto tiempo sin hablar contigo, me siguen pareciendo perfectamente visionarios tus razonamientos sobre cómo escribir. Y tus explicaciones, a pesar de que recurras a captarme una benevolencia que no necesitas, son claras y certeras. ¡Cómo hemos cambiado! Para llegar al mismo sitio. Ya sabes, JuanLuz, "Yo soy dos ojos mis ojos abiertos / solos hacia ti que eres intocable". O, si quieres, "Cagó sangre aquella mañana. Lo supo desde antes, por el olor."

No he podido evitar acordarme de ti esta mañana, en el patio de la casa de Arcos, mientras leía el capítulo prescindible 112 de Rayuela. Ha venido a ponerle palabras a algo que me lleva obsesionando —literarariamente hablando (¿acaso hay más?)— desde hace tiempo.

MORELLIANA

Estoy revisando un relato que quisiera lo menos literario posible. Empresa desesperada desde el vamos, en la revisión saltan en seguida las frases insoportables. Un personaje llega a una escalera: «Ramón emprendió el descenso...» Tacho y escribo: «Ramón empezó a bajar...» Dejo la revisión para preguntarme una vez más las verdaderas razones de esta repulsión por el lenguaje «literario». Emprender el descenso no tiene nada de malo como no sea su facilidad: pero empezar a bajar es exactamente lo mismo salvo que más crudo, prosaico (es decir, mero vehículo de información), mientras que la otra forma parece ya combinar lo útil con lo agradable. En suma, lo que me repele en «emprendió el descenso» es el uso decorativo de un verbo y un sustantivo que no empleamos casi nunca en el habla corriente; en suma, me repele el lenguaje literario (en mi obra, se entiende). ¿Por qué?

De persistir en esa actitud, que empobrece vertiginosamente casi todo lo que he escrito en los últimos años, no tardaré en sentirme incapaz de formular la menor idea, de intentar la más simple descripción. Si mis razones fueran las del Lord Chandos de Hofmannsthal, no habría motivo de queja, pero si esta repulsión a la retórica (porque en el fondo es eso) sólo se debe a un desecamiento verbal, correlativo y paralelo a otro vital entonces sería preferible renunciar de raíz a toda escritura. Releer los resultados de lo que escribo en estos tiempos me aburre. Pero a la vez, detrás de esa pobreza deliberada, detrás de ese «empezar a bajar» que sustituye a «emprender el descenso», entreveo algo que me alienta. Escribo muy mal, pero algo pasa a través. El «estilo» de antes era un espejo para lectores-alondra; se miraban, se solazaban, se reconocían, como ese público que espera, reconoce y goza las réplicas de los personajes de un Salacrou o un Anouilh. Es mucho más fácil escribir así que escribir («describir», casi) como quisiera hacerlo ahora, porque ya no hay diálogo o encuentro con el lector, hay solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector. Por supuesto, el problema se sitúa en un plano moral. Quizá la arteriosclerosis, el avance de la edad acentúan esta tendencia —un poco misantrópica, me temo— a exaltar el ethos y descubrir (en mi caso es un descubrimiento bien tardío) que los órdenes estéticos son más un espejo que un pasaje para la ansiedad metafísica.

Sigo tan sediento de absoluto como cuando tenía veinte años, pero la delicada crispación, la delicia ácida y mordiente del acto creador o de la simple contemplación de la belleza, no me parecen ya un premio, un acceso a una realidad absoluta y satisfactoria. Sólo hay una belleza que todavía puede darme ese acceso: aquella que es un fin y no un medio, y que lo es porque su creador ha identificado en sí mismo su sentido de la condición humana con su sentido de la condición de artista. En cambio el plano meramente estético me parece eso: meramente. No puedo explicarme mejor.


2 comentarios:

Eugenia dijo...

Estoy a tres capítulos de acabarlo..! Y yo ya no sé si Horacio se está haciendo el loco, si verdaderamente es que se le voló la olla... Bueno, ya sabes... Pero esto tiene más pinta de acabar mal que de acabar bien, jajajaja. Qué intriga.

Ah! Pero que conste que sigue sin gustarme, jajajaja.

Víctor M. dijo...

Duermes, pálidamente duermes, "prematuramente adonis", maturamente adonais, con tus poemas punzando bajo la almohada, al lado de tu radio mía, mientras yo estoy huérfano de ti, quiero decir solo, y escucho el canto de los grillos, con el ron y tal, aunque hoy el paisaje no, Garcilaso no, García Montero no, el chalán belfo de los 27 no, por eso la tarde pelirroja, hogareña de por fuera, tintada con el tinto azul de tus palabras, acervezada con tu verbo, justamente tasado como si ahora el euríbor tú, cero y algo tú, las vinculaciones tú, sin saber casi nada, de quién es el futuro, y el poema de Iribarren, (¿o era de Roger Wolfe?), quién nos lo iba a decir, después de cortinas y troyanos, y al final, ya ves, la sotabarba de la vomitona, el naipe pucherero, la noche tan Baroja, las luces reventando, agrisados sus colores, mientras palidece lo morelli, pradea la quimera, quimeriza lo pradiano, y el sol remanece, ajeno y perdis, calaverón y distante, con su luz tan deslucida, amorsequizando nuestras prendas, neardentalizando nuestro sueño, tan frágil y tan nuestro, tan nuestro, tan nuestro, que es como si de nosotros, que es como si doblara su espinazo, tronchara su espiga o eternizara su espigón.