lunes, 2 de junio de 2008

La masmédula de la abyección.


Para más información, podéis buscar en las enciclopedias babilónicas tapadas con el pañito de encaje que duermen el sueño de los justos en la repisita encima de la televisión, o en la oblonga estulticia de los manuales escolares que reducen la vida de las palabras a taxonomías de características, muertes y alcanfor, o en la todopoderosa wikipedia bogando por los canales cenagosos del cómodo surfeo de la vida mortadela encerrada en el clic del ratón. O podeís mandar al carajo, carajo, a toda esa prensa canalla y a todos los tipos que, como yo, no mereceríamos más que ser los barberos de Maura, y descerrajar el aire y sacrificar el tiempo en las aras, en los brazos lúbricos de la letra que con sangre entra, y golpear hasta que caigan las puertas de las librerías, de las bibliotecas, y comer sombra en las doscientas noventa y ocho páginas que tiene la edición de Mondadori de El otoño del patriarca, novela para machos de García Márquez, ¿qué más queréis?

Eso, comer sombra en el caldo pestilente de la abyección del hombre, en la satrapía de los sátrapas, en la humanidad de los desgraciados que detentan el destino del poder sobre su potra malformada, y ver cómo se viste una novela por los pies, cómo todo lo que no sea esto es una dilación de la muerte, un agujero negro entre el diario de patricia, al que Dios tenga pudriéndose en su santa gloria, y las mañanitas de la ana sosa. ¿Ya lo tenéis? Bien, ahora abridlo y comenzad a leer.

La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, El señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos y El otoño del patriarca, de García Márquez, forman, entre otras, una de las muestras más claras de la barbarie humana: todas reflejan la vida, obra y milagros de los dictadores que durante tantos años han asolado las repúblicas de Hispanoamérica, todas describen minuciosamente el sinsentido, el temor y la desmesura de los regímenes brutales de los gobernantes desquiciados del Cono Sur. Ahora, acabo de terminar la relectura de la vida otoñal del patriarca, un déspota eterno y supersticioso tan pobre que nunca tuvo más que el poder o su ilusión. No hay mayor peligro que el gobierno de los iluminados. Hacen cosas como ésta:

"Pero a pesar de la inminencia y el tamaño de la conspiración él no hizo ningún gesto que pudiera suscitar la sospecha de que la había descubierto, sino que a la hora prevista recibió como todos los años a los invitados de su guardia personal y los hizo sentar a la mesa del banquete a tomar los aperitivos mientras llegaba el general Rodrigo de Aguilar a hacer el brindis de honor, departió con ellos, se rió con ellos, uno tras otro, en distracciones furtivas, los oficiales miraban sus relojes, se los ponían en el oído, les daban cuerda, eran las doce menos cinco pero el general Rodrigo de Aguilar no llegaba, había un calor de caldera de barco perfumado de flores, olía a gladiolos y tulipanes, olía a rosas vivas en la sala cerrada, alguien abrió una ventana, respiramos, miramos los relojes, sentimos una ráfaga tenue del mar con un olor de guiso tierno de comida de bodas, todos sudaban menos él, todos padecimos el bochorno del instante bajo la lumbre intacta del animal vetusto que parpadeaba con los ojos abiertos en un espacio propio reservado en otra edad del mundo, salud, dijo, la mano inapelable de lirio lánguido volvió a levantar la copa con que había brindado toda la noche sin beber, se oyeron los ruidos viscerales de las máquinas de los relojes en el silencio de un abismo final, eran las doce, pero el general Rodrigo de Aguilar no llegaba, alguien trató de levantarse, por favor, dijo, él lo petrificó con la mirada mortal de que nadie se mueva, nadie respire, nadie viva sin mi permiso hasta que terminaron de sonar las doce, y entonces se abrieron las cortinas y entró el egregio general de división Rodrigo de Aguilar en bandeja de plata puesto cuan largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca, listo para ser servido en banquete de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores."

El otoño del patriarca es una novela de lectura difícil, engañosa, que pretender ahogarnos en sus pozas, quitarnos la respiración en la arborescencia de su sintaxis. Pero si la domeñamos, ¡ay, si lo conseguimos!, nos depara una pequeña muerte en cada recoveco. ¿Quién quiere ser el primero en probar?

García Márquez cuenta para un programa de la televisión colombiana el proceso de gestación de esta novela. Este es Gabo, chicos. Uno de los mejores narradores del siglo XX.



Como nunca fue mal año por mucho trigo, os dejo esta concupiscencia de Andrés Henestrosa, escritor mexicano, y de García Márquez sobre las mujeres (también aplicable a los hombres, imagino). Salud.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué gran oficio el del barbero de Maura!
Recuerdo cuando leí 'La fiesta del Chivo', de Vargas Llosa, también novela de dictador latinoamericano, y me costaba entender por qué la literatura española nunca dio palos a este otro ciego de voz chillona y aculatada que nos rompió el costillar español durante más de treinta años. Tal vez porque para entonces ya no estaba Valle.

Saludos.

Anónimo dijo...

¿Acaso me dejáis más opción? Me uno al clan, no soporto tanta presión y lo de resistirme no es lo mío, ya sabéis.
Añado algo para la aficción, aunque poco es.
Un buen día de la década de los setenta, se reunieron los escritores Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes con la editorial Galimar, y se comprometieron, a la sazón, a escribir una novela cada uno sobre un dictadura de las que han asolado hispanoamérica, y a difundir la idea entre los de su panda. Producto del compromiso fueron dos buenas novelas, a saber: El recurso del método, de Alejo Carpentier, y Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos; y una obra maestra, El otoño del patriarca, del amigo Gabo, como no podía ser de otra forma. Según cuentan, algunas más se añaden a la lista con el correr de los años; La fiesta del chivo, de Vargas Llosa, que debe de ser muy cumplidor.
En fin, ahí queda eso.
Buenas noches a todos y gracias a don Culito respingón.
Rosa.