sábado, 19 de enero de 2008

Dos en medio de nada.

¿Hay vida después de una hecatombe mundial? ¿Cómo sobreviven un padre y su hijo en un mundo arrasado en el que una capa de ceniza lo cubre todo? ¿Qué esperanza puede transmitir el padre al hijo? ¿O, quizás, es el hijo quien tiene que transmitir esperanzas a su padre? ¿Qué comerán? ¿Qué beberán? ¿De quién, de quiénes tendrán que ocultarse?


La carretera
, última novela de Cormac McCarthy, escritor estadounidense, ganador del Premio Pulitzer en 2007, contiene en sus páginas el germen de la destrucción. Hemos de acercarnos a ella con precaución, casi con rechazo. En la lucha por la superviviencia (porque decir vida en estas circunstancias es inexacto) de sus personajes ni siquiera el lector está a salvo. Cuando la leáis, levantad la cabeza de tanto en tanto y mirad cada dos o tres páginas hacia adelante, hacia atrás. Vigilad vuestras espaldas. Desconfiad siempre. Puede que ese viejo desvalido que os cruzáis en vuestro viaje por la carretera camino de ninguna parte no sea tan indefenso como os pensáis. Puede que, incluso, tenga una pistola. Puede que os asesine solamente porque tenéis unos zapatos menos rotos que los suyos... Pero si sois valientes y, con suerte, tras sortear los obstáculos llegáis al final, estaréis en posesión de una de las novelas más desasosegantes y mejor escritas de los últimos años.

Un padre. Su hijo. Una carretera. Las ansias de llegar al mar, suponiendo que aún exista. ¿Para qué? La carretera, de McCarthy, se encuadra dentro de esas novelas en las que el camino no sólo es físico, sino espiritural. Una búsqueda de la sabiduría. Pero en el siglo XXI. Y nosotros, gente de este siglo, sabemos que hasta nuestras búsquedas más satisfactorias están llenas de insatisfacciones, de nihilismo.

Os dejo un párrafo de la novela. En él, el padre y el hijo contemplan el huerto de una casa abandonada al borde de la carretera:


"Siguieron un muro de piedra al final de lo que quedaba de un huerto. Los árboles en sus esmeradas hileras retorcidos y negros y las ramas caídas a montones en el suelo. Se detuvo y miró más allá de los campos. Viento en el este. La blanda ceniza moviéndose en los surcos. Deteniéndose. Moviéndose de nuevo. Él ya lo había visto antes. Dibujos de sangre seca en los rastrojos y grises vísceras enroscadas allá donde los muertos habían sido destripados como animales y llevados a rastras. Sobre el muro del fondo un friso de cabezas humanas, todas de parecido rostro, resecas y hundidas con la sonrisa rígida y los ojos marchitos. Lucían aros de oro en sus coriáceas orejas y el viento hacía bailar sus escasos y raídos cabellos. Los dientes como empastes en sus alvéolos, los toscos tatuajes grabados con alguna tintura de elaboración casera descoloridos a la pauperizada luz del sol. Arañas, espadas, dianas. Un dragón. Consignas rúnicas, credos mal escritos. Viejas cicatrices con motivos viejos pespunteados en sus bordes. Las cabezas no deformadas a porrazos habían sido desolladas y los meros cráneos pintados y rubricados de parte a parte de la frente a garabatos y una de aquellas calaveras peladas tenía las suturas cuidadosamente entintadas como un plano para montaje. Miró al chico que estaba detrás de él. En pie junto al carrito soportando el viento. Miró la hierba seca que se movía y las hileras de árboles oscuros y retorcidos. Unos jirones de tela que el viento había estampado en el muro, la ceniza tiñéndolo todo de gris. Caminó paralelo al muro echando un último vistazo a las máscaras y cruzó un portillo de escalones y salió a donde el chico lo estaba esperando. Le pasó un brazo por los hombros. Bien, dijo. Vámonos."

aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaLa carretera, de Cormac McCarthy,
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaeditorial Mondadori, Barcelona, 2007.

1 comentario:

Álvaro García dijo...

ESperemos que ese libro esté en la biblioteca, porque cuando me termine el que tengo me voy a leer LA CARREETERA fijo.