jueves, 24 de marzo de 2011

Cayendo.

Hay un momento en que, justo antes de comenzar el descenso, la energía cinética de un cuerpo lanzado verticalmente hacia arriba es igual a cero y todo es energía potencial. Antes de la caída, el cuerpo ya es consciente del descalabro y su visión, por un momento, se revela lúcida e innegociable. No hay nada que hacer. No hay manos salvadoras. El suelo, todavía lejos, es el próximo destino, y el choque supondrá el fin. Tan nítido. Un período breve de clarividencia mientras dura la suspensión en el vacío, mientras los 9'8m/s2 van devorando la cada vez más esquelética aceleración inicial. La obra de Arthur Miller se titula Después de la caída, pero en ella, con un juego hábil en el que el autor mezcla distintos planos temporales y entradas y salidas de personajes, se muestra ese momento de sinceridad máxima del cuerpo: "Voy a caer, este es mi fin".

Esto, traducido a la vida de Quentin, es la conciencia de la violencia, de la maldad, del egoísmo y del poder de destrucción del ser humano. Esto, también, en la vida de Quentin, es la conciencia aún mayor de que nada de eso le ha servido, en realidad, para nada. De hecho, en su vida, ese momento de Ec=0 es la conciencia absoluta del vacío que es y ha sido su vida. Y, por supuesto, no hay mayor sinceridad con uno mismo como cuando ser reconoce la propia inexistencia y, en consecuencia, uno se deja caer para, paulatinamente, ir dejando de ser. Hay que la energía potencial, desparramada tu vida en el suelo, es igual a cero. El resultado de tu vida.


Hace un par de semanas, de improviso, me di cuenta de algo extraño. ¡A pesar de las tinieblas en que me hallo, todas las mañanas, al despertarme, estoy lleno de esperanzas! No obstante todo lo que sé, lo que he visto..., abro los ojos... ¡y soy como un niño! Por un instante, en el aire flota una promesa informe. Y salto de la cama, me afeito, no tengo paciencia ni para acabarme el desayuno... y entonces... en mi ahabitación penetra el mundo, mi vida, y su falta de sentido.

La toma de conciencia del vacío. Pocas cosas tan bellas, tan definitivas. Una compañía insobornable, tenaz, fiel. A veces sucede mientras se camina por un pasillo, de vuelta a la cocina con el plato de la cena. Se es consciente de la inutilidad de estar llevando el plato, de haber comido, del día que termina, también del que vendrá. Ahí uno se para. Suelta el plato en el suelo. Se sienta a mitad del pasillo. Y se pregunta: "¿Esto para qué es?"


Sí, ocurre que ya no distingo ninguna gracia salvadora antes del fin. Antes fue el socialismo; luego, el amor; pero se ha desvanecido una última esperanza que constituía siempre la salvación antes de que el fin llegara.

Sentado en el pasillo, lo llamas así por primera vez. Fin. Todavía durará mucho la caída. Vendrán ficciones de ascensión, corrientes elevadoras. Otro día, sentado en el mismo lugar, el nombre será el mismo. Fin. Cada vez, más cerca del suelo.


Louise (con deseo de ser razonable): Escucha, Quentin, todo se reduce a una cosa sencillísima: necesitas una mujer que te cree... una atomósfera sin problemas, donde tú puedas volar en una nube de elogios perpetua...
Quentin: No me importaría escuchar de vez en cuando algún elogio; eso no es malo...
Louise: Quentin, ¡no soy una máquina de alabanzas! No soy una cosa insustancial e inútil; ni soy tu madre. ¡Soy un ser humano aparte!
Quentin (se queda mirándola fijamente, y a lo que hay más allá de ella): Ahora me doy cuenta.


Como en el poema de Wolfe, "¿Qué hacer? No sé. Y no importa." El recuerdo del aplauso, la necesidad de la admiración. Narcóticos para perpetuarse en la sensación de flotabilidad. Usar a la gente, conseguir tu éxito gracias a su anulación. Asintiéndote, siempre. Alabándote.


¿No te ha sucedido nunca... haberte visto... tal como eres en realidad? Tal vez lo he soñado, pero juro que, en un momento dado, en una fracción de segundo, creo haber visto mi vida.

Con las hormigas nutriéndose de los despojos del plato. Mirando en la oscuridad la pared de enfrente. A cincuenta centímetros. Ahí cabe la vida.


¡El pudor es criminal! ¡Hay que decir la verdad sin pudor! ¡Maldigo a toda la alta administración de la inocencia fingida! ¡Lo confieso, no soy inocente, ni bueno!

Estamos acabados. Lo sabes.

viernes, 4 de marzo de 2011

C

Cosa mala lo llama mi madre. Un claro ejemplo de disfemismo. Pero, ya se sabe, hay realidades que mejor no nombrar. Como si la mención del significante fuese una invocación de mal augurio, como si nombrar la realidad con ese arma bravamente inofensiva que es el lenguaje supusiese conjurarla para que apareciese, para que se manifestase. Cosa mala, suele decir. Fulanita tiene una cosa mala. Zutanito se ha muerto de una cosa mala.

