Todavía me quedan veinte páginas para terminarlo, Juan. Me lo he tragado en un par de ratos, este sábado después de almorzar y hoy martes. En la terraza —ésa que espero que pronto conozcas—, mirando el mar. Por supuesto, después de algún tiempo desde que nos conocemos y unas cuantas horas de conversación, mantel y botellas, no dudaba de tu acierto con el regalo. "¡Son aaaaaños!", diría el maître de Piégari, un restaurante de La Recoleta, en Buenos Aires, que te encantaría. Permíteme poner al resto en antecedentes. Hablo de Mal de escuela, un libro de Daniel Pennac que trata sobre la visión que de la enseñanza —así, en minúscula mejor— tiene este viejo profesor francés que fue un perfecto zoquete en sus años de escuela.
Un tipo que sabe de lo que habla. Eso contra tantos discursitos, ¿verdad? ¿Puedo comenzar citando unas palabras del libro ante las que no he podido evitar sonreírme pensando en alguna charla nuestra (y en algún conocido nuestro también)?:
Tentado estoy también de poner ahora la canción de Karina del "Baúl de los recuerdos", por aquello de que "cualquier tiempo pasado —sobre todo en la enseñanza y para mucha gente— siempre fue mejor". Discursitos, más discursitos. Pero, ¿qué hacemos con los ojos que tenemos delante dispuestos a escucharnos, a creer que lo que les decimos en esos sesenta minutos es importante para ellos, para sus vidas? ¿Y qué hacemos también con los que no quieren, Juan? Digamos que delante tenemos primeros violines de la Filarmónica de Berlín y pedigüeños flautistas de boca de metro. Y ahí (un 1º E.S.O. D o F, un 2º E.S.O. G, pero también un 3º E.S.O. E o un 1º Bach. B) está el tajo. Ahí no sirve la excusa del "no valen" ni tan siquiera la del "no tienen base", como tampoco es lícito —sí, moralmente lícito— el sopor autocomplaciente de la adulación a-de los alumnos ni el timo intelectual de "hay que ver lo buenos que son estos niños que se lo saben todo".
Tú y yo coincidimos en que tenemos el trabajo más bonito del mundo, también uno de los más peligrosos, de los más arriesgados. Cuando nos ponemos delante de todos esos ojos estamos cargados de responsabilidad. Sí, quizás no suene progre decir eso ahora, y lo mejor sería criticar leyes de calidad, ratios (o ratias), hablar de la deslegitimación (sic) de la función docente (resic) o de lo poco poquísimo que leen los niños de ahora (porque hace veinte años las bibliotecas estaban llenas y porque todos nosotros llevamos a Garcilaso todo el día debajo del sobaco). Sin embargo, seguimos estando ahí, delante de sesenta ojos, con cuatro horas a la semana y todo un mundo que compartir con esos alumnos.
Y el miedo, a veces. Miedo suyo; miedo nuestro. Miedo a aprender; miedo a enseñar. También el asco: pronunciar mal a conciencia una palabra en inglés porque no les da la gana hacerlo bien, porque creen en el marchito prestigio del guiñapo; ensañarnos con el sujeto y el predicado, morfemas flexivos y derivativos, porque somos incapaces de hacerles visible el significado que chillan las palabras de un texto. «¡Oh, el penoso recuerdo de las clases en las que yo no estaba presente! Cómo sentía que mis alumnos flotaban, aquellos días, tranquilamente a la deriva mientras yo intentaba reavivar mis fuerzas. Aquella sensación de perder la clase... No estoy, ellos no están, nos hemos largado. Sin embargo, la hora transcurre. Desempeño el papel de quien está dando una clase, ellos fingen que escuchan. Qué seria está nuestra jeta común, bla bla bla por un lado, garabatos por el otro, tal vez un inspector se sentiría satisfecho; siempre que la tienda parezca abierta... Pero yo no estoy allí, diantre, hoy no estoy allí, estoy en otra parte. Lo que digo no se encarna, les importa un pimiento lo que están oyendo. Ni preguntas ni respuestas. Me repliego tras la clase magistral. ¡Qué desmesurada energía dilapido entonces para que tomen esa ridícula brizna de saber! Estoy a cien leguas de Voltaire, de Rousseau, de Diderot, de esta clase, de ese jaleo, de esa situación, me esfuerzo para reducir la distancia pero no hay modo, estoy tan lejos de mi materia como de mi clase. No soy el profesor, soy el guarda del museo, guío mecánicamente una visita obligada.»
En fin, Juan, a seguir. Creo que, para compensar, te voy a mandar un poema de ésos en los que salen jais y tipos que podríamos —y deberíamos— ser nosotros que las conquistan y hablan con ellas toda la noche sobre filosofía neokantiana, pongo por caso. Un abrazo, monstruo.
2 comentarios:
Gracias, Pablo, una vez más. Te regalé el libro porque confío infinitamente en tus neuronas, tu corazón y tus cojones, porque compartimos el más hermoso tajo del mundo, porque nos da el mismo asco chapotear entre posturitas, cobardía, falta de honestidad personal y profesional (¿no son lo mismo?). Aprendí en el libro que alguien incapaz de aprender es aún más incapaz de enseñar, que esos treinta ojos de cada aula requieren mucha verdad y desnudan la impostura en segundos.
Cuídate Pablito, tenemos que trasegar un par de Arzuagas en tu terraza mirando al Atlántico, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma...
Pablo,ese librito tendríamos que llevarlo cada uno debajo del brazo desde el 1 de enero al 31 de diciembre. Lo compré hace unos meses para la biblioteca campanera (puedes suponer que no era principalmente para los alumnos).Lo releí hace tres o cuatro meses. Pa qué hablar más: nos deja con el culo al aire tantas veces en cada página... (A todo esto, soy Fran)
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