viernes, 29 de agosto de 2008

Los versos del Capitán.


Ese viernes salí temprano del hotel para ir al embarcadero. Hacía frío en Puerto Madryn, y las ballenas jugueteaban a poca distancia de la costa. Estuve un rato paseando, viéndolas expulsar vapor de agua en forma de be corta, que es como se le suele llamar a la uve en Argentina. Mostraban sus lomos y, con algo de suerte y atención, también pude ver sus colas. Son bichos grandes esos, aunque a mí los bichos, ni grandes ni chiquitos, me gustan demasiado. Tengo bastante con ese viejo desconocido al que me desafía el espejo o con los alumnos de toda clase y condición.

Luego, para variar, entré en una librería. La librería de Puerto Madryn, cerca de la Península Valdés, en la Patagonia, no tenía nada de especial. Después de fatigar las de Buenos Aires, ésta casi se parecía más a una biblioteca escolar. A pesar de todo, pues la cabra siempre tira al monte, entré. Lo de siempre, más guías de viaje y muchos libros de fotografía sobre cetáceos y otras lindezas. Sin embargo, entre la hierba siempre late la serpiente, dispuesta a morder, o lo que se tercie.

Tenía ganas de leer a Neruda desde hacía mucho tiempo. En mis años de universidad leí algún libro con rapidez y con poco provecho. Quería empezar por algo sencillo y amoroso. Cogí Los versos del Capitán. "Pequeña rosa —comenzaba el primer poema—, rosa pequeña, a veces, diminuta y desnuda, parece que en una mano mía cabes, que así voy a cerrarte y llevarte a mi boca." Decidido. Pago treinta y seis pesos (unos ocho euros). "No me dé una bolsa, gracias, me lo llevo puesto". Sonríe la señora y cierro la puerta.

Vuelvo al hotel. En el camino, tres coches, una moto y dos señoras-ballena están a punto de atropellarme (aplastarme en el caso de las últimas) porque no aparto los ojos del libro. "¿Dónde almorzamos?" "Vamos al Margarita, me han dicho que se come bien". Mientras la camarera se demora en el servicio, mientras mis compañeros de mesa se enredan con anécdotas y planes, voy enredándome yo con las palabras de Neruda, que llegan suaves a veces, violentas otras, directas. "Tu cintura y tus pechos, la duplicada púrpura de tus pezones, la caja de tus ojos que recién han volado, tu ancha boca de fruta, tu cabellera roja, pequeña torre mía." Elijo merluza con verduras y agua. Muy rica. "¿Podemos ir a esa sala?", le preguntamos a la camarera. "Sí, claro, pasen", responde solícita.

Al fondo, separada del comedor, hay una sala con luz tenue, sofás y olor a noche. Allí suena Sabina. "Este virus que no muere ni nos mata, esta amnesia en el cielo del paladar, la limusina del polvo por Manhattan, el invierno en Mar del Plata, los versos del Capitán", canta el compadre Joaquín en "Cerrado por derribo". Alberto lee a Juan Gelman, Carmen y Víctor charlan, a veces los importuno leyéndoles algún verso, y Víctor brilla porque le recuerdan otros tiempos, otros lugares. "Una piedra de Jack Daniel's", pido, y van dos. Y sigo leyendo.


"El alfarero"

Todo tu cuerpo tiene
copa o dulzura destinada a mí.
Cuando subo la mano
encuentro en cada sitio una paloma
que me buscaba, como
si te hubieran, amor, hecho de arcilla
para mis propias manos de alfarero.
Tus rodillas, tus senos,
tu cintura
faltan en mí como en el hueco
de una tierra sedienta
de la que desprendieron
una forma,
y juntos
somos completos, como un solo río,
como una sola arena.




"Tu risa"

Quítame el pan, si quieres,
quítame el aire, pero
no me quites tu risa.

No me quites la rosa,
la lanza que desgranas,
el agua que de pronto
estalla en tu alegría,
la repentina ola
de plata que te nace.