Cuando yo era pequeño y escuchaba a mi madre decir eso, me imaginaba una enfermedad corporeizada en azar que iba elegiendo arbitrariamente a sus víctimas. Como diría Iribarren, "suerte si no te toca a ti". Luego, con los años, me he ido dando cuenta —y he ido temiendo— de que, en efecto, es más o menos así. Un desvanecimiento y cáncer. Una exploración rutinaria y cáncer. Unos análisis cuyo resultado no cuadra y cáncer. Cagas sangre un día y, por supuesto, cáncer. Buen tema para un post, ¿verdad? Todo, incluso esto, tiene su justificación.

Estaba en la librería. Chispeaba afuera y tenía entradas para el teatro. Casa de muñecas, de Ibsen, en un montaje de Daniel Veronesse. No era mal plan para un sábado por la noche. Había gente en la librería, pero si quieres estar solo en una librería abarrotada solo tienes que irte a la sección de poesía. Allí hay espacio de sobra. Muchos libros de los mismos de siempre, los clásicos, los imprescindibles. Como tiene que ser. Machado, Darío, Shakespeare, Juan Ramón, Lorca, Rilke, Alberti, Whitman... Y en la primera posición del antepenúltimo estante estaba esperándome. Antes de cogerlo ya supe que lo compraría. Antes de ver su título, su autor. Sé que quien nunca ha sentido suyos los libros no podrá comprender lo que digo, pero los libros, a veces, nos eligen. Era fino, de lomo blanco, y con el nombre del autor en letras pequeñas. Peter Reading. Leí la solapa. Nacido en 1946, en Liverpool. Estudió pintura en el College of Art. Enseguida pienso en los Bealtes, en Lennon. Ese Reading ya me iba gustando. "Su poesía experimenta y juega de manera libre con las tradiciones formales del inglés. Emplea tanto versificación tradicional como innovadora, y un lenguaje tanto clásico como coloquial." Estaba seguro, no me había equivocado. "C —así se llamaba el libro— tiene la crudeza de la descripción de circunstancias extremas y sin retorno, pero muy comunes. Por lo que se palpa el sufrimiento como cercano. Frente a la enfermedad, la más amenazante, el cáncer, el poeta invoca todas las fuerzas que le pueden socorrer y consolar: su bagaje cultural, los recuerdos, el anecdotario, la proyección en el prójimo, la distancia y el sarcasmo." Miré la editorial, La Poesía, señor Hidalgo. Curioso nombre. Abrí el libro. Primer poema. Este.


La placa de latón gastada ya sin ningún nombre. Escalones de piedra vaciados por la asustada y esperanzada ascensión, por el aterrado y desesperado descenso. (Probablemente entre tres y cuatro meses, quizás cien días). De los consultorios de esta calle georgiana, y de calles semejantes en ciudades semejantes, algunos de nosotros surgimos diariamente llevando los espantosos pronósticos médicos. Cómo te odiamos a ti, atareado, ordinario e imperecedero taxista, a ti, proveedor del Evening Star, a ti secretaria botando pasteles de carne maleable. Incongruentemente tengo planeado 100 unidades de 100 palabras. ¿Qué coño esperas que haga, que me ponga a escribir haikus?

El verso es para saludables
faranduleros. Los moribundos
y cirujanos usan la prosa.



Así, tan claro, tan luminoso, tan aséptico, tan limpio. Ya sabía que era mío, que iba a ser mío para siempre, que era mi descubrimiento, del que me sentiría orgulloso cuando hablara de él, cuando otros lo alabaran en mi presencia, o en mi ausencia.

«El tío seguramente más lacrimógeno que nunca he encontrado me dijo esto en el salón de Los Carboneros:

"Ya han pasado muchos años, pero, ¡joder!, todavía puedo sentir su mano rozándome el instrumento mientras ellas conducía lentamente por el camino bordeado de setos. Paró el coche, se pasó la lengua por los labios, gimió y me besó.

¡Santo Dios! las lenguas sorbían como babosas retorciéndose, entonces ella dijo 'Hostia, es que te comería', y bajó la cremallera de mis Levi's gastados, abrió la bragueta y se la tragó toda. No volveré a verla nunca más. Tengo cáncer de vejiga."»


Uno más. Objetivo. Sin adornos. No los necesita.

«La retención puede hacer surgir excesivo dolor; / la incontinencia, por contra, causa vergüenza / y cierta inconveniencia. / Las colostomías, que cortocircuitan el intestino / abiertas en el abdomen frontal, / pueden causar aflicción al principio, pero nada como / la angustia queel bloqueo / no aliviado / causaría. Poco después de la cirugía, parece que / cierta suciedad de la nueva colostomía es inevitable: los pacientes se dan / cuenta de que pueden ensuciarse y oler...»


El último.

Solía salpicar mi poesía con sofisticadas alusiones a la querida Ópera y al divino Arte (a uno constantemente le recordaban el libreto de A. du C. Dubreuil para la Ifigenia en Táuride de Piccinni; a uno constentemente le recordaban el busto de una mujer coronada de Niccolò di Bartolomeo da Foggia, sin duda una elegoría de la Iglesia, del púlpito de la catedral de Rovello, ca. 1272) pero repentinamente son desesperadamente inadecuadas. ¿Dónde está la trascendencia cultural europea en los tubos que asoman por la nariz, en las venas o saliendo del culo? Me han metido un tubo en la polla y diagnosticado un carcinoma en el vejiga. Uno no recuerda a Piccinni.


En internet, no he encontrado nada de Peter Reading en español. La entrada de la wikipedia en inglés tiene tres líneas.