sábado, 29 de agosto de 2009

Lascano Tegui, Vizconde sin condado.


BUSQUÉ siempre el amor que no poseía. Quise ser amado. He hecho todo lo posible. No he hecho nada más que eso. Los obreros se exponen a caer como los ladrillos desde los andamios. Pierden los brazos y las piernas. Yo no he podido perder nada y he perdido todo. Justo era que se me quisiera. No hay nada más que un amor. Ser amado. Ésa es la alegre monotonía de mi vida.


Que nadie se deje engañar por esta prosa meliflua de Emilio Lascano Tegui, falso Vizconde de vida inquieta y peripecias inverosímiles que tuvo a bien nacer en la Argentina, aunque pudo haber nacido donde se le hubiese antojado, sobre todo en Francia. Otro raro. Otro buceo en esa paraliteratura de la que en este blog ya hemos dado alguna muestra (Leutréamont, Pizarnik...). Sobre todo con el primero tiene que ver este Lascano Tegui. En su obra De la elegancia mientras se duerme (editorial Impedimenta) se adivina la misma falta de hilo narrativo que en los Cantos de Maldoror y, sobre todo, el mismo gusto por todas las parafilias habidas y por haber —os las podéis imaginar, que yo casi que prefiero no decirlas aquí—, entre ellas, claro está, el asesinato:

¿QUÉ ESTARÍA haciendo mi víctima?... Me agaché y miré la bodega que le servía de habitación. Estaba mondando patatas, prolijamente, lentamente. Me hice liviano, me deslicé por la compuerta de la escotilla. Comencé a bajar por la escalera que daba a sus espaldas. La barcaza se inclinó a popa. Deseaba llegar hasta la mujer sin ser sentido y hundirle mi puñal en la nuca como se hace con los terneros en el matadero. Cada milímetro de esa puñalada brusca debía sentirla en mi mano. La piel, la carne, los huesos, tal vez la médula debían ofrecerme esa resistencia que es la suprema voluptuosidad del asesinato. ¿La médula? ¿Es que podría seccionarla fácilmente? Y pensé en las cavernas de la época neolítica llenas de restos de huesos de caballo a los que nuestros padres chuparon las médulas frescas con fruición, aún calientes las presas según deducciones de los paleontólogos. Estaba ya a dos pasos de la mujer rubia, cuando se inclinó como para recoger mi sombra que se alargaba hasta el canasto donde tomaba las patatas. La mujer aquella que no sabía calcular a simple vista la moneda que le devolvían con esa inocencia con que realizan todas sus acciones los corderos a la vista de los lobos elegantes, me ofreció el sitio preferido que yo anhelaba en mis raciocinios y mi mano se me fue independientemente de mi voluntad, que el gesto tan rápido me impidió gustar ese pasaje del cuchillo a través de las carnes. Sentí mi mano enredada entre sus cabellos húmedos y un instante después un chorro de sangre pujar apresurado entre mi mano y el cabo del cuchillo. Fue cuando solté todo. Dejé el arma y la mujer que estaba retenida a mí por el punzón de acero. El bulto cayó. El cuerpo flácido de la mujer rubia entró dentro del canasto y dejó una mano sobre la silla en que había estado sentada. El otro brazo lo colocó bajo el brasero.

Pero no sólo de asesinatos vive el Vizconde. El amor con ribetes de depravación, la seducción con ídem y, en general, las reflexiones sobre todo lo que se le antoje tienen cabida en esta novelita, De la elegancia mientras se duerme, escrita en forma de diario de un hombre que se convierte en asesino por la pura voluptuosidad del crimen. Como muestra, una reflexión un tanto misógina —sí, la misoginia suele ser habitual en esta literatura— a propósito de la seducción tras conocer el personaje principal que ha contraído la sífilis debido a su vida prostibularia en el norte de África:

UNA SOLA duda pudiera retenerte —repuso el varón—, y es que a raíz del libro las mujeres te abandonen. Y eso no sucederá. Las mujeres aman con preferencia a un depravado. Si tú confiesas que te hallas enfermo de lo que llaman tan poéticamente nuestras esposas «de una mala enfermedad», recién sabrás lo que es ser amado. Tendrás, soberbio conquistador, el atractico de un peligro más. Hasta hoy, sólo el embarazo de ti hacíate seductor. Mañana, el nuevo encanto creará una nueva voluptuosidad: la de estar sifilítica. Será la cuarta voluptuosidad que le conozco a la mujer. Conocíale tres: la de abortar, la de menstruar y la de la cánula de irrigador.

Como veis, no tiene desperdicio. La novela se deja leer muy rápido, son apenas ciento ochenta páginas. Otra muestra más de esa literatura que no se enseña, de esa literatura proscrita de los planes de estudio, afortunadamente. Así siempre podremos hallar un mórbido placer en descubrir lo prohibido.

HE VUELTO a ver las dos cabras blancas. Una de ellas me ha mirado. Tiene ojos de señorita. La tarde estaba en silencio y he sentido un chivo dentro de mí, que la comprendía. Las cabras son los animales que me están más cerca, y no he podido menos de responder a esa mirada y comenzar un acercamiento con la más hermosa de ellas cuya ubre rosa es un seno de mujer.

sábado, 15 de agosto de 2009

Entre el centeno.


Cuándo aprendemos a leer. Cuando unimos las primeras letras o cuando descubrimos qué se puede hacer con ellas. No sé cuántos años tenía. Supongo que quince o dieciséis, no sé. Puede que más, o menos. A mi hermano le habían mandado el libro en el instituto. Lo tenía allí, más bien intocado. Desde que lo compró —yo fui con él a la librería— me llamó la atención su título. El guardián entre el centeno.

Lo cogí una mañana y empecé a leerlo. Yo, a mis quince o dieciséis años, más o menos. Y la historia de aquel tío, Holden. Y, sobre todo, su forma de hablar. Casi al final del libro, en el capítulo veintidós, yo aprendí a leer. Lo recuerdo nítidamente. Estaba en el balcón de la sala. Era la casa de mi abuela, aunque ella hubiese muerto hacía ya unos cuantos años. Aprendí a leer mientras Holden le explicaba a su hermana qué quería ser de mayor. Tuve que parar de leer aquello. ¡Joder, qué cosas se podían hacer con las palabras!

Ahora, a cien kilómetros de París, he vuelto a leerlo. Otros quince años después, sigo aprendiendo a leer.


—¿SABES lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir?
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de esa canción que dice, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno...»? Me gustaría...
—Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno» —dijo Phoebe—. Y es un poema. Un poema de Robert Burns.
—Ya sé que es un poema de Robert Burns.
Tenía razón. Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno», pero entonces no lo sabía.
—Creí que era, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo» —le dije—, pero, verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.


La obra entera, aquí. Un clásico.