Mi lucha es dura y vuelvo
con los ojos cansados
a veces de haber visto
la tierra que no cambia,
pero al entrar tu risa
sube al cielo buscándome
y abre para mí todas
las puertas de la vida.

Amor mío, en la hora
más oscura desgrana
tu risa, y si de pronto
ves que mi sangre mancha
las piedras de la calle,
ríe, por que tu risa
será para mis manos
como una espada fresca.

Junto al mar en otoño,
tu risa debe alzar
su cascada de espuma,
y en primavera, amor,
quiero tu risa como
la flor que yo esperaba,
la flor azul, la rosa
de mi patria sonora.

Ríete de la noche,
del día, de la luna,
ríete de las calles
torcidas de la isla,
ríete de este torpe
muchacho que te quiere,
pero cuando yo abro
los ojos y los cierro,
cuando mis pasos van,
cuando vuelven mis pasos,
niégame el pan, el aire,
la luz, la primavera,
pero tu risa nunca
porque me moriría.



"La noche en la isla"

Toda la noche he dormido contigo
junto al mar, en la isla.
Salvaje y dulce eras entre el placer y el sueño,
entre el fuego y el agua.

Tal vez muy tarde
nuestros sueños se unieron
en lo alto o en el fondo,
arriba como ramas que un mismo viento mueve,
abajo como rojas raíces que se tocan.

Tal vez tu sueño
se separó del mío
y por el mar oscuro
me buscaba como antes
cuando aún no existías,
cuando sin divisarte
navegué por tu lado,
y tus ojos buscaban
lo que ahora
—pan, vino, amor y cólera—
te doy a manos llenas
porque tú eres la copa
que esperaba los dones de mi vida.
He dormido contigo
toda la noche mientras
la oscura tierra gira
con vivos y con muertos,
y al despertar de pronto
en medio de la sombra
mi brazo rodeaba tu cintura.
Ni la noche, ni el sueño
pudieron separarnos.

He dormido contigo
y al despertar tu boca
salida de tu sueño
me dio el sabor de tierra,
de agua marina, de algas,
del fondo de tu vida,
y recibí tu beso
mojado por la aurora
como si me llegara
del mar que nos rodea.



"No sólo el fuego"

Ay, sí, recuerdo,
ay, tus ojos cerrados
como llenos por dentro de luz negra,
todo tu cuerpo como una mano abierta,
como un racimo blanco de la luna,
y el éxtasis,
cuando nos mata un rayo,
cuando un puñal nos hiere en las raíces
y nos rompe una luz la cabellera,
y cuando
vamos de nuevo
volviendo a la vida,
como si del océano saliéramos,
como si del naufragio
volviéramos heridos
entre las piedras y las algas rojas.

Pero
hay otros recuerdos,
no sólo flores del incendio,
sino pequeños brotes
que aparecen de pronto
cuando voy en los trenes
o en las calles.
Te veo
lavando mis pañuelos,
colgando en la ventana
mis calcetines rotos,
tu figura en que todo,
todo el placer como una llamarada
cayó sin destruirte,
de nuevo,
mujercita
de cada día,
de nuevo ser humano,
humildemente humano,
soberbiamente pobre,
como tienes que ser para que seas
no la rápida rosa
que la ceniza del amor deshace,
sino toda la vida,
toda la vida con jabón y agujas,
con el aroma que amo
de la cocina que tal vez no tendremos
y en que tu mano entre las papas fritas
y tu boca cantando en invierno
mientras llega el asado
serían para mí la permanencia
de la felicidad sobre la tierra.

Ay, vida mía,
no sólo el fuego entre nosotros arde,
sino toda la vida,
la simple historia,
el simple amor
de una mujer y un hombre
parecidos a todos.

1 comentario:

Iesus dijo...

Buenas palabras para enmarcar los versos. Referencias para los que no estuvimos allí (sea a quinientos metros o cinco mil kilómetros de distancia). Salud.