viernes, 29 de julio de 2011

Presupuestos.

Te despiertas con las ideas claras. "No volveré a probar el vino moscatel", te repites. Miras el correo. Compruebas a las seis y media de la mañana si ha llegado algún presupuesto noctívagamente transgresor. Nada de nada, desde luego. Las hipotecas son imanes para el siroco. El siroco se extiende y escuchas a Johnny Cash. Otra gente aparece. Los pelotis mientras lees a Valente no van a cambiar nada. Has visto The Million Dollar Hotel ahora, y la tenías pendiente desde el año dos mil, cuando la cosa hacía daño. También llevas sin ver una peli de Bergman desde el verano dosmilsiete, pero tampoco has tenido sitio, ni ganas, ni nada. No has comido coquinas desde hace tiempo. No has vuelto a andar por la playa. Hay poetas a los que vas a tocar más pronto que tarde, lo sabes. Hay nombres que no olvidarás. Esta semana, has montado muebles de ikea, no sabes cuántos, pero muchos. Mil, dos mil. Te duelen las manos, tienes sueño. Estás cansado. Pero ni tu sueño ni tu cansancio importan. Autómata tienes que ser. Y cumplir. Esperar que te vayan llegando los presupuestos, esos que no llegan, y cuadrar tus números para tener un hogar, dulce hogar.

Cuando dejé La Antilla tenía pensado un post con dos poemas, uno de Luis Rosales y otro de Claudio Rodríguez, que hablaban de casas, de habitar y cosas de esas. No lo escribí. Mentí la última mañana cuando dije que no iba a echar de menos la casa. Qué iba a hacer. "Y nunca habitará su casa", terminaba el de Rodríguez. Ahora trato de habitar una nueva, aunque es difícil. Los veranos no siempre son fáciles.


La batalla

Venían como turbios guerreros,
como las metamorfosis de dios
en cerrado escuadrón, interminables.

Venían como hembras hambrientas
a las alucinadas puertas de la noche.

Venían como reptiles que a la vez fueran pájaros
de bífido canto.

Venían en bandadas
rodeando tu frente,
haciendo crujir tus huesos
como crujen los muros
de una torre cercada.

Se oían en el horizonte
como manada o mar de búfalos salvajes.

Tú me llamaste.

Venían como un torbellino,
en un solo tropel o en una sola
y poderosa voz.

Mas yo estaba a tu lado,
Experto al fin en todas las derrotas.

Podía y quise combatir contigo.

José Ángel Valente

lunes, 25 de julio de 2011

En el fin de la noche.

Lugares comunes de wikipedia para Louis-Ferdinand Céline: antisemita, colaboracionista, ser humano nefando y detestable, líos este año con la celebración de un homenaje que al final no fue, admirado por Bukowski y precursor del realismo sucio, bla bla bla...

Ahora, el Céline de Viaje al fin de la noche, novela de 1932:

"La gran fatiga de la existencia tal vez no sea, en una palabra, sino ese enorme esfuerzo que realizamos para seguir siendo, veinte años, cuarenta, más aún, razonables, para no ser simple, profundamente nosotros mismos, es decir, inmundos, atroces, absurdos. La pesadilla de tener que presentar siempre como un ideal universal, superhombre de la mañana a la noche, el subhombre claudicante que nos dieron."


Nos enseñan en la universidad a los que estudiamos la cosa que las novelas deben tener tramas bien pergeñadas, personajes redondos (se admira especialmente un buen ramillete de secundarios bien formados), lenguaje exacto y elaborado. En fin, todas esas cosas que, es cierto, constituyen una buena novela. Tipo Los miserables, por ejemplo, con su Jean Valjean, su Javert, su Cosette y todos sus avíos. Viaje al fin de la noche no es esto, desde luego.

"En una palabra, mientras estás en la guerra, dices que será mejor con la paz, y después te tragas esa esperanza, como si fuera un caramelo, y luego resulta que es mierda pura. No te atreves a decirlo al principio para no fastidiar a nadie. Te muestras amable, en una palabra. Y después un buen día acabas descubriendo el pastel delante de todo el mundo. Estás hasta los huevos de revolverte en la mierda. Pero de repente pareces muy mal educado a todo el mundo. Y se acabó."


Narrada en primera persona —como no podía ser de otra forma en este tipo de novela—, el protagonista, Ferdinand Bardamu, guerrea en la nada de la primera gran guerra, se marcha a una colonia tórrida en África, después pasa hambre en Nueva York y finalmente vuelve a París, termina sus estudios de Medicina y trabaja en un psiquiátrico. Sin embargo, da igual el destino de Bardamu, son indiferentes los lugares que pise, la gente que se cruce. En todos encuentra lo mismo. Y todos le crean la misma certeza sobre el mundo:

"Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de él. Loco o no, con miedo o sin él."


Bukowski encuentra algún refugio en el alcohol. Fante siempre espera la primavera. Céline, en cambio, no busca subterfugios, porque sabe que nada lo salvará, que ningún placer, por excelso que sea, podrá arruinarle la convicción de la inanidad de vivir. ¿Amor? ¿El amor? Claro, sí, lo hay en la novela, cómo no.

"Yo la amaba, desde luego, pero más aún amaba mi vicio, aquel deseo de huir de todas partes, en busca de no sé qué, por orgullo tonto seguramente, por convicción de una especie de superioridad."


Aterra asomarse a algunas páginas de esta novela. Juntos hemos pasado algún amanecer, dos o tres madrugadas. Me he reencontrado impreso, tiempo después, sabiendo que todo sigue donde lo dejé. Asusta el poder de los libros. Ahondan en la pequeñez de tu íntima desgracia, tan nimia, tuya, única, persistente.

"De tanto verte expulsado así, a la noche, has de acabar por fuerza en alguna parte, me decía yo. «Ánimo, Ferdinand —me repetía a mí mismo, para alentarme—, a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!